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Una comida para Clarice Lispector

Por Marcelo Cohen

Publicado en La Vanguardia, Barcelona, 1988, este texto del autor de Los acuáticos acompaña su tradución de Felicidad clandestina en la edición de Corregidor, celebrando el centenario de Lispector. 

Por Marcelo Cohen.

 

 

Sentado en un banco de un parque de Bouville, Antoine Roquentin mira por casualidad la encorvada raíz de un castaño, queda aturdido y en un trance febril se da cuenta de que la existencia es indiferente a las palabras. Esa raíz –como la verja del parque, como las ramas de todos los árboles, como él mismo– no acepta explicaciones; ninguna descripción la abarca, ningún adjetivo la modifica, y hasta las sensaciones que Roquentin puede inventariar mientras la observa son superfluas, porque lo principal, comprende, es que él también es esa raíz, algo que meramente existe. La raíz y él “están de más”. Son vida, y la vida es gratuita, ciega, obscena, promiscua, excesiva. Las categorías, lo “humano”, son maniobras, lóbregas maniobras: existir es someterse a una proliferación unitaria.

Las seis páginas que cuentan esta experiencia son el momento central de La náusea. Sartre no debe haber escrito otro pasaje que dialogue tan acremente con los textos extáticos de Oriente y Occidente. Y es un pasaje desalentador. Aquello que Zuang Zi, el maestro Eckhart o William Blake describieron con alegría –el descubrimiento de que la mente no está separada ni es distinta del mundo físico– a Roquentin le provoca un “goce atroz”; la proliferación de los entes le parece “repugnante”.

La náusea es de 1946. Más o menos por entonces, en Brasil, una judía nacida en Ucrania empezaba una obra narrativa cuyos temas recurrentes son el descubrimiento devocional de lo inmediato y sus imprevistas ocasiones. Se llamaba Clarice Lispector, llevaba como escrito el sincretismo en una cara cautivante y dicen que hacía esfuerzos grandes e infructuosos por ser un ama de casa normal. Pero esta mitología es secundaria. Lispector buscaba sortear las órbitas del lenguaje alrededor de las cosas y para eso escribía como quien respira. Un escritor solo era para ella una persona que escribía todo el tiempo. “Cuando no escribo estoy muerta”, se la ve decir en un documental. Lógicamente la literatura la acercaba al silencio, porque cada línea no era una escenificación sino un acto de amor sin compromiso que ponía al amante en situación de anonadarse. Por eso sus relatos, que siempre contienen una revelación amarga, parecen respuestas arduas y entusiastas a la tiniebla en que el pensamiento europeo sume a veces sus intuiciones más luminosas.

Los libros entablan raros vínculos entre sí. Lispector no solo corrige a Sartre sino que parece reescribir brasileñamente a Rimbaud; cierto que la belleza es amarga (al fin y al cabo es un concepto), pero la aceptación de que se ha visto, que es más rara que la visión, da acceso a un placer no fraccionado. La pasión según G.H., la novela culminante de Lispector, es un monólogo continuo que cuenta cómo una desorganización personal crítica propicia el entendimiento. Transcurre en una sola mañana. La
protagonista –una mujer rica y altiva– ha quedado sola en la casa y al entrar en el cuarto de la criada descubre que la mujer se ha ido, dejándole de despedida un dibujo más o menos sarcástico. Mientras ya vulnerada medita sobre el mensaje, abre el armario vacío y ve una cucaracha. Cuestionados metódica, cíclicamente el asco, el miedo y las jerarquías, lo que queda del encuentro es “la vida haciéndose en silencio”. Esa vida, que está en ella y en la cucaracha, es una profusión ecuánime que solo se distingue en formas transitorias; todos los nombres que G.H. le da son insatisfactorios y provisionales: lo crudo, lo neutro, el vacío, la indiferencia, lo inexpresivo. Es también “el infierno” (muy a la manera de Sartre) porque ahí solo se puede estar cabalmente resignando las construcciones útiles para vivir en el cálculo, deponiendo el afán de dominio, aceptando la incertidumbre y en última instancia la primacía de la muerte, la delineadora del futuro. Pero el infierno de lo indiferenciado, por más horror que cause al ser humano, es la libertad más amplia: porque en él la atención es inconmensurable y la vida (sin conceptos, sin
recompensa, sin juicio) no sacrifica la actualidad al ansia de lo porvenir; y justamente porque esa plenitud parece ilimitada interpela al beneficiario, llamándolo a formular la máxima que servirá para preservarla.

Como si le preguntará qué hará él para que la riqueza no merme, para promover la vida. G.H. advierte que la verdadera pertenencia debe sellarse con un rito de entrega. En un loco acto de comunión se come la cucaracha. La experiencia de G.H. es igualmente arrebatadora pero más radical que la de Roquentín –porque ve en lo indiferenciado un misterio. Y si bien tampoco ofrece premios, sirve para suprimir la repugnancia. 

Lispector, mujer hija de una doble diáspora, brasileña que podía intimar con todas las religiones, estaba en mejores condiciones que Sartre para aceptar que a ninguna sabiduría, como a ninguna ignorancia fecunda, se accede sin desprendimiento (“caridad”, sería la palabra, si el instrumento católico no tuviera armónicos tan irritantes). Pero sería injusto con el genio de Lispector sugerir, aunque sea por defecto, que su deseo de realidad la impulsaba al martirio. “Comerse la cucaracha” es solo uno de los muchísimos símiles que su imaginación encontró para representar la entrega que lleva al despertar. Y hay un cuento suyo en donde el despertar es motivo de una ávida alegría. También en ese cuento se come. Paradigmáticamente se llama “El reparto de los panes” y está en el volumen Felicidad clandestina.

Es un cuento diáfano. Varios invitados a un almuerzo de compromiso esperan en una sala, impacientes, malhumorados de malgastar un sábado entre gente desconocida. Cuando por fin entran en el comedor la incomodidad se vuelve asombro. Les cuesta creer que la anfitriona haya decidido agasajarlos con una
generosidad tan amorosa. En la descripción de la narradora, los pasmosos manjares y su presentación laten con la vida que les ha infundido la cocinera. Hay en esa abundancia “uvas que no ven la hora de ser aplastadas” y “piñas malignas en su salvajismo”. Pero lo más conmovedor es que todo brilla con la energía del desinterés. Está para ser comido, simplemente, y “limpio del retorcido deseo humano”.

Entre la comida y los comensales vibra un apetito mutuo. Se come entonces no para cumplir una costumbre ritual, sino exactamente como en una fiesta, donde la imaginación realza la inmanente violencia de la naturaleza. Un gesto independiente de las estrategias ha abolido las justificaciones. No hay
beneficio añadido en comer, porque entre la comida y el comensal no hay diferencia de rango, y al borrarse la idea de provecho desaparecen también los recelos entre los invitados. “Comí”, dice la narradora, “con la honestidad de quien no engaña a lo que come. Comí la comida aquella y no su nombre”. En ese momento la descripción del placer vacila, porque la narradora comprende que pensar en lo que siente le enturbiaría el presente puro del acto. Flota en la corriente de lo que existe; ni nostalgia ni pasión ni piedad le hacen falta para salvarse, ni explicaciones. El cuento termina con una invocación en presente, quizás al lector, en todo caso a un amigo en el silencio. “Pero tu placer entiende el mío. Somos fuertes y comemos. Pan y amor entre desconocidos”.

Como Felisberto Hernández, como Bruno Schulz, como Virgilio Piñera, Lispector escribió cuentos reñidos con la preceptiva. Argumentos pálidos, casi ningún trabajo de trama, desprecio por el suspenso, finales como puestas de sol en días nublados. Claro que hay un procedimiento poético detrás de la aparente indolencia. Consiste en despojar a la literatura de sus armas de persuasión más flagrantes, renunciar a las organizaciones genéricas y aflojar la estructura hasta el borde de lo amorfo para que en la escritura trasunte algo –la vida conociéndose a sí misma– que siempre parece quedar oculto bajo el empaque del artificio.

El cuento, dijo Goethe, es la narración de un suceso inaudito y completamente nuevo. El Lukács idealista dijo que era la representación desnuda del sinsentido. Los dos estaban impugnando la idea de que hay muy pocas historias que contar. Las dos definiciones, tal vez por su vaguedad, convienen a “El reparto de los panes”. Lo que de nuevo hay en el cuento de Lispector es la aceptación de la vida como es, sin distinciones torturantes entre lo físico y lo espiritual, sin juicio, por alguien que solo ha podido relacionarse con ella mediante el discernimiento. Y el sinsentido está representado en la comida, que solo está ahí para que la coman.

Es un cuento extraordinario: absorbe con la manifestación solapada de lo que debería ser evidente, subyuga con la falta de forma e incita a probar las intensidades del silencio. Pero su ausencia de efectos es tan eficaz que al mismo tiempo da hambre, mérito este que Sartre –a quien la materia no importaba poco– no llegó a comunicar a un texto suyo. Los narradores iluminados son una parte exigua de la historia de la literatura, menor aún de la literatura contemporánea. Incluso dentro de esta cofradía dispersa (Kubin, Mervyn Peake, Radiguet, Guimarães Rosa, elijan ustedes) Lispector fue una excepción. Más que un registro de epifanías diestras o siniestras, la escritura era para ella pasión, a la vez religiosa y sensual. Y el despertar placer, y el amor la gran responsabilidad moral.

 

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