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“Empecé a escribir por estrategia”

Entrevista a Carolina Rack, autora de Rubios naturales (VOX, 2013).

Por Valeria Tentoni. Foto: Christian Broto.

“Escribir es una puesta en práctica; tengo estas ideas, tengo estas herramientas, pruebo y trabajo hasta que resulta algo que más o menos me conforma. En estos días estoy leyendo a Karl Ove Knausgård y subrayé algo que ya se ha dicho de otras maneras, pero esta me pareció bonita: ‘Escribir es sacar de las sombras lo que sabemos’. Me imagino decir esto en noruego y que se muevan las piedras, la escritura como una fuerza sobrenatural, pero también como conocimiento: saber es recordar, escribir es recordar para saber”, dice Carolina Rack.

 

Nació y creció en Coronel Suárez. Viajó a Buenos Aires para estudiar Letras. Terminó y volvió, por amor y por trabajo. Es docente e integra el grupo Acción Creativa, con el que han publicado, por ejemplo, los libros Todos juntos felices y La espuma de las nubes, maravillosas antologías de poemas de chicos que van a los talleres gratuitos que coordinan en los barrios de esa ciudad.

Su primer libro, Rubios naturales (VOX, 2013), es de poesía. Pero ella empezó escribiendo cuentos, de chica: “No tengo mucha continuidad en la escritura. Elijo algún momento, empiezo a escribir, en la mitad lo dejo porque me aburre, por ahí a la semana lo retomo… Pero sin el apuro por generar y terminar un libro. Voy a seguir escribiendo cuentos, pero paralelamente no voy a dejar de escribir poesía. En mi caso son géneros que tienen mucho en común”, cuenta. De una elegancia siniestra, hay en sus poemas una fuerza provocativa, la posibilidad de la catástrofe germinando en el cruce de dos calles silenciosas y arboladas de un lugar en el corazón de la provincia de Buenos Aires. En sus cuentos se condensa la misma potencia; quizás porque están alimentados, como apunta Juan Diego Incardona, también por el universo de la infancia.

 

—¿Cómo te iniciaste como lectora?

—Mis primeras lecturas son del supermercado, de la Cooperativa Obrera, porque en Suárez no había librería. Creo que el primer libro que me compré sola fue Doce cuentos peregrinos, de Gabriel García Márquez; cuando tenía doce me gustaba mucho y me copiaba de lo que leía. En todos mis cuentos hacía calor, por ejemplo. Una cosa ridícula. Era lo que tenía a mano, hasta que descubrí la biblioteca popular y me hice socia. Leía todo lo que podía conseguir ahí. Me encontré con los escritores que admiraba García Márquez, y se empezó a abrir el panorama: Hemingway, Kafka.

—¿Y cómo empezaste a escribir?

—En la escuela, como todos, creo. Me salía fácil, era casi lo único que me gustaba hacer. Después empecé a ir a un taller literario, porque se hacían las competencias de los Torneos Juveniles Bonaerenses, que en esa época tenían por premio un viaje a Europa. Había una conducta adolescente en la provincia muy asociada a eso, buscar dónde podías triunfar para irte de viaje. Entonces, empecé a escribir por estrategia. Para los deportes no era buena.

—¿Ganaste ese viaje a Europa?

—Ah, sí. Participé con un cuento un año, no gané, participé el segundo y pasé al provincial. Y gané el provincial. Así que me fui a España. Tenía unos dieciséis ya. Viajábamos todos los que habíamos ganado en cada disciplina. Era un poco escandaloso, inclusive… El uno a uno, esa época. Lo cierto es que eso me envalentonó; escribía, presentaba a muchos concursos, ganaba cada tanto alguno provincial, zonal, qué se yo. Me entusiasmaba. Cuando me fui a vivir a Buenos Aires desistí de los concursos, me di cuenta que eran medio mentirosos, que ganar no siempre era garantía de que uno escribiese bien. Por esos días, mi vieja se atrevió a sacar un cuento que yo tenía en una carpeta y lo mandó a una bienal en Mar del Plata. Logró una mención. Cuando me enteré me enojé mucho con ella: me había robado un cuento, lo había mandado a mi nombre. Pero lo más gracioso de todo es que el cuento se trataba de una hija que le mandaba una carta a su madre diciéndole que la iba a matar. Al parecer, mi mamá no lo leyó: simplemente agarró uno del montón y lo envió. De alguna manera, el cuento se vengó por mí. Después, cuando empecé la facultad, dejé de escribir durante un montón de años.

—¿Por qué?

—Porque había otro tipo de escritura, que me gustaba y que además era la que me exigía la facultad, que era la académica. Y, además, porque a medida que vas leyendo te empezás a acobardar. Uno se pone más exigente. Pero creo que estuvo bien, igual.

—¿La primera vez que te recordás haciendo poesía? 

—Me acuerdo de uno que podría pensar como el primero; un poema en prosa y de amor, de preadolescente. Seguro lo tiré porque era malo y porque estaba dedicado a un chico que me dejó de gustar enseguida. Fue un texto de resultado efímero, algo catártico. Mantuve durante mucho tiempo esa idea de la poesía, de que solamente funcionaba para desprenderse de malas experiencias o sensaciones y me parecía que reducía la labor literaria a un servilismo demasiado personal. Cuando empecé a leer poetas contemporáneos la idea se fue modificando y entonces empecé a escribir algunos poemas ya no con la voluntad de querer sacar afuera cosas sino de querer acercarlas, de invocarlas o hacerlas más reales.

—¿Qué poetas te acompañaron cuando empezaste?

—Ayudó mucho la lectura de los poetas de los 90. Primero me pasaron un libro de Fabián Casas y acepté porque se llamaba Pogo. Era muy difícil no querer leer un libro con ese título. De ahí pasé enseguida a Daniel Durand, que me gustó mucho más, y una vez que ya estaba leyendo a varios contemporáneos fui a las fuentes: la poesía objetivista, los norteamericanos, retomé algunas lecturas de la facultad, las más clásicas: Sor Juana, Eliot, Darío. Después me entusiasmé con la poesía japonesa, con Maiakovski, con los poetas románticos, sobre todo los más darkies: los nocturnos de Novalis, los poemas tremendos de Espronceda, los del modernista José Asunción Silva. También soy lectora de poesía para chicos, me gustan mucho Laura Devetach, David Wapner, María Cristina Ramos; es muy muy difícil encontrar buena poesía para chicos porque está muy bastardeada pero por suerte a estos grosos las editoriales los publican, confían en ellos y eso construye una base sólida de educación literaria. Me hubiera encantado encontrármelos en mi infancia.

—¿Qué podés decir de tu experiencia docente, en ese sentido?

—Tengo la suerte de trabajar en ámbitos de la educación que están fuera de la enseñanza obligatoria. Eso me permite trabajar con mucha libertad y darme la oportunidad de experimentar y aprender. Un taller de escritura, sobre todo si está integrado por chicos, es un laboratorio del que siempre salen resultados significativos. Por otra parte, es una responsabilidad gigante trabajar la poesía en una clase, seleccionar los poemas, ofrecer actividades que inviten al disfrute, al reconocimiento de los recursos, a una lectura propia y analítica. Es un desafío constante y de ahí surgen a diario conclusiones, preguntas que me obligan a volver sobre lo hecho. Es fascinante, por ejemplo, escuchar a dos chicos de siete u ocho años tomar decisiones respecto a lo que van a escribir, los objetivos que se plantean, los modos que tienen de reapropiarse de lo conocido o de las lecturas previas para construir algo novedoso; ver cómo unos chicos de cinco años discuten la trama de un cuento o encuentran asociaciones impensadas. Implica participar de la construcción de diversas definiciones de la literatura.

—¿Qué es Acción creativa?

—Es el nombre de una serie de actividades que llevamos a cabo con un grupo de personas, que se han centrado principalmente en ofrecer talleres culturales gratuitos en un barrio periférico de Coronel Suárez. Trabajamos en el club del barrio hace ya cuatro años, a los talleres asisten sobre todo chicos y chicas entre seis y quince años, aproximadamente. Pueden optar por fotografía, literatura, teatro, circo y taller de reutilización. Yo coordino el taller literario. Hay un vínculo de los chicos con el lenguaje que es bien desprejuiciado y eso les permite no solo experimentar sino también construir un modo propio de contar, de describir, de usar la palabra; el taller además les ofrece un trabajo con la escritura que busca legitimar esa relación fantástica y libre que tienen con la palabra. Publicar sus textos ha permitido no solo visualizar el trabajo de los chicos sino también poner en evidencia cómo la educación no formal está comprobando mecanismos que funcionan de un modo mucho más eficaz que lo que sigue pasando en la escuela primaria; muchos de los alumnos publicados tienen dificultades para pasar de grado, llegan a los talleres con grandes frustraciones respecto a sus competencias para leer y escribir. Nos relatan esos temores mientras están escribiendo un cuento genial, mientras arman y desarman las palabras para que les entre una rima o puedan resolver un conflicto narrativo, entonces, cuando esos libros llegan a la escuela hay cosas que pienso (espero, sobre todo) empiezan a replantearse o al menos a hacer ruido. Claro que no son cuestiones que se resuelvan de una vez y para siempre, pero confiamos en que los talleres están colaborando con algunos movimientos, con incipientes transformaciones y eso nos deja satisfechos y con ganas de seguir trabajando.

—¿Cómo fue el proceso de escritura de Rubios naturales?

—El libro empezó con unos poemas sueltos, cortos y narrativos, en los que incorporaba algunas palabras de la variante del alemán que se habla en las colonias de alemanes del Volga, en el partido de Suárez; los escribí durante un taller/clínica en Bahía Blanca que coordinaba Daniel García Helder y cuando los leí ahí les pareció que eso ya era parte de una serie, de un libro. Me gustó esa idea, de escribir en serie, y desde ese momento, año 2007, fui sumando poemas; durante el taller la escritura era más estimulante porque había lectores casi inmediatos y muy buenos; más difícil fue escribir después, en soledad. Los poemas que escribí fuera del taller fueron escritos para ser leídos en público: las lecturas son un gran estímulo para la producción. Me cuesta pensarlo como un libro terminado, porque me gusta volver sobre ciertas cuestiones que hay ahí, incluso sobre cómo ha sido recibido el libro en mi pueblo, entonces me imagino que siempre voy a estar escribiendo poemas que podrían engordarlo, haciendo que vaya un poco a la par de lo que escribo.

—¿Se escribe un lugar para habitarlo mejor? ¿Por qué se escribe un lugar?

—Se escribe un lugar para conocerlo mejor, creo, para aceptarlo. En mi adolescencia me fui de mi pueblo en una actitud muy punk rocker, de no querer volver nunca más, porque no me dejaba crecer y esas ideas que tenemos muchos de los que nacemos en pueblos. No reniego de esa actitud, porque fue auténtica y en gran parte es cierta. Hay una canción de Lou Reed que lo resume muy bien: “Smalltown”. Sin embargo, también hay algo en el deseo de volver al pueblo que solamente puedo explicarlo si pienso que se vuelve para aprender, para conocer y aceptar; como un gesto de reconciliación, algo medio religioso, un mambo raro, muy humano por lo frecuente. Entonces creo que escribí para poder vivir otra vez en el pueblo.

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