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La mesa de hierro

Un cuento de Jane Bowles

"Ningún otro escritor contemporáneo puede producir constantemente una sorpresa de esta calidad, esa sorpresa que es el ingrediente esencial del gran arte. Jane Bowles trabaja casi exclusivamente con este bien escaso", escribió John Ashbery sobre ella. Aquí, uno de los cuentos que componen Juego de damas.

Por Jane Bowles. Traducción de Gabriela Bejerman.

 

Se sentaron al sol, la vista abarcaba el gran bulevar recientemente construido. El mozo había arrastrado una vieja mesa de hierro desde la otra punta del hotel y la había ubicado sobre el cemento, junto a un cantero de flores semivacío. Una cuerda atada a varias estacas dividía el jardín del hotel de la vereda. Solo unos pocos huéspedes estaban sentados al sol. Ese pueblo no era un centro turístico y no había muchos anglosajones. La mayor parte de los huéspedes eran españoles.

–Toda la civilización se está cayendo a pedazos –dijo él.

La voz de ella sonó llena de pesar:

–Es cierto.

Cada vez era más impredecible la forma en que respon- día a sus continuas quejas acerca de cómo Occidente esta- ba contaminando la cultura musulmana. Hoy, como él estaba muy irritable y con ganas de discutir, enseguida se mostró de acuerdo.

–Se está cayendo a pedazos a una velocidad galopante –dijo ella, y su tono fue sepulcral.

Él la miró sin la más mínima luz en sus ojos azules.

–Hay lugares donde la cultura ha permanecido in- tacta –anunció como por primera vez–. Si nos fuéramos al desierto no tendrías que enfrentarte a todo esto. ¿No te encantaría?

La estaba castigando por haberse mostrado de acuerdo con él tan rápidamente. Sabía que no tenía ningún deseo de ir al desierto y también sabía que según ella ya no había forma de escaparle a la Revolución Industrial. Sin darse cuenta, él había provocado la pelea que buscaba.

–¿Por qué me preguntas si me gustaría ir al desierto si sabes perfectamente que no quiero ir? Hemos habla- do mil veces del tema. No pasan dos días sin que lo ha- blemos.

Aunque el sol le pegaba fuerte en el pecho y lo sentía como si estuviera prendido fuego, muy adentro todavía percibía esa fría corriente que parecía correr cerca de su corazón.

–Bueno –dijo él–. Es que tú cambias de parecer. A ve- ces dices que te gustaría.

Era verdad. Ella cambiaba. A veces iba corriendo hacia él con los ojos brillantes. “Vamos”, le decía, “vamos al de- sierto”. Pero nunca lo decía cuando estaba sobria.

En la voz de él había algo melancólico, y ella recordó que prefería sentirse irritable antes que desconsolada. Para poder seguir conversando dijo:

–A veces tengo ganas de ir, pero eso solo pasa cuando he bebido un poco. Cuando no he bebido nada, simple- mente me da miedo.

Se dio vuelta para mirarlo, entonces él se dio cuenta de que otra vez ella tenía esa mirada atormentada.

–¿Piensas que debería ir? –le preguntó ella.

–¿Ir adónde?

–Al desierto. A vivir a un oasis –pronunciaba las pala- bras lentamente–. Tal vez eso es lo que debería hacer, porque soy tu esposa.

–Solo debes hacer lo que realmente tengas ganas –dijo él. Hacía doce años que trataba de enseñárselo.

–Lo que de verdad quiero... Bueno, si vas a ser feliz en un oasis entonces tal vez es eso lo que realmente quiero hacer –ella hablaba con vacilación y una nota de duda en la voz.

–¿Qué? –él sacudió la cabeza como si se hubiera enganchado con una telaraña–. ¿Cómo dices?

–Lo que digo es que si fueras feliz en un oasis entonces yo también sería feliz. Las esposas sienten un gran placer al hacer felices a sus maridos. De verdad, es así, más allá de si es algo moral.

Él no sonrió. Estaba de muy mal humor.

–Tú te irías a un oasis porque quieres escapar de la civilización occidental. Pero con mis amigos siempre decimos que ya no hay posibilidad de escaparle. Y no tiene nada de divertido sentarse a hablar del proceso de industrialización.

–¿Qué amigos? –le gustaba hacerla sentirse aislada.

–Nuestros amigos –en realidad, hacía muchísimos años que no veía a la mayoría de sus amigos. Se volvió hacia él con cierta violencia–. Creo que vienes a estos países para poder quejarte. Estoy cansada de escuchar la palabra “civilización”. No tiene ningún sentido. Y si lo tiene ya me lo olvidé.

El momento en que podrían haber sentido ternura ya había pasado, y secretamente ambos se alegraban de ello. Como él no le contestó, ella siguió:

–Es que no tiene el más mínimo interés sentarse a ver cómo van desapareciendo esos disfraces uno por uno. Ni siquiera es interesante hablar de eso.

–No son disfraces –dijo él modulando con claridad–. Es simplemente la ropa que usa la gente.

A ella estos cambios la amargaban tanto como a él, pero creía que sería muy poco delicado de parte de ambos mos- trar un mismo pesar. Algún día, sin dudas, eso ocurriría. Un pesado dolor silenciaría la disputa entre los dos. Lo compartirían y no podrían mirarse a los ojos. Pero mientras pudiera, ella iba a seguir posponiendo ese momento.

 

 

 

 

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