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Poesía

Una muchacha que se parece a mí

Curaduría de Mara Pastor

Tercera entrega de la curaduría de Mara Pastor, dedicada a la poesía reciente de Puerto Rico. Cuestionar "los lugares de la experiencia poética" y hacer "del poema un verdadero lugar de acontecimientos", en esta selección de Margarita Pintado.

Por Mara Pastor.

A continuación, les presento algunos poemas de Margarita Pintado (San Juan, 1981) de su poemario Una muchacha que se parece a mí, premio de poesía del Instituto de Cultura Puertorriqueña 2015. La selección que verán aquí conserva ese gusto por contar historias que cultivamos en nuestros primeros años de amistad, cuando éramos estudiantes de licenciatura en Río Piedras. Nos conocimos y leímos gracias a los talleres de cuento de Mayra Santos Febres, por donde también han pasado muchos otros escritores que han publicado en los últimos años.

Luego Margarita se fue Atlanta, y escribió su tesis sobre la obra del escritor cubano de la generación de Orígenes, Lorenzo García Vega. La relación de Margarita con Lorenzo se volvió íntima, cercana, al punto de que comenzó una novela epistolar junto a su “sujeto de tesis” que titularon Ping Pong Zuihitsu. Cuando nos encontrábamos en conferencias académicas, en donde participábamos en mesas para hablar de esos poetas que no nos cansamos de leer, reaparecían los amigos regados en la academy y podíamos contestarnos “¿qué hay acá de mí?” unos a otros, encerrarnos en una habitación de hotel barata a escuchar música y bailar, hablar muchas veces de nuestras condiciones de trabajo de universidad a universidad, los cursos que dábamos, lo que acontecía en el universo isleño, la posibilidad de regresar a ampararnos bajo techos de concreto y sombrillas al sol.

En estos poemas de Margarita que leerán hay un juego de salirse de la escena o de sopesar su presencia en lo contemplado, a veces con empatía, a veces con una desgarradora dosis de realismo y tristeza. El lenguaje es sencillo y cotidiano. Lo que tiene de cálculo está más bien en el modo en que la perspectiva se vuelve una variable que va acomodándose de distintas maneras a lo largo de las historias. Es un mecanismo de introspección como el que propone Mary Oliver en los versos del epígrafe del libro. Parafraseando a la poeta de Ohio: una mujer ve un zorro en el bosque que no la ve a ella. La mujer piensa, “este es el mundo, no estoy en él. Esto es bello”.

La cita crea un lazo con su primer libro Ficción de venado, que llevaba el título por la foto de aquel venado saliendo de playa Flamenco en Culebra que apareció en youtube. El venado nadaba en el mar y salía como si nadie lo viera. En estos poemas, existe una testigo que sabe muy bien como alterar la relación de sujeto-objeto, de observadora, para crear situaciones de intimidad y hallazgo. La contorsionista, la niña en el jardín de la abuela, la sobrina, la fruta y la muchacha que se parece a ella cuestionan los lugares de la experiencia poética, desplazan la certidumbre y hacen del poema un verdadero lugar de acontecimientos.

 

La contorsionista

Ayer fuimos al circo
Para ver a una contorsionista
Contorsionarse toda
Sobre una plataforma
Mínima como su cuerpo
La gente aplaudía de pie
La contorsionista venía de muy lejos
Según el narrador del circo
De tierras lejanas, la cintura
Como un pájaro loco, girando en círculos
Obscenos. La sonrisa elástica
Los ojos tristes y muy quietos
Me tuve que tapar la cara
En el momento culminante
Cuando la contorsionista deja de ser alguien
Y se convierte en una masita redonda
Pensé que se nos rompía
La mujer-muñeca
Venida de tan lejos.
Yo también vengo de lejos
Yo también me contorsiono toda
Por dentro, como todo el mundo
Sin aplausos ni sonrisa.

 

Sueño con mi abuela

Sueño con mi abuela.
La veo, puntual, en medio del pasillo
llamándome para que la acompañe a ver las rosas.
Soy un palito con ojos grandes.
Una niña que se emociona cuando es hora
de ir a visitar las rosas.
Ahora soy una mujer que se detiene ante todo lo que parezca
principio de rosa. Las veo, bajo el ojo de mi abuela.
Sus risos blancos cayendo sobre su rostro
encendido de flores.
Tiene que pasar mucho tiempo
para darme cuenta de las dimensiones de este rito.
Todo empieza con la silueta delicada de mi abuela
en medio del pasillo. Todo empieza con su voz de rosa.
Todo empieza con esos capullos a punto de abrir.

Todo empieza siempre
cada vez que me veo
detenida delante de una rosa
con los ojos llenos de lágrimas y espinas
queriendo ser la única rosa
en el jardín de una abuela.

 

Ella regresa

Ella regresa
cargada de crayolas
sus manitas pálidas, su boca rosa
para enseñarme el mundo regresa.
Todo revienta en azules y amarillos.
Los ojos se le llenan de pájaros.
Yo susurro algunas cosas.
Me he quedado en blanco.
Ella me mira como se mira a veces a los Adultos.

Le paso el color verde
ella me entrega el azul. Sus ojos
cuando ríen, se parecen a ti.
Me detengo frente al Mar y la veo surgir
detrás de una línea fina de árboles
me da la mano y sonríe.

Brilla el bosque verde en sus ojos negros.

El problema de la tristeza es que se multiplica.

Panes y Peces.

Yo espero un milagro. Para los tuyos.
Para los míos.

Un milagro.

 

Bodegón

La fruta que está en la canasta en donde siempre ha estado la fruta ha desatado en estos días una inmensa tristeza. No se sabe la razón de este como padecimiento que quizá esté vinculado a algún malestar del alma. Hay, por supuesto, momentos más difíciles que otros. Sobretodo por la tarde, la fruta parece querer marcharse. Como si estuviera aburrida de nosotros, o como si quisiera llorar, esta fruta malagradecida. También está el componente de la luz que, depende de la hora del día, aumenta esta sensación un poco de terror, un poco de llanto, un poco de compasión (estos tres ocurren en distintos estadios del día y de la conciencia) que rodea a la fruta. No hemos hablado, él y yo, de esta situación, la situación de la fruta, de la tristeza que ha desatado la fruta, pero sé que él también lo siente. Cada vez es más difícil, por ejemplo, ir al supermercado, contemplar la fruta con cara de perplejo, sentirla en nuestras manos, enojados y melancólicos, regresar a casa cargados de fruta, como si planificáramos una venganza o una tortura. Contra nosotros o contra la fruta, da igual. Ya se nos pasará, digo yo. Ya volveremos a estar bien con la fruta, pensará él. Yo ya he comenzado a perder la fe en esta batalla diaria entre la violencia de nuestra calma y la tristeza que se ha apoderado de la fruta.

 

Una muchacha que se parece a mí

"La muchacha de la película se parece a ti", me dice mientras caminamos a la panadería. Yo no digo nada. Sonrío un poco. Me lo imagino forzando las formas del rostro de la muchacha de la película hasta que, más o menos, se parezca a mí. Tengo este pensamiento, e inmediatamente me agarra cierta culpa. O cierto reconocimiento de mi narcisismo. Me siento mal. Me siento mal por haber sonreído así, a sabiendas de lo que aquella sonrisa significa. Me siento mal por bajar la cabeza, por meterme las manos en los bolsillos y por caminar así, como si hubiera un rumbo claro. Como si supiera a dónde voy. Ya sé que dije que íbamos a la panadería, pero eso lo sabemos ambos y sin embargo, hay en mí cierta determinación que no veo en él. Es como si él buscara otra cosa en ese caminar, un extravío, un pretexto para detenerse aquí y allá, una callada petición de dar vueltas alrededor de mí, una terca voluntad de amarme, a pesar de. Entonces le digo que sí, que es cierto, que la muchacha de la película tiene algo de mí. Le digo que no son tanto sus facciones, sino un aire. Inmediatamente me arrepiento de decir esto. ¿Un "aire"? me siento mentirosa, condescendiente, me siento, no sé, como si estuviera practicando para el personaje de mi persona. Él dice que sí, que sí, que tenemos un aire de familia. Le digo que sí, que es eso, lo del aire. A él le gusta coincidir conmigo. Le digo que la muchacha de la película tiene la boca grande y que la mía es pequeña. Se lo digo como queriendo decir otra cosa, como si lo que dijera en verdad fuera que yo siempre quise tener una boca así: grande, pesada, rosa intenso. Él asiente, y dice que, aunque nuestras bocas no sean parecidas, hay algo en el modo en que levantamos las cejas antes de hablar, antes de decir algo importante, que es idéntico. Es en el gesto armonioso entre las cejas y la boca en donde nos parecemos bastante, dice él, pero con otras palabras. Él lo dice con más vueltas, como imitando su caminar. Le digo que no me había fijado en eso y mientras lo digo me voy dando cuenta de cómo levanto las cejas para decir esto que, francamente, no es tan importante. Me dice, también, que la muchacha parece una niña. Me dice que yo también parezco una niña. Ante esta nueva declaración me descubro tratando de forzar en mi expresión, en mi caminar, en el movimiento de mis manos, una niñez que, además de ser una niñez fingida, forzada, fabricada, es el sustrato verdadero de toda niñez, de mi única niñez. Se aprende a mentir desde temprano. Se aprende a tener conciencia de la mentira casi desde siempre. Aprendemos a ser culpables y a vivir así, de espaldas a la culpa. ¿Por qué me gusta tanto que la gente diga que parezco una niña? No tiene que ver tanto con el miedo a la vejez. De hecho, no se trata de una exaltación a la juventud, sino más bien de una tímida alabanza a la torpeza, a una cierta inocencia que se suele pretender, y que a fuerza de tanto ensayo, se vuelve parte de nosotros. Finalmente le digo que sí, que la muchacha de la película parece una niña, mientras niego, débilmente que yo parezca una niña.

Parece que empieza a lloviznar. Miramos al cielo y después nos miramos. Gotas de lluvia en la punta de su nariz. Me pregunta que si me gustó la película de la muchacha que se parece a mi. "No", respondo sonriendo. "A mi tampoco", dice él más serio que de costumbre. Seguimos caminando, ahora más de prisa porque la lluvia aprieta.

 

De Una muchacha que se parece a mí. San Juan: Instituto de Cultura Puertorriqueña, 2016.

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