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Carta abierta a mi peor enemigo

Por Alberto Tasso

Uno de los textos que se leyeron en el último Filba Nacional, y de uno de los invitados que jugaron de local: Alberto Tasso nació en Ameghino en 1943 pero desde 1970 vive en Santiago del Estero. Doctor en historia, es autor de libros de poesía, sociología, historia, novela y cuento.  

Por Alberto Tasso.

 

Querido enemigo:

Comienzo llamándote así, ya que la condición de peor no quita la humana que nos hace pares al menos en un aspecto. Ya se sabe que lo cortés no quita lo valiente.

Además compartimos una historia y un tiempo que comprende varias generaciones, y esto nos lleva mucho más allá de nuestras edades; niño, joven y mayor se confunden. Por otra parte, aunque creamos ser dueños de ideas y actos, ellos provienen de una herencia, si quieres un legado, que de una manera u otra nos condiciona, y a veces pesa demasiado. Allí vienen los “arreglos personales” que podemos y debemos hacer con esa herencia.

Aquí estamos, y en los estrictos términos de esta carta voy a considerarte mi enemigo. Aunque el sustantivo es fuerte debo asumirlo, porque la confrontación –especialmente las de ideas, posiciones y políticas- es dura, y hasta durísima, porque en ellas se juegan vidas.

Tú y yo estamos enfrentados, pues, como lo están blancas y negras en un tablero de ajedrez. Aquí estamos. Somos peones, alfiles o caballos. Nuestras torres se oponen, igual que el limitado Rey, que solo puede dar un paso, y la inefable Reina, que puede moverse a su antojo.

Descarto, por obvio, el personalismo de nombres y rostros. Importan más nuestros roles y tareas en el combate. En mi caso soy peón, esto es, soldado, y como tal debo acomodarme a las necesidades de cada operación. A veces manejo lanza y estólica. Otras soy arquero y mi flecha es un lápiz, que si tiene la punta afilada será más penetrante que una punta de proyectil de piedra, aun con pedúnculo.

Ya en tren de confidencias: no me gustan las armas de fuego, aunque fui formado para su uso por las películas del far-west, las novelas policiales de todo tiempo, y el Ejército Argentino, que me entrenó como jefe de la sección tiradores: manejo el FAL y la ametralladora. Como vez, fui educado para el cañón, y por tanto para ser carne de cañón. En consecuencia, afirmo mi preferencia por pensamiento, amor y pluma. Pero si llegara el momento de la espada, también es cierto que no dudaré.

En cuanto a ti, aclaro que no quiero eliminarte, sino sólo vencerte. No usaré el rompecabezas incaico, no deseo comer tus sesos ni beber en el vaso de tu cráneo. Pero estoy defendiendo un territorio y ampliar sus fronteras, invadidas ya hace mucho tiempo, que ahora hostigan nuestra tierra para convertirla en el erial de sus intereses.

La celada de la armadura no deja ver nuestros rostros, y si levantara la mía a pedido del Rey, no vería rostro sino el sólo vacío; le diría que soy el caballero inexistente que imaginó Ítalo Calvino. Más sin embargo existo, esto es, creo existir, hasta que se demuestre lo contrario.

Ahora bien ¿qué defendemos, y qué atacamos? ¿Qué es lo que está en el centro de mi preocupación, y también en el centro del debate público? Se trata de derechos y libertades, los mismos –mutatis mutandi- cuya privación movió a nuestros pueblos originarios a resistir la invasión española y portuguesa, esa experiencia colonial que torció el destino de América, que aún se describe en las aulas como “heroica conquista”.

Los mismos que, tres siglos más tarde y ya en tiempo de la república, los obligaron a resistir (pagando la empresa con sus cuerpos y hasta sus orejas) la esclavización –cuando no la masacre- que a punta de rémington y cuchillo realizó el Ejército Argentino, al mando de Julio A. Roca en la pampa y de Fontana en el Chaco, que esta vez fue denominada “conquista del desierto”.

No me olvido que Domingo F. Sarmiento, el venerado paladín de nuestras aulas, también estimuló la muerte con palabras que no me atrevo a consignar. Por eso su recuerdo está manchado por el alquitrán que arrojé sobre su busto –literariamente, se entiende- a mis 16 años.

Esa triste historia fue repetida durante los 50 años que siguieron por los ganaderos que se creyeron dueños de la Patagonia, y en la colonia Napalpí, en Chaco, por un grupo de asesinos que, para vergüenza del ejército al que pertenezco, usaban uniforme.

Comprenderás, me imagino, ya que creo ser tu par también en materia de comprensión, lo que siento hoy, en el riguroso presente del calendario, cuando veo otra experiencia de dominación del capital internacional sobre nuestros bolsillos, que son un componente central de la economía, la salud y de eso que llamamos bienestar.

Más aún si esta operación está capitaneada por los más altos funcionarios del estado. El dato no es nuevo, pero me enteré recién ayer: el FMI tiene una oficina en el Banco Central de la República Argentina. Para más claro, échale agua.

No, no está oculta la razón del malestar que enfrenta a nuestros roles, no solo por la cuestión nacional sino también por ese complejo poliedro que une raza, género, naturaleza y la cultura libertaria que los comprende en un haz de flechas que llevo en mi carcaj.

Pero ya es hora de empezar. Adelante. La segunda jugada será mía, con las negras.

Alberto Rodolfo Tasso

 

 

Posdata, como aún se dice para rescatar algo de lo no dicho. Me acabo de dar cuenta que debo agradecer tu existencia, que me estimula a doblar la apuesta, a renovar las fuerzas de imaginación, pensamiento, cuerpo y pluma. Como decían los guerreros de la Amazonia: “a tu existencia debo mi conciencia, y a mi conciencia la lucha”. Luego de tu respuesta –que no dudo voy a recibir- podremos hablar cara a cara, al estilo paisano.

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