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Una resolución no borgeana de algunos temas borgeanos

Sobre El estereoscopio de los solitarios, de Wilcock

"Se abre un mundo nuevo en relación a la literatura fantástica, otra forma de existencia de la imaginación", dice Matías Moscardi mientras escucha a Green Day sobre El estereoscopio de los solitarios, reeditado por La bestia equilátera. "J. R. Wilcock se revela como un heredero de Kafka".

Por Matías Moscardi.

Si en algún texto literario aparece un laberinto, es difícil no pensar en Borges. Los espejos también son borgeanos. Lo son algunos verbos como «fatigué [los anaqueles de la biblioteca]». Hay adverbios borgeanos: «fatalmente» es uno de ellos. Algunas estructuras sintácticas suenan a las sutilezas y refinamientos estilísticos de Borges: «Dicen, lo cual es improbable…». Hay escritores cuyas obras, quizás por la potencia y el impacto que generan, absorben involuntariamente ciertos símbolos culturales que empieza a remitir a ellos y solamente a ellos.

El problema aparece cuando tenemos la sensación de que no existen otros horizontes más allá de esta organización de los signos y sus asociaciones «obligadas». Mientras escribía esto –un texto sobre El estereoscopio de los solitarios, de J. R. Wilcock (1972)– sonaba Insomniac, de Green Day. Recuerdo haber pensado, en un momento de distracción: «nada más alejado de Borges que Green Day». Para escribir sobre Wilcock quería, precisamente, que la banda de sonido del texto no tuviera nada que ver con Borges. Muchas horas después me percaté de una coincidencia que seguramente motivó mi elección inconsciente de ese disco y no de otro: en la tapa de Insomniac –un collage genial de Winston Smith– hay un hombre misterioso con un violín, una radiografía del propio torso en su torso y… ¡un estereoscopio en la cabeza! Es más: esta figura podría ser, sin dudas, un personaje de Wilcock, pero jamás uno de Borges.

Siempre confundí la palabra «estereoscopio» con otra: «estetoscopio», eso que usan los médicos para escuchar el ritmo interno de nuestros órganos. Pienso en el sentido de este equívoco: además del carácter homófono de ambas palabras –«estereoscopio» y «estetoscopio» suenan muy parecidas–, la palabra siguiente del título, que remite a la soledad, ayuda a condensar la imagen cardíaca de un latido solitario.

¿Qué es un estereoscopio? Un estetoscopio es una máquina bifocal del siglo XIX para ver imágenes tridimensionales. Una máquina de ver, como diría Paul Virilio. Pero quizás, acá, «ver» no tenga un sentido óptico sino, literalmente, imaginario; porque la escritura de Wilcock es un artefacto permanente de crear imágenes: una gallina grande como un departamento, «la gallina más autorizada de la industria literaria»; unas muñecas adentro de una cajonera que devienen novelistas, críticas y dramaturgas; una herida gigante, colosal, más grande que un cuerpo; un hombre con la piel transparente; gatos extraterrestres. Sin embargo, es curioso que en los textos breves de este libro no aparezca ningún «estereoscopio». ¿Será la literatura misma el estereoscopio de los solitarios? «La soledad engendra dioses», leemos en el texto de apertura. ¿Será la literatura ese dios de la soledad? Lo cierto es que cuando leemos El estereoscopio de los solitarios –o Hechos inquietantes (1962), o El caos (1974), o El libro de los monstruos (1978)– se abre un mundo nuevo en relación a la literatura fantástica, otra forma de existencia de la imaginación, una resolución no borgeana de algunos temas borgeanos.

Hace poco, La bestia equilátera reeditó El estereoscopio…, entre otros libros de Wilcock. En la solapa de la primera edición de Sudamericana (1998) –con traducción de Guillermo Piro– hay un texto del propio Wilcock que dice: «Describir a los hombres significa ejercer la compasión. En igual medida con todos: las letras no toleran la injusticia». Si Jacques Rancière hubiera leído esta frase, probablemente la habría citado: se trata de «la radical democracia de la letra» que atraviesa como problema teórico el libro Política de la literatura. En El estereoscopio… nos encontraremos con fábulas en donde los protagonistas son animales, seres mitológicos o completamente inventados, pero cuyos actos son a veces felices, a veces mezquinos, o bien violentos, y otras veces nobles. Como sea, la imaginación parece tener todo el tiempo el control –una especie descontrol imprevisible– de estos textos breves que circulan como relámpagos por el estereoscopio.

Como Beckett, Wilcock migra de lengua: del castellano al italiano. Se lee, en su estilo contenido, refinado, preciso, una escritura que carga con el poder de esa lengua bífida, con la que solo un diestro encantador de serpientes podría bailar a la par. Acerquen los ojos al estereoscopio:

«Tendrá que volver a la oscuridad, volver a encontrar la ruta, el tiempo perdido no se recupera nunca».

«El viento frío ha despoblado las calles; en la noche, los jardines oscuros parecen refugios para cualquiera que tenga algo que esconder, el cuerpo o la consciencia».

«Son las seis de la mañana, Marte parece una lágrima roja en la mejilla de la noche».

«En el centro de la habitación cae agua de una esbelta fuente de mármol, ligeramente torcida, porque es real».

Entre la idealización poética y la imperfección de lo real, Wilcock se revela como un heredero de Kafka: no el Kafka leído por Borges en «La biblioteca de Babel», por supuesto. Me refiero al Kafka más deforme, bizarro y animal, el Kafka de chacales, ratones y perros, el Kafka de los mitos ridiculizados o perversos. En esa línea, Wilcock pone el foco de su estereoscopio: vemos, por ejemplo, una sirena en un lago contaminado con el pelo enredado con basura. Lo llamativo y singular de su escritura tiene que ver con la convivencia balanceada entre la elegancia lírica de la frase –ausente en Kafka, cuyo estilo es más bien seco– y la rareza enrevesada de los temas.

Uno de los relatos parece programáticamente el contrapunto borgeano por excelencia. Se llama nada más y nada menos que «El desmemoriado», enfático contraste con «Funes, el memorioso». El personaje de Wilcock, al revés, no recuerda nada: todo lo sucede por primera vez: «engulle piedritas, camina sobre el fuego, se sienta sobre huevos, ladra junto con los perros; en el cine no mira la pantalla, sino a los espectadores; en la iglesia se duerme; no baja las escaleras como todos, sino que prefiere saltar por la ventana; de noche mira la luna o las estrellas, con helado interés; tiene miedo de las moscas y de la leche, se corta la barba en tiras, mordisquea la guía telefónica.»

La famosa serie La dimensión desconocida (1959-1961) empezaba con una locución en off que decía: «Abramos esta puerta con la llave de la imaginación. Tras ella encontraremos otra dimensión, una dimensión de sonidos, una dimensión de visiones, la dimensión de la mente. Estamos entrando en un mundo distinto de sueños e ideas. Estamos entrando en la dimensión desconocida». El relato de Wilcock cierra con una frase contundente que funciona como una plantada de bandera en un satélite narrativo propio, diferencial, irrevocable, una frase que bien podría cerrar el ciclo: «parece improbable un retorno a la normalidad».

 

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