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La sabiduría del gato

© Astrid di Crollalanza

Por Marc Augé

El texto de apertura de El tiempo sin edad (Adriana Hidalgo): "La edad acorrala a cada uno de nosotros entre una fecha de nacimiento de la que, al menos en Occidente, estamos seguros y un vencimiento que, por regla general, desearíamos diferir".

Por Marc Augé. Fuente foto: Psychologies.

 

La encontramos en el bosque de Marly, abandonada desde hacía bastante, hambrienta, implorante y decidida a no dejarnos volver solos. Estábamos de acuerdo. Mis padres se dejaron convencer. Yo era hijo único. Tenía unos diez años. Crecimos juntos, naturalmente ella más rápido que yo. 

Esta gatita tenía carácter y uñas fuertes que usaba de buena gana, sobre todo cuando me empecinaba en enseñarle algunos trucos, como si fuera un caballo de circo. Mis brazos se cubrieron de lastimaduras pero sufrieron menos que el terciopelo de los sillones de la sala en los cuales, para desesperación de mi madre, se arreglaba regularmente las uñas para asegurar su filo. 

Yo crecí; ella envejeció, en apariencia sin cambiar mucho de aspecto. Se volvió más calma, pensaba con una pizca de maldad, sabiendo que era más bien yo el que había renunciado a provocarla. Ya no arañaba mis manos ni mis brazos y nuestra relación se hizo cada vez menos lúdica, pero sin duda más apacible, casi contemplativa. Le encantaba controlar todo desde el aparador que estaba en el salón, justo detrás de un sofá de respaldo alto que ella misma había destruido. Cuando era joven, se subía de un solo impulso, sin esfuerzo, antes de alcanzar con un saltito elegante su lugar favorito; a veces solía quedarse en el sofá; entonces se acostaba en un equilibrio inestable, con las patas sabiamente dobladas, en el borde superior del respaldo, y me miraba tranquilamente como para desafiarme a hacer otro tanto. Al menos esa era la impresión que sentía ante ese espectáculo asombroso, impresión, con toda verosimilitud, imputable a mis remordimientos de entrenador fallido. Buscaba por sí misma la dificultad: algunas veces la vi tensar sus músculos, fijar la mirada en el lugar deseado para evaluar la altura y lograr la hazaña con un trayecto directo suelo-aparador sin la mediación del sofá. Y luego, insensiblemente, a través de los años, sus fuerzas declinaron. Primero renunció al aparador, luego ya no se tendió en lo alto del respaldo. De buena gana se quedaba acostada largas horas en el asiento del sofá, fiel al lugar, pero en el piso de abajo. Y finalmente tuvo dificultades para subirse incluso al sofá, que se convirtió en el techo de su nuevo retiro. 

Una o dos veces traté de ayudarla poniéndola sobre el aparador; pero si bien percibí que mi iniciativa no le molestaba, la vi desorientada y preocupada por bajar lo más rápido posible. Esa ya no era su altura. Comprendí que había cometido una torpeza, una falta de gusto o, mejor dicho, de modales, y me odié. Tuvo el mismo humor hasta el final, gozando del menor rayo de sol, pegándose al radiador en invierno, enderezando las orejas al menor arrullo de las palomas y, una vez llegada la primavera, recibiendo las muestras de afecto que no dejábamos de prodigarle, con la misma indiferencia benevolente que desde joven había sido su encanto. 

Mounette (es el nombre que le dimos sin desplegar esfuerzos excesivos de originalidad) tuvo una larga vida de gato y murió alrededor de los quince años en el departamento de mis padres que yo había dejado un poco antes. 

Los dueños de animales domésticos les atribuyen de buena gana cualidades de corazón y de alma y decretan que son fieles, leales, sinceros y hasta inteligentes. Esos juicios, además de traducir el carácter neurótico que se les puede asociar, en los dos sentidos, a la relación hombres/animales domésticos, implican el hecho de que por regla general estos no sufren las presiones sociales de todo tipo que se ejercen sobre aquellos: por domésticos que sean, estos animales se percibe que encarnan de manera espontánea cualidades eminentemente naturales. Que nadie se confunda: no estoy tratando de sugerir que mi gato era un sabio. No estudié la psicología de los gatos. Supe de qué se trataba por la imagen. 

Tuve dos gatos después, una pareja de la que sentía que era indisociable. La fuerza de la costumbre, como en los humanos, era por cierto el cimiento de su relación. Cuando eran jóvenes peleaban a menudo, sus juegos incesantes se volvían rápido un enfrentamiento. Por otra parte cuidaban su independencia y cada uno por su lado salían a la aventura cuando vivían en el campo. 

Pero se reencontraban muy pronto y cada noche se acostaban uno al lado del otro con los ojos semicerrados y aire cómplice. Envejecieron juntos y cuando el primero murió, el otro no manifestó una emoción especial, se acostó solo en el mismo lugar pero, a su vez, desapareció unos días más tarde. 

El gato no es una metáfora del hombre, sino un símbolo de lo que podría ser una relación con el tiempo que logra hacer una abstracción de la edad. Nos bañamos en el tiempo, saboreamos algunos instantes, nos proyectamos en él, lo reinventamos, jugamos con él; tomamos nuestro tiempo o lo dejamos deslizarse. Es la manera primera de nuestra imaginación. La edad, por el contrario, es el descuento minucioso de los días que pasan, la visión en sentido único de los años cuyo total acumulado, cuando se enuncia, puede sumirnos en el estupor. La edad acorrala a cada uno de nosotros entre una fecha de nacimiento de la que, al menos en Occidente, estamos seguros y un vencimiento que, por regla general, desearíamos diferir. El tiempo es una libertad; la edad, una limitación. El gato, aparentemente, no conoce esta limitación. 

No se encontrará aquí un diario, ni memorias, menos una confesión, sino un propósito personal a partir de mi experiencia y mis lecturas. La vida constituye para cada uno de nosotros una larga e involuntaria búsqueda. En este libro he tratado de apuntalar una conclusión que, sin duda, confirmará la intuición de algunos pero sorprenderá a otros porque toma a contracorriente los lugares comunes de la sabiduría popular (“Si la juventud supiera, si la vejez pudiera...”): fuente de saber o cúmulo de experiencias, la vejez no existe. Para darse cuenta de que la vejez no existe basta con llegar a ella. Por supuesto, las enfermedades y debilidades asociadas al envejecimiento están presentes y bien presentes, más o menos pronto, más o menos fuertes, pero no siempre esperan la edad y afectan por igual a unos y otros. 

En cuanto al estado de ánimo y al comportamiento de los viejos, es a menudo inducido por el lenguaje de los menos viejos hasta y sobre todo cuando son bienintencionados. Se ha denunciado en su momento el lenguaje paternalista de aquellos colonizadores que no siempre eran los más cínicos sino, por cierto, los más miopes. ¿Qué adjetivo encontrar para caracterizar al que a veces se emplea respecto de las personas mayores a las que se llama “dependientes” para testimoniarles atención? Pienso en las familiaridades de algunos individuos bienintencionados, enfermeros, enfermeras u otros auxiliares médicos que, por ejemplo, de buena gana le endilgan el “abuelo” o “abuela” a los o las que cuidan y, por una especie de rito de inversión del lenguaje, también tienden paradójicamente a infantilizar a aquellos o aquellas frente a quienes ellos mismos se presentan como nietos. El pasaje del término con el que los nombran “¡Abuelo! ¡Abuela!” al término genérico indiferenciado (los abuelos y las abuelas) va en el mismo sentido. La gentileza y el afecto pueden tener efectos degradantes para aquellos y aquellas que son el objeto, invitándolos, e incitándolos, a deslizarse en una categoría exclusiva y excluyente, una especie de casa de retiro semántica dentro de la cual se sentirán pasivos, regalados y bonachones pero, de todas formas, alienados respecto de los otros. 

La prensa ha dado cuenta hace un tiempo que en algunas casas de retiro se capacita al personal para ayudarlo “a aceptar la necesidad de intimidad que tienen los pensionistas para vivir una sexualidad cada vez más liberada”. La lectura de un artículo de Le Monde 1 dedicado a este tema fue edificante. Revelaba la mentalidad del personal e, indirectamente, los modos de organización que prevalecían en esas casas. Un asistente de enfermería confiesa que la formación le aportó mucho: “Sorprende ver a una persona mayor besando a otra. Antes nos chocaba un poco, ahora los dejo hacer”. Esa prepotencia es lo que se puede considerar chocante. Pero hay algo peor. En efecto, ¿en qué deberían desembocar los coloquios, intercambios, grupos de charla y otras reuniones de formación? El director de un establecimiento propone que, “a plazos”, parejas y cónyuges residentes podrían ser acogidos en habitaciones comunicadas o equipadas con camas matrimoniales”. Dicho de otra manera, la regla actual es la de la separación autoritaria de las parejas apenas ponen un pie en esta reserva para personas de edad “dependientes”. El problema no es el del derecho al amor y al sexo, como pareciera resumir el artículo, sino, más fundamentalmente, el de la libertad individual. Sin ironizar sobre medidas que tratan de actuar “de acuerdo con el sentido común”, según la expresión consagrada, puede verse el alcance de la situación que intentan modificar. Las personas de edad dependientes, ¿deben serlo en todo y para todo? ¿Son menos sensibles que mis gatos? Es muy de temer que con las mejores intenciones del mundo se los empuje a perder lo más rápido posible cualquier veleidad de independencia para abandonarse a la servidumbre voluntaria. 

En sentido inverso, desde hace mucho tiempo tenemos testimonios de sobreestimación de las virtudes de la vejez. Los estereotipos sobre la sabiduría nacida de la experiencia durante mucho tiempo han formado parte de la retórica de la edad. La prolongación de la duración media de la vida le ha dado un golpe mortal: al menos en Occidente la edad avanzada se trivializa y ha perdido su carácter de excepcionalidad. Por sí sola ya no asegura el prestigio. En nuestra sociedad de la imagen, para obtener un beneficio mediático, es necesario batir récords de longevidad (gloria por definición efímera...), o realizar grandes hazañas (deportivas, teatrales, literarias o políticas...) a pesar de la edad. Pero los casos excepcionales confirman el mandato que pesa sobre los abuelos y las abuelas: el viejo prestigioso, hoy en día, no debe aparentar su edad. Porta, ante todo, la marca de la negación.

Sin negar lo que fuere, y sobre todo la evidencia, no se puede cuestionar una categoría del pensamiento, la edad, que, con apariencias de objetividad vinculadas a la cuantificación, puede llevar a exclusiones dramáticas de la vida social efectiva, es decir, singular y consciente. ¿Puede decidirse por decreto el grado de lucidez y de inteligencia de un ser humano? 

Como el problema de la edad se vive en todos sus aspectos... y a cualquier edad... es la experiencia humana esencial, el lugar de encuentro entre uno y los otros común a todas las culturas, pero un lugar complejo y contradictorio en el que cada uno de nosotros podría, si tuviera la paciencia y el valor, medir las semimentiras y semiverdades de las que su vida está colmada. Todos son llevados un día u otro a interrogarse sobre su edad, desde uno u otro punto de vista, y a convertirse, así, en el etnólogo de su propia vida.

 

1 Manon Gauthier-Faure, Le Monde, París, 9 de agosto de 2013. 

Tomado de El tiempo sin edad. Etnología de sí mismo, de Marc Augé. Adriana Hidalgo, Colección Fuera de serie. Agradecemos a la editora el permiso de publicación del presente texto.

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