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"Los escritores, en general, son todos unos enfermos"

¿No sabés qué leer? La mesa de recomendaciones del Filba Internacional estuvo ecléctica. Constantino Bértolo, Mariana Enríquez y Juan Sklar dejaron sus listas.

Por Valeria Tentoni. Foto Rodrigo Ruiz Ciancia.

Mariana Enríquez

Juan Pablo Bertazza estuvo a cargo de moderar la mesa en la que se recomendaron largas listas de libros, y arrancó mencionando el tomo de Pierre Bayard, Cómo hablar de los libros que no hemos leído. ¿Qué significa haber leído un libro?, se preguntó, con ese texto. Para comenzar, le dio la palabra a Mariana Enríquez, sentada en el centro y detrás de la fortaleza compuesta por las pilas de libros que llevó hasta La Abadía. La autora de La hermana menor, Los peligros de fumar en la cama y Cómo desaparecer completamente, entre otros, advirtió, antes de arrancar, que había decidido no elegir libros de sus autores favoritos –Faulkner, Borges, King, McCullers– porque se propuso elegir libros y no literatura: “De Borges no puedo elegir Ficciones, a mí me gustan todos los libros de Borges. Y de Faulkner no puedo elegir Mientras agonizo. Son literaturas, todos esos los recomiendo como literaturas. Saqué libros que me marcaron en distintas épocas y son pequeños tesoritos”. Va su lista, con algunos de sus comentarios:

  • La poesía completa de Rimbaud: “Para mí uno de los libros más importantes y que paradójicamente yo creo más influyentes en mi literatura, aunque nadie lo nota (…) Me marcó cuando era adolescente en muchos sentidos, como personaje. Me atraía, tenía un enamoramiento erótico, yo quería un hombre así. Una vez que se me pasó eso lo pude empezar a leer como poeta, notar cierto tono profético que me sigue interesando,  una búsqueda de intensidad muy poco cínica”.
  • La condesa sangrienta, de Valentine Penrose. “Cuando era joven me gustaba mucho Alejandra Pizarnik, y de todo lo suyo La condesa sangrienta. Ella no lo menciona demasiado, en una operación sospechosa, que estaba todo basado en un libro anterior, de una escritora francesa”.
  • The Haunting of Hill House, de Shirley Jackson: “Pionera absoluta del relato de terror y del relato fantástico. Son relatos muy paranoicos, relatos de mujeres encerradas en casas. Es un gótico muy contemporáneo, un gótico de pueblo chico, de mujeres reprimidas, un gótico profundamente protofeminista. Llegué a leerla porque compré un libro de Stephen King que estaba dedicado a ella y la empecé a buscar”.
  • El libro vacío, de Josefina Vicens: “Los libros de escritores acerca de los problemas de los escritores me parecen una de las cosas más aburridas. Sin embargo, este libro es extraordinario. Tiene dos cuadernos, uno donde escribe y el otro donde escribe sobre cómo no puede escribir. Una reflexión sobre la escritura, muy hermosa”.
  • Cumbres borrascosas, Emily Brontë: “Mi novela favorita. Hubiera querido escribirla –no ser ella, pobre, porque la pasó muy mal. Es un libro que me arruinó un poco la vida, sobre todo en la idea del personaje masculino, Heathcliff, que yo vengo reescribiendo desde mi primer libro. Es una obsesión”.
  • Los eunucos inmortales, de Oswaldo Reynoso, peruano: “Es una crónica de la masacre de Tian'anmen en China. (…) Este es su libro más notable. Técnicamente, lo que hace es increíble”.
  • “Dos libros raros de la literatura norteamericana”: Amnesiascope, de Steve Erickson (“hace un pie en el futuro, pero es un futuro apenas ocurrido”) y Try, de Dennis Cooper: “Es un tipo muy extremo, me gusta muchísimo. Este es un libro como para regalarle a Mirtha Legrand: una pareja gay que adopta un niño y ocurre lo más temido, ambos padres se enamoran del niño cuando es adolescente. Es un libro de una incorrección política total, sobre todo porque el autor es gay”.
  • Déjame entrar, del sueco John Ajvide Lindqvist: “Es un libro sobre vampiros pero también sobre el alcoholismo, el aislamiento en los suburbios, sobre los chicos abandonados y abusados”. Tiene dos películas, una versión francesa y otra norteamericana.
  • De Bruce Chatwin, Los trazos de la canción: “Es un libro de crónicas por Australia. Un libro de viajes, muy hermoso y muy chanta. Es una gran crónica por todo lo que miente”.
  • Por favor, mátenme. La historia oral del punk, de Legs McNeil y Gillian McCain: “Es un libro de ascenso y caída de una juventud brilante. Aunque no te interese la música lo podés leer”.
  • The Sandman, de Neil Gaiman: “La mejor novela de los 90 para mí es un cómic. Para mí es la mejor introducción a la alta literatura en literatura popular que leí en mi vida. Tener 15 años y que te caiga esto, es una bendición”.
  • Pubis angelical, de Manuel Puig: “Tiene algo absolutamente moderno y es que toma a una actriz y la historia de sus películas y hace fan fiction, esto es, agarrar a una celebrity e inventarle otra historia. Es mi libro favorito de Puig”.

La ronda siguió con Juan Sklar escritor, docente, autor de Los catorce cuadernos, guionista –por caso, de Ver para leer– y uno de los llamados "Escritores del reviente" en una nota de esta semana en Clarín. “Quiero proponer no tanto títulos, sino una manera de leer. (…) Hay un imperativo moral de la clase media ilustrada y es que leer está bien y es bueno. Y leer es algo que te puede abrir la cabeza o te puede cagar el día. A mí me gusta leer cosas que me gustan. Si un libro no me gusta, lo dejo y se acabó. Detesto la idea de canon, detesto también la idea de ranking. Creo que hay que eliminar la metáfora ‘el mejor libro de la década’ y decir éste es el libro que a mí me gustó más, porque si no se empieza a instalar la idea de canon, la idea de que hay gustos que valen más que otros y así todos terminamos leyendo libros que no nos gustan y haciendo esfuerzo por terminar un libro que nos parece una mierda. Yo leo no porque crea que leer está bien, sino porque si no leo lo paso muy mal. Leo de una manera física, agarro un libro y no lo puedo largar. Me pongo un poco incómodo con el término interesante. A mí los libros interesantes me importan tres pitos. Me gustan los libros que me agarran y no los puedo soltar, que me hacen llorar, reír, que me excitan sexualmente, que me rompen la cabeza. Pero ‘interesante’ es algo que yo puedo decir de algo que, en realidad, no me interesa”, arrancó. También presentó una pila de libros a los que se refirió como sus libros “del abismo o del colapso. Libros que agarré en un momento de mi vida en el cual cuales estaba bastante mal y leerlos me atajaba, o me tenía un poco agarrado del mundo”. El primero fue Leviatán: “Me acuerdo de este libro porque lo comenté con una ex novia que después terminó siendo mi novia, la embaracé y ahora va a ser la madre de mi hijo. Ella es médica y yo le decía: nadie necesita un libro de Paul Auster a las tres de la mañana como se necesita un médico en una guardia 24 horas. Pero yo sí a veces necesito un libro de Paul Auster o de quien sea a las tres de la mañana”. De hecho, llevó otros más del mismo autor, como La trilogía de Nueva York. Ambos con “autodedicatorias”. Luego otros como Just kids de Patti Smith, Ocio de Fabián Casas, Musulmanes de Mariano Dorr, Los abandonados de Luis Mey y María Domecq de Juan Forn. Una foto que le tomó a la pila en su cuenta de Twitter, acá.

“Yo sé que uno se vuelve escritor, empieza como a trabajar de esto, a leer por oficio, porque tiene que estar informado, o porque es el libro de alguien con quien uno se pelea, o es el libro de alguien que habla bien de uno entonces tenés que leerlo, y toda la comidilla política del ambiente literario, pero trato de sacarme de encima lo más que puedo eso y simplemente leer las cosas que me gustan profundamente. Me parece que se genera un problema muy grave cuando en el arte empezamos a desear desear, a querer que nos gusten libros que no nos gustan. ¡Cáguense en quienes recomiendan libros y guíense nada más por su propia intuición! Si el libro no les produce algo físico, ¡tírenlo por la ventana! Me tiene los huevos llenos la literatura que no me conmueve”. La cosa siguió unos eternos minutos más.

Para cerrar, tomó la palabra Constantino Bértolo. Recomendado desde aquí, Mardulce acaba de sacar La cena de los notables, libro de ensayos atravesados, según encontramos ya en el prólogo, por la noción de “la literatura como pacto de responsabilidad”, por la idea del crítico como la de quien interroga en voz alta, y la de que “leemos para aprender a preguntarnos por qué leemos”. Igual de exquisita que ese libro fue la intervención del editor de Caballo de Troya, quien antes de comenzar dijo: “Yo no me considero un escritor. Mi carrera dentro del campo literario ha sido como crítico literario y luego como editor. Tengo mucho respeto por la palabra ‘escritor’ y por los escritores, y al mismo tiempo tengo mi opinión. Mi trabajo como editor me ha permitido tratar a muchos, y digo, como piropo: los escritores, en general, son todos unos enfermos. Cosa que me explico perfectamente; es gente que trabaja sola mucho tiempo, y luego el resultado de su trabajo se juega en un margen muy corto, pendiente de lo que digan los demás, por tanto hay una tensión, no digo una histeria, pero sí que hay una tensión sobre cómo va a ser recibido”. Como traer desde España sus libros favoritos hubiese sido un tanto oneroso, decidió hablar de los libros que le hicieron daño: “Yo creo que existen libros tóxicos y los he sufrido en mi propia vida”.

“No está en mi ánimo amonestar conciencias o poner al día reglamentos estéticos sobre actividades literarias peligrosas, nocivas e insalubres”, advirtió. “se trata de otro tipo de daño, menos moral y más constituyente, más constitutivo de la identidad, porque afecta a la imagen con que nos construimos a nosotros mismos”. Acá va su lista:

  • La imitación de Cristo, de Tomás de Kempis: “Ustedes no saben lo que fue la España católica. Este libro fue mi regalo de primera comunión, me lo hizo mi maestra. Tenía una dedicatoria: ‘Porque no llega con ser bueno, hay que ser mejor’. Apenas recuerdo su contenido. No fueron sus frases las que portaban el daño, sino el hecho mismo de constatar que por leerlo tenía derecho a sentirme mejor, superior a mis compañeros. ‘Oye, que yo leo. Y además leo esto que no entiende nadie’”.
  • Mi Jesús: “Te lo daban para ser bueno. Lo recuerdo como una novela gráfica. Tenía dibujos, sobre todo un dibujo terrible que era el de los diez mandamientos, representados por un puente con diez pilares. Un puente por el que pasaba gente. En el primer pilar caía alguno, en el segundo otros más, en el tercero, en el cuarto más, pero en el sexto (que era, en aquella época, ‘no fornicar’) ¡caían multitudes! Yo preguntaba, desde los 7 años: ‘Papá, ¿qué es fornicar?’ Me respondía: ‘¡Calla, calla, hijo mío!’. Así que tengo que decir que seguramente fue la primera novela gráfica de misterio que leí”.
  • Las aventuras de Robinson Crusoe, de Daniel Defoe: “La soledad física como materia, como idea, como fantasía y como propósito heroico cayó como semilla ávida en el surco propicio que el Kempis había trazado. No digo que esa lectura fuera responsable de esa dañina soberbia que nos hace pensar que a nadie le debes nada y que se puede vivir perfectamente sin tener en cuenta a los demás, pero creo no equivocarme si le adjudico a su lectura los malsanos fundamentos de lo que otros quizás llamen ‘sano individualismo’”.
  • Jeromín, de Luis Coloma: “Es la historia de un bastardo del Rey Carlos V que vive en un pueblo con una familia de campesinos y que un día le vienen a decir que es hijo del emperador. Me encantó y me hizo muchísimo daño, porque empecé a pensar que mis padres, afortunadamente, no eran mis padres tan vulgares, ¡cómo un chico como yo, tan especial, iba a tener esos padres! Y esto me permitió sobrevivir durante mucho tiempo en la primera adolescencia. Tengo que decirles que en la primera adolescencia yo era un niño feo. Afortunadamente gracias a la lectura conseguí pasar a raro”.
  • Las elegías de Duino, de Rilke: “Mi proceso de desplazamiento social, cultural, estético, alcanzó su climax en aquellos días. (…) Supusieron la confirmación de que al fin había conseguido uno de los objetivos de toda persona sensible: tener vida interior. Claro que para un desplazado, la conquista de la vida interior supone lo que supone: avergonzarse de la vida anterior. Es decir, inventarse todo un pasado. El daño (…) acabaría por provocar una especie de vergüenza de clase difícil de desterrar”.
  • El espacio literario, de Maurice Blanchot: “Nada peor que aquel libro para encontrarse sintiendo que lo inteligente era identificarse con lo opaco, lo inefable y lo ambiguo. (…) Un ensayo complejo, cuya complejidad me ayudaba a sentirme, una vez más, elevado, distinto, superior”.
  • Así hablaba Zaratustra, de Friedrich Nietzsche: “Su lectura me volvió febril y osado, alérgico a la debilidad propia y ajena, con miedo al miedo, hospitalario con la canalla, avaro de incumbencias, servil a los halagos, seductor de inconveniencias”
  • El buen soldado, de Ford Madox: “Realmente tóxica, en tanto que manipula con innegable y sibilina habilidad narrativa dos ingredientes extremadamente peligrosos y atractivos para las hábidas sensibilidades estéticas de los recién llegados a las acogedoras playas de las clases ociosas: el amor como nostalgia del yo y la tristeza como noble apartamiento de lo común y prosaico”.
  • Un poema de Borges: “Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca / aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach”: “Este poema convierte el fracaso en literatura, en éxito. La derrota en un espacio de ganadores. El padecimiento en un lujo. Es el ejemplo claro de cómo la literatura puede simplemente teñir de dorado lo que puede estar sucio”.

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