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Una tragedia sin fuegos artificiales

Sobre el último libro de Julian Barnes

Luciano Lamberti reseña La única historia (Anagrama), del escritor británico: "Es una de esas novelas que funcionan como un espejo negro: el mejor reflejo para nuestras vidas". Esta semana Barnes fue, de hecho, el más vendido de nuestro ranking.

Por Luciano Lamberti.

 

El amor, como todas las cosas, tiene la forma de la época. Hay un amor medieval, un amor victoriano, un amor burgués. Un amor de los años cincuenta, de los sesenta, de los setenta, de los ochenta. Hay, como bien lo demuestra Mañana tendremos otros nombres, la novela de Patricio Pron ganadora del premio Alfaguara, un amor del hoy: infinitamente mediado por las redes sociales, por los mecanismos de control del poder, por la frivolidad, la estupidez y el consumismo.

La única historia, la reciente novela de Julian Barnes publicada en Anagrama, si bien es vista desde la actualidad, está lejos de esa concepción del amor, y más cerca de la idea de lo indecible, lo inexplicable y lo que invariablemente desemboca en una tragedia. Una tragedia sin fuegos artificiales: chiquita, silenciosa, pero no por eso menos dolorosa.

La única historia plantea una hipótesis: todos tenemos una historia para contar, y esa historia define nuestra vida. Podemos experimentar decenas de relaciones sentimentales, pero hay una central, la que nos marca, la que nos transforma en quiénes somos. La única historia de Paul, el protagonista, es el reverso de Lolita: chico joven se enamora de señora mayor, casada para más complicaciones, compañera de tenis en el club donde Paul juega habitualmente.

Esa primera parte es el típico relato de iniciación. Paul acaba de salir de la adolescencia, desprecia convenientemente el mundo de sus padres (los adultos) y no sabe qué hacer con su vida (gracias a Dios: no es escritor, ni el alter ego de Barnes). Vive en el Village inglés, un barrio suburbano a veinticinco kilómetros del sur de Londres, y para sus padres ya está en edad de merecer. Pero el mundo le parece hipócrita, frívolo, algo tanto. Como buen héroe, Paul le pide a la vida lo que la vida tal como está no puede darle: es un idealista que contrasta sus aspiraciones con el mundo chato en el que todos vivimos, lo que en general, como sabemos, siempre termina mal.

En ese marco comienza una relación con Susan Macleod, de cuarenta y pico, infelizmente casada. Si los integrantes de un taller literario tuvieran que aprender lo que es un personaje les sugeriría que la sigan a ella, que mezcla en partes iguales bovarismo, decepción, sentido del humor, arrojo y cautela. Susan Macleod tiene, en muchos sentidos, más espesor y sustancia que algunas personas que nos cruzamos en el subte.

El amor que profesan es ideal, genuino, carente de todo interés, romántico, un poco imposible, lo que un joven como el narrador necesita para sentirse heroico. La lucha por atravesar los prejuicios y valores de ese mundo, en los sesenta (la primera ola de la revolución feminista) parece ser el centro de la novela. Y lo es, por lo menos en la primera parte. Porque en la segunda parte arranca otra novela.

No sé si es una idea mía o la saqué de algún lado: en la literatura “antigua” el cuento terminaba con el casamiento. Y fueron felices para siempre. En la moderna (a partir, digamos, de Madame Bovary) el cuento empieza con el casamiento. Y dejaron paulatinamente de ser felices.

En ese contraste entre el deseo, lo imposible, y la vivencia real de ese deseo, se juega el verdadero centro de la novela. También en el contraste entre lo imaginario y lo posible, o entre el amor soñado y la vivencia del amor. Ya en su madurez, Paul lleva una libreta donde anota definiciones del amor, frases célebres que se van acumulando, y que después tacha, vuelve a escribir y vuelve a tachar, como si discutiera mentalmente por el resto de su vida con la idea burguesa del amor, fuera de toda picardía, ironía o cinismo con el que tratamos de esquivar las emociones en la actualidad, con los “sentimientos al aire”.

La única historia es, también, una biografía, con todo lo que eso significa, una reflexión sobre el hecho de madurar y de pudrirse, un canto de cisne para la vieja idea de la literatura que “cuenta una historia”, en contraste con la nueva que muchas veces se limita a la queja o la descripción sincrónica de este breve y confuso momento que vivimos.

Julian Barnes (que fue parte de esageneración dorada que incluye a Martin Amis, Salman Rushdie, Ian MacEwan o el reciente premio Nobel Kenzo Ishiguro: la llamada Generación Granta) parece haber alcanzado esa plácida madurez, que en algunos escritores no lleva necesariamente al aburrimiento y al tedio, sino a la serenidad. Para el que lo haya seguido más o menos durante los años de su trayectoria puede comprobar el doble movimiento de todo escritor que valga la pena ser leído: el cambio y la permanencia. Desde El loro de Flaubert, de 1984, pasando por Entre copas o Una historia del mundo en diez capítulos y medio, Barnes es capaz de reinventarse (a la manera inglesa, por supuesto) y de mantener el ritmo de sus obsesiones y temas favoritos, lo que no es poco decir.

¿Deberían leer esta novela? Sí, mil veces sí. Deberían comprarla y leerla por lo menos una vez, con un ojo en su delicada construcción y otro en sus propias historias de amor, o en la lucha contra los ideales y el desencanto. La única historia es una de esas novelas que funcionan como un espejo negro: el mejor reflejo para nuestras vidas.

 

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