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Borges y el mundial

"El mismo día de junio, el mismo día exactamente pero, además, a la misma hora, en que la Selección Argentina debutaba en el mundial jugando contra Hungría, Borges ofrecía, en el auditorio de la Universidad de Belgrano, una conferencia sobre la eternidad": Kohan rescata una perla del libro de Matías Bauso: 78. Historia oral del mundial.

Por Martín Kohan.

 

Así como Georges Perec encaró, en un puñado de páginas, la célebre tentativa de agotar un lugar parisino, Matías Bauso parece haber encarado, en casi mil, una tentativa de agotar el mundial ’78. Lo considera en sus casi infinitos aspectos, lo acecha y lo aborda desde ángulos ciertamente distintos, se hace todas las preguntas posibles sobre el tema, desmenuza lo central de su tragedia y de su épica, no menos que sus ribetes laterales, menores, periféricos.

En ese vasto recorrido, tan fascinante como su objeto, Matías Bauso se detiene en un episodio que no es sino una puesta en escena del lugar social de la literatura. El mismo día de junio, el mismo día exactamente pero, además, a la misma hora, en que la Selección Argentina debutaba en el mundial jugando contra Hungría, Borges ofrecía, en el auditorio de la Universidad de Belgrano, una conferencia sobre la eternidad.

La eternidad es, visiblemente, un asunto más trascendente que un partido entre Argentina y Hungría, que es apenas contingente. Pero (tema borgeano) como lo que habitamos es la contingencia, tanto más que la eternidad, ese partido, en la modestia relativa de su significación, resultaba, curiosamente, prioritario respecto de la conferencia. Como si se dijera: puesto que la eternidad, por ser tal, es de por sí intemporal e infinita, bien puede quedar para después. Al contener, como contiene, todos los tiempos, es decir, todos los momentos, bien puede quedar para otro momento. El partido, en cambio, se impone en este ahora, el que todos habitamos, se vuelve impostergable, no puede ser pasado por alto, hay que verlo sí o sí.

A Borges esto no lo afectaba: no le importaba, ni se enteraba, estaba en otra. Del mundial sólo le llamó la atención la voluntad generalizada de no ser holandés, de saltar para no serlo, pero no mucho más que eso. La eternidad, claro, lo interpeló con más intensidad, sobre todo desde la perspectiva que adoptó para la exposición de aquella noche, que fue la de su propia muerte. Tenemos, así, dos acontecimientos paralelos: una conferencia magistral de Borges y un partido del mundial entre Argentina y Hungría.

¿Paralelos? Así parece. Se diría que, por ende, destinados a no tocarse (o a tocarse pero en el infinito, que es inalcanzable por definición). A alguien se le ocurrió, sin embargo, y procedió en consecuencia, que esas dos líneas paralelas podían perfectamente tocarse y confluir: que la conferencia magistral y ese partido de primera ronda podían, por qué no, combinarse, agregarse, coexistir. ¿Qué hizo entonces? Agregó al estrado, a la mesa y al micrófono y al célebre conferencista, una tarima; en la tarima qué puso: un televisor; y en el televisor qué puso: el partido.

En ese gesto había una fe: que la alta cultura (y en rigor de verdad, cierta idea que la cultura media se hace de la alta cultura) y la cultura popular (y en rigor de verdad, esa zona de la cultura de masas a la que se denomina, por mera costumbre, cultura popular) podían perfectamente aunarse: en el mismo escenario del mismo auditorio de la misma universidad, a la misma hora de un mismo día, se ofrecería, a un mismo público, las palabras de Borges y los goles de Bertoni y de Luque.

Falsa ilusión. La iniciativa oximorónica de aquel anónimo futbolero borgeano incurría, por lo pronto, en una desconsideración incluso grosera. No por profanar el aura sacra de la literatura y la filosofía, no por contaminar con la mugre de masas la burbuja aséptica del para pocos; tampoco por distraer casi seguramente la atención del auditorio del inestable discurrir del expositor; sino por encender un televisor justo al lado de un hombre ciego. Es decir que el partido lo estarían viendo todos menos uno. No importa que Borges no quisiera ver el partido; lo cierto es que, aun queriendo, no podía. Colocar el televisor de frente a la platea, con Borges casi detrás, como se hizo, como diciendo “éste igual no puede ver”, ya fue del orden de lo ofensivo.

El público reaccionó y exigió que se retirara el televisor del escenario. ¿Borges dijo algo? Aparentemente no. Iba a ocuparse de su muerte, del hecho fatal de no ser eterno, ¿qué podían importarle un televisor o una expulsión de Tybor Nyilasi? Yo estoy de acuerdo con el reclamo, lo habría respaldado en caso de encontrarme ahí. ¿Qué absurdo de conjunción se estaba intentando esa noche? ¿Qué armonía de literatura y fútbol se estaba queriendo fraguar? El que no quiere perderse un partido, porque está en pleno mundial, renuncia a escuchar a Borges. Y el que quiere escuchar a Borges, porque le resulta un evento imperdible, resigna la visión de un partido. Pretender conjugarlos indica, según creo, una falla literaria, pero también una falla futbolística. Porque no solamente un partido en la televisión molesta en una conferencia de Borges, también una conferencia de Borges molesta al que quiere ver un partido. El imprudente que incluyó la tele adosada a la conferencia de Borges, no sólo desmerecía a Borges, también desmerecía el fútbol. La ocurrencia de sumarlos no es propia de un fanático que ama tanto lo uno como lo otro, sino más bien de un tibio al que ni lo uno ni lo otro le inspira una pasión total. Porque ninguna pasión total, por ser total precisamente, admite otra al mismo tiempo. Si la admitiera, no sería total, sino relativa. Y por relativa, acaso, probablemente, ni siquiera una pasión.

Quitaron el televisor: hicieron bien. Una conferencia literaria con un partido del mundial de fondo (o al costado) era inviable para Borges. Pero lo habría sido también para Fontanarrosa o para Osvaldo Soriano, para Saccheri o para Juan Sasturain (que se habrían quitado ellos mismos, habrían faltado y se habrían ido a ver el partido). Solamente habría sido viable para alguno de esos escritores a los que, gustándoles hacer de escritores, les gusta también hacerse los populares: ceremonia de impostación ideal para sobreactuaciones, farsa doble, falsa escuadra.

 

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