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Morir en el agua

Dos mujeres en la costa (1898), Edvard Munch

La sumersión final: algunas ideas en maelstrom alrededor de Jeff Buckley, Flannery O'Connor, John Everett Millais, Edvard Munch, Héctor Viel Temperley, Alfonsina Storni y Virginia Woolf.

Por Valeria Tentoni.

Si no escucharon a Jeff Buckley deberían hacerlo ya mismo. Hacerlo por primera vez es el equivalente a inaugurar en los parlantes, por ejemplo, la voz de Joni Mitchell. Un hisopo de miel a 100 grados centígrados, la llaga que produce esa quemadura jamás cicatriza; supura un oro negro y reluciente que lo contamina todo en adelante. En agosto de 1994, Buckley grabaría su único disco de estudio: Grace. “Está la luna pidiendo quedarse / hasta que las nubes me vuelen lejos. / Bien, está llegando mi hora; / no tengo miedo a morir”, canta en el tema que le da nombre, esperando en el fuego. “¡Pero va tan lento!”, se lamenta o ruega, al final.

Buckley, que compartió con su padre, también músico, en total, una semana de vida, a los ocho. Buckley, cuyo padrastro, un mecánico, le regaló su primer disco de Led Zeppelin.

Estaba a punto de grabar su segundo disco, My sweetheart the drunk. La banda venía en camino, desde Nueva York, para entrar en sesiones de estudio. Fue un miércoles, de noche: un hombre en un transbordador, andando en el largo río Misisipí, lo avistó. Había desaparecido una semana atrás, en un extraño episodio: Buckley y un amigo estaban yendo a un ensayo en Memphis, y decidieron descansar un rato en el río Wolf, que nace en el bosque Holly Springs y desemboca en aquel otro. Jeff se metió al agua completamente vestido y comenzó a nadar. Pasaron unos barcos, levantaron un oleaje. Su amigo lo perdió de vista. Todo eso que era tan real lo perdió de vista. Lo buscaron con lanchas, helicópteros, submarinistas.

Hay una foto de Buckley acostado en una cama portátil blanca, respondiendo entrevistas en la sala de conferencias de un hotel de Orlando. La sacó Merri Cyr, que le tomó varios retratos. Esa foto es la única en blanco y negro de una serie de tres: en la que sigue está girado, acostado de lado, y en la otra también de lado. Pero sonriendo. En la imagen uno, mortuoria, boca arriba, la cara de Jeff Buckley flota en el fulgor de un universo que desaparece. Prácticamente, lo único que concentra el color negro del total de píxeles es su pelo. ¿Qué cosa que todavía no puedo decir sobre esa foto y sobre cómo augura el destino de ese animal divino está dicha ya en la decisión de colores que toma Cyr? ¿Qué cosa en la expresión de las cejas y la boca, zonas de la cara en las que, por excelencia, se estacan los humores? 

¿Qué cosa en ese pelo, dispersándose, abriéndose alrededor de su cabeza sobre la almohada como en la Ofelia de John Everett Millais? La pintura es de 1852 y está conservada en la Tate Gallery de Londres. Millais, un niño prodigio cuyo genio se reveló a sus 4 años edad. Un detalle del total de ese cuadro ocupa la portada de Del amor y otros demonios, en su versión de Editorial Sudamericana, de Gabriel García Márquez. Muestra la muerte cenagosa de la chica que en Hamlet canta mientras junta flores como si no se estuviese ahogando. Según lo cuenta Gertrudis, fue cerca de “un sauce que crece a las orillas de ese arroyo, repitiendo en las ondas cristalinas la imagen de sus hojas pálidas. Allí se encaminó, ridículamente coronada de ranúnculos, ortigas, margaritas y luengas flores purpúreas, que entre los sencillos labradores se reconocen bajo una denominación grosera, y las modestas doncellas llaman dedos de muerto. Llegada que fue, se quitó la guirnalda, y queriendo subir a suspenderla de los pendientes ramos; se troncha un vástago envidioso, y caen al torrente fatal, ella y todos sus adornos rústicos. Las ropas huecas y extendidas la llevaron un rato sobre las aguas, semejante a una sirena, y en tanto iba cantando pedazos de tonadas antiguas, como ignorante de su desgracia, o como criada y nacida en aquel elemento. Pero no era posible que así durarse por mucho espacio. Las vestiduras, pesadas ya con el agua que absorbían la arrebataron a la infeliz; interrumpiendo su canto dulcísimo, la muerte, llena de angustias”. Los sepultureros, a cargo de su cuerpo, más adelante, dudan. ¿Hubiesen dudado también así del que cantaba el último adiós? “Ve aquí el punto de la dificultad. Si yo me ahogo voluntariamente, esto arguye por de contado una acción, y toda acción consta de tres partes, que son: hacer, obrar y ejecutar, de donde se infiere, amigo Rasura, que ella se ahogó voluntariamente. (…) Mira, aquí está el agua. Bien. Aquí está un hombre. Muy bien... Pues señor, si este hombre va y se mete dentro del agua, se ahoga a sí mismo, porque, por fas o por nefas, ello es que él va... Pero, atiende a lo que digo. Si el agua viene hacia él y le sorprende y le ahoga, entonces no se ahoga él a sí propio”.

“El que no desea su muerte, no se acorta la vida”, en el trazo indeleble de Shakespeare. ¡El deseo, los deseítos! El deseo, dice. “Me llamaron Alfonsina, que quiere decir dispuesta a todo”, le escribió la autora de La inquietud del rosal a un amigo en una carta. Una vida impaciente que se consume, en uno de esos poemas, y la suya también. Porque ¿qué es la impaciencia sino la aceleración del deseo? 

Alfonsina, que esa mañana había intentado comprar un arma y no se la vendieron porque las mujeres no podían portarlas todavía. Que había intentado sumergirse antes en el Río de la Plata y también en el Tigre, interrumpida por la conversación intempestiva de un conocido que pasaba por ahí.

Pero en esa otra costa encontraron un zapato negro, de gamuza, sobre la escollera. 

Hay un poema de Héctor Viel Temperley en Febrero 72/ Febrero 73 que dice: “Pasé una vez la lengua / por la sal / de un zapato. / Por la sal de un zapato / me partieron / las hélices. // Ahora quiero / que sólo el mar / sea el mar, / sólo su sal / la sal. / Que no me quede chica”.  Hay un poema de Héctor Viel Temperley, “El Nadador”, que dice: “Soy el nadador, Señor, soy el hombre que nada. / Tuyo es mi cuerpo, que hasta en las más bajas / aguas de los arroyos / se sostiene vibrante, / como en medio del aire. / Mi cuerpo que se hunde / en transparentes ríos / y va soltando en ellos / su aliento, lentamente, / dándoselo a aspirar / a la corriente”. Que dice: “Las aguas como lonjas de una piel infinita”.

“Sabemos que los muertos flotan, pero no sabíamos que el agua tuviera tanta fuerza”, escribe Soledad Castresana en Contra la locura. Un mediodía, un grupo de chicos vio algo extraño en el río Ouse, que desemboca en el Canal de la Mancha, en Inglaterra. Era el cuerpo de Virginia Woolf. Se había metido en esa manga de agua con los bolsillos cargados de piedras unas tres semanas atrás. Unos días antes de ese 28 de marzo de 1941, la escritora había vuelto a casa de un paseo con toda la ropa mojada.

A su marido le mintió que se había resbalado. 

Virginia, que solo logró permiso de acceso a la biblioteca de su padre ya entrada en la adolescencia. Virginia, que lo intentó por primera vez tirándose por la ventana. Virginia, que lo intentó por segunda vez tomando veneneo. “Tiene que haber una forma más simple, un camino menos laborioso”, patalea la protagonista de su quinta novela, Al faro. En esas páginas se describen ciertas preguntas con el adjetivo “indisolubles”. Se leen líneas como: “Y de nuevo se sintió sola en presencia de su vieja antagonista, la vida”.

En varios de los relatos de Woolf la escenografía a la que arriban o de la que escapan los personajes es la de una fiesta (se podrían cruzar esas fiestas con las que da el gran Gatsby; la luz del faro y la luz de la casa de enfrente). Los jardines son los refugios para los invitados, lugares donde dos desconocidos pueden odiarse y decirse cosas como “Tal vez no esté interesado en la belleza”, antes de separarse para siempre. Las mujeres de Woolf, por lo general, sienten su corazón apelmazado en esos eventos. No saben qué ponerse, lo que visten las disfraza en su contra. No saben cómo moverse ni a quién querer. Es una fiesta también el epicentro de Mrs. Dalloway, donde escribe: “Nada existe fuera de nosotros excepto un estado de ánimo”. 

Hay un relato suyo que se llama, justamente, “La fiesta”. La mujer que llega y encuentra la casa entre todas las que tienen las luces encendidas dice: “Algo ha borrado mi rostro. (…) La gente pasa delante de mí pero no me ve. Ellos sí tienen rostros”. El piso de realidad está, claro, alterado con fantasmagorías. Parece un cuento escrito por Woolf en territorios submarinos, aguantando la respiración. Podría pensarse que es el último elemento, el elemento conclusivo de la serie. En la edición de sus cuentos completos de Ediciones Godot la serie termina con otro relato, pero: “La marea”. Allí, un pueblo pesquero completo, por las noches, se hunde en el mar. No es un mal extremo para la serie de todos modos, solo que el otro parecería cargar con una contundencia diferencial, con la biografía de la escritora a vista.

En "La fiesta", la narradora se maravilla ante los invitados, espectros que están consultando la gran biblioteca del dueño de casa: “La masa de sus cuerpos, lisa como la de las estatuas de piedra, se acumula más allá de las ventanas sin cortinas contra algo gris, tumultuoso y también brillante, como agua”. 

—Pero no existen. ¿No ve la laguna a través de la cabeza del Profesor? ¿Acaso no ve el cisne nadando a través de la falda de Mary?

Así la acomoda el anfitrión, justo antes de ingresar en una conversación literaria. En el centro de ese relato hay este diálogo abisal entre ellos:

—El habla es una vieja red rota, de la cual se escapan los mismos peces que uno intenta atrapar. Quizás el silencio sea mejor. Intentémoslo. Acérquese a la ventana.

—Cosa rara, el silencio. La mente se convierte en algo así como una noche sin estrellas, y luego un meteoro, espléndido, atraviesa el cielo oscuro y se extingue. Nunca agradeceremos lo suficiente por este tipo de entretenimiento.

—Ah… ¡somos una raza muy desagradecida! Cuando observo mi mano sobre el alféizar y pienso en el placer que me ha dado, cómo ha tocado seda y arcilla y muros cálidos, cómo se ha recostado sobre el césped húmedo o ha tomado Sol, ha permitido que el Atlántico la salpicara a través de sus dedos, cómo ha cortado campanillas y narcisos, y ha arrancado ciruelas maduras; cómo nunca, ni por un segundo desde que he nacido, me ha dejado de avisar si algo está caliente o frío, húmedo o seco; cuando pienso en todo esto, me sorprende que pueda usar esta composición de carne y nervios para escribir sobre el abuso de la vida. Y sin embargo, eso es lo que hago. Cuando me detengo a pensar, la literatura es el registro de nuestro descontento.

—Nuestro escudo de superioridad. Nuestra declaración de preferencia. Admítalo: usted prefiere a la gente que no es feliz.

—A mí me gusta el sonido melancólico del mar distante.

—¿Por qué se está hablando de melancolía en mi fiesta?

Es increíble la vitalidad del tercer parlamento en la pluma de Woolf. Recuerda a la increíble vitalidad de las crónicas de viaje de Vladimir Maiakovski (editadas por Entropía: un pequeño librito rojo, ¡no lo dejen pasar!), redactadas apenas cinco años antes de reventarse el corazón de un tiro. ¿Los suicidas atravesarán, antes de ingresar definitivamente en el whirpool de los desesperados, por una última e intensísima fascinación por la vida?  

Más adelante en esa fiesta de Woolf, otro párrafo: “En medio del océano, sin nada alrededor, nuestro pequeño bote (…) a salvo, rodeado, se derrite allí donde la noche descansa sobre el agua. Allí disminuye y desaparece, y nosotros, sumergidos, sellados en frío como piedras lisas, ampliamos nuestros ojos de nuevo”. ¿Ansían, en la muerte, una intensidad inédita, superior a la que han conseguido hasta entonces? ¿La ampliación del campo de batalla? La narradora de otro relato, “Compasión”, calcula: “¿Brillará el Sol sobre el cristal y la plata el día que yo muera? El Sol franjea un millón de años en el futuro; un amplio camino amarillo, recorriendo una distancia infinita más allá de esta casa y de esta ciudad, llegando tan lejos que no hay más que el mar”. 

Qué inservibles, qué fatuas son preguntas como estas. Son, no lo ignoro, una canallada. E igual las hacemos, nuestro barquito chapoteando en el océano de esos ojos. Y es que al hacerlas para informarnos por ellos las hacemos, a la vez, para informarnos por nosotros: lo que algunos llaman morbo o interés malsano podría llamarse, también, posición ante el misterio.

En “La fascinación de la piscina”, de Woolf, leemos: “Quizás esa era la razón por la cual el agua era tan fascinante, porque guardaba todo tipo de ideas, quejas, confesiones sin publicar, sin pronunciar. Más bien existían en ella en un estado líquido, flotando unas sobre otras, casi incorpóreas. Los peces podían nadar a través de ellas, pero la hoja de un junco las cortaba en dos; y la Luna era capaz de destruirlas con su gran plato blanco. El encanto de la piscina era que los pensamientos habían sido abandonados allí por gente que se había ido y, sin sus cuerpos, estos pensamientos merodeaban de aquí para allá en la piscina libre, amistosa y comunicativamente. Entre todos estos pensamientos líquidos, algunos parecían adherirse a otros formando gente reconocible solo por un instante”. La luz de la luna, en Woolf, es mortuoria (“Blanca como la muerte”, leemos en “El símbolo”). Luego en el relato, los pensamientos abandonados a esa flotación comienzan a encontrarse, a pronunciarse. Nadan alegremente y cobran entidad. De repente uno se distingue: “Una voz tan triste debe venir de lo más profundo de la piscina. Se alzaba por sobre las otras como una cuchara que recoge todo lo que hay en un cuenco de agua. Esta era la voz que todos deseábamos escuchar. Todas las voces se desvanecieron amablemente hacia el costado de la piscina para escuchar aquella voz que parecía tan triste. Seguramente sabía cuál era la razón detrás de todo esto. Porque todos querían saber”.

El chico al que bautizan en el cuento “El río”, de Flannery O’Connor, nunca antes había estado en un bosque. Conoce ese mundo de la mano de la niñera, que lo tiene a cargo durante el día entero después de irlo a buscar a su casa, de rescatarlo de un océano de colillas de cigarrillos aplastadas en la alfombra, una heladera vacía y una soledad diminuta, en el centro del sueño de resaca de sus padres. Lo lleva a una ceremonia religiosa y le avisa al predicador que es un chico que todavía no ha sido acariciado por la gruesa palma de dios.

—Si te bautizo —dijo el predicador—, podrás ir al Reino de Cristo. Te bañarás en el Río del Sufrimiento, hijo, e irás por el profundo Río de la Vida. ¿Quieres?

—Sí —respondió el chico, y pensó: “Así no tendré que volver al apartamento, me hundiré en el río”. 

Tarde o temprano la niñera tenía que devolverlo, pero el chico recuerda bien el camino al agua —nadie olvida la senda hacia las cosas que lo han fascinado— y viaja hasta ahí por su cuenta.

“Tan solo veía el río, resplandeciente con un amarillo rojizo. Se metió en él saltando, con los zapatos y el abrigo puestos, y tomó una bocanada de agua”. Como Jeff Buckley, se metió vestido. “El abrigo flotaba en la superficie y lo rodeaba como una extraña y alegre hoja de nenúnfar, mientras él sonreía al sol”, como los trajes de Ofelia. “No quería perder más tiempo. Metió la cabeza en el agua y empujó hacia abajo”. El agua rechazaba al niño, un hombre corría a rescatarlo. “Se sumergió una vez más y ahora la plácida corriente lo tomó como una mano larga y gentil y lo empujó rápidamente hacia delante y hacia abajo. Por un momento, lo sobrecogió la sorpresa; después, como se movía de prisa y sabía que iba a alguna parte, toda la furia y el miedo le abandonaron”.

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