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“Un misterio no tiene por qué resolverse”

Entrevista a Luciano Lamberti

El autor de El asesino de chanchos y El loro que podía predecir el futuro habla su primera novela, La maestra rural (Penguin), en la que mezcla el género fantástico de folletín con las búsquedas literarias de los clásicos: “En el interior hay una realidad por momentos tan inverosímil, tan extraña que el realismo no alcanza”, dice.

Por Patricio Zunini.

Con la publicación de La maestra rural (Penguin), el escritor cordobés Luciano Lamberti dejó de ser una de las voces «más prometedoras de la literatura argentina contemporánea» para consolidarse en una realidad. Luego de un libro de poemas, la nouvelle Los campos magnéticos y los volúmenes de cuentos Sueños de siesta, El asesino de chanchos —al decir de Juan Terranova en Los gauchos irónicos, uno de los libros de ficción que «mejor resuelve el aquí y ahora en el que se presenta la tradición argentina y la influencia de la literatura norteamericana»— y El loro que podía adivinar el futuro, elegido por la Revista Ñ como uno de los mejores libros de 2012, Lamberti publica una primera novela desde la que parte del realismo de los primeros cuentos para desembarcar en el género fantástico de los últimos. La novela avanza a través de un coro de voces buscando resolver el misterio que se oculta detrás de una poeta desconocida de un pueblito de Córdoba y su hijo. ¿Son desquiciados, son distintos, son demonios, son parias, son el aviso del fin del mundo?

—Quizá tenga que ver con las teorías de Piglia acerca de la conspiración—dice Lamberti—. Él ve a Borges y a Roberto Arlt como escritores de complots, que siempre hablan de sociedades secretas a las que el lector puede acceder hasta cierto punto. Siguen siendo secretas y misteriosas incluso después de que terminás de leer.

Hay muchas referencias a la literatura: de Juana Ibarbourou a Robert Frost, de Carver a Emily Dickinson. La trama puede ser “clase b”, pero tiene muchas menciones de “alta literatura”.

—El lector que tengo en la cabeza mientras escribo tiene esos conocimientos, me permito hacer esos guiños para que alguien que lea lo que yo leo, que le interese lo que a mí me interesa lo pueda ver, y alguien a quien no le interese siga de largo. Me interesaba poner a Juana Ibarbourou, porque la leía cuando era niño y me parece muy de la primera poesía, muy de la poesía más inocente. También a Gabriela Mistral, que, aunque es una poeta impresionante, hoy es anacrónica. Es el mundo de la mujer que escribe en el interior. Por eso, uno de los personajes le escribe poesías al nietito. Quería que estuviera esa atmósfera que conocí en carne propia.

¿Por qué ponés la acción en un pueblo marginal de Córdoba? Quiero decir —que no se me malinterprete— que escribiendo desde afuera del centro que significa Buenos Aires, llama la atención que prefieras ir aún más allá de la periferia y lleves la acción en un pueblo

—Eso tampoco tiene que ver con algo muy consciente. En esta novela hay algunas escenas que transcurren en Córdoba porque uno de los protagonistas vive en Córdoba y la camina en su locura, pero como es una novela que explotó antes de narrarla, es muy digresiva y va para muchos lados, efectivamente el centro es el pueblo. No es ni una decisión política ni tiene que ver con una defensa del pueblo. Me encanta Buenos Aires, la paso rebién, mucho mejor que en Córdoba y que en cualquier pueblito, pero los escenarios que me ponen a escribir o donde me parece que hay más jugo para mis historias, son esos lugares. Aunque el pueblo sea más chico y todo el mundo se conozca, a la vez hay más secreto. Hay más posibilidades de secreto. También hay algo anacrónico en los pueblos, que no se da en las ciudades más grandes. La textura de la imagen es más cercana a los años 80 o los tiempos en los que pueda transcurrir esta novela, que a la actualidad.

¿Por eso la novela arranca por los 70 y 80?

—Arranca en la época donde todavía hay cierto clima propicio a la historia. Porque además tienen que contar el nacimiento del hijo de Angélica. La novela empezó siendo el diario de Angélica y, como no me alcanzaba, empecé a meter otras voces, otros puntos de vista. Quería llenar a la novela de misterio. A mí me gusta mucho el misterio, especialmente cuando no se resuelve. “Twin Peaks” tendría que haber terminado en la primera temporada. Un misterio no tiene por qué resolverse. Ahí se ve cómo el mal está repartido en todas partes y que no necesitás tener un criminal.

Hablás de “Twin Peaks” y David Lynch también trabaja sobre la idea de lo monstruoso, que en la novela y en tus cuentos también aparece mucho.

—Claro, sí, es algo que me excita para escribir. Me gusta que esté. David Lynch es un genio, los climas que genera son geniales. Es una especie de dios al que aspirar. No es una influencia, es un dios tutelar.

Recién hablabas de los diarios de Angélica: la narración en primera persona te aparece muy frecuentemente. Si no recuerdo mal, todos los cuentos de El asesino de chanchos están en primera. Con La maestra rural, ¿qué te permite el disgregar el relato en tantas voces?

—Creo que la primera persona es una cuestión de época. Hay una especie de saturación de la primera persona en la literatura contemporánea que tiene que ver, quizá, con la cercanía del discurso, con la intimidad que brinda, con la cadencia que uno pueda encontrar en las voces. Me preocupaba mucho que cada personaje tuviera una voz individual, que se pudieran diferenciar. Por ahí la voz de Santiago, que es el otro personaje importante, podría ser el que tenga mi voz, pero también quería trabajar la voz de una mujer mayor...

Hablás de Esther, que tiene un testimonio largo y torrentoso, casi sin respiración.

—Según mi novia, es el capítulo sin puntos ni coma que todo escritor tiene que tener. Todo escritor tiene que hacer el monólogo de Molly Bloom para dormir tranquilo.

No sos un escritor irónico. No escribís ni desde la ironía ni desde la sátira.

—Trato de hacerlo cada vez menos, por ahí me sale la cosa maldita, pero me parece un rasgo de fortaleza dejar atrás la ironía gratuita o la cosa canchera. Trabajar desde lo que realmente siento, lo que me parece que está bien en el mundo. Es difícil, porque la ironía también es un rasgo de época. Foster Wallace estaba obsesionado con eso, los dice mucho en el libro de entrevistas. Él trata de dejar afuera la ironía y de mostrarse tal como es. Que la honestidad sea un valor. Por ahí uno se esconde detrás de capas y capas y capas y está bueno quedar desnudo en el texto.

Hay un personaje, Rulo, un librero, que se parece a Fogwill.

—Sí, es cierto, tiene algo de Fogwill. Me gusta que lo hayas visto. Tiene rulos, es flaco y atlético y se mueve mucho. Tiene esa forma chabacana de hablar, es muy frontal. Yo no lo conocí pero me lo imagino. Lo vi un par de veces a Fogwill, nada más. Sí, tiene algo de Fogwill, pero es una mezcla de varias personas. Tiene algo de la cultura cordobesa también, de gente que resiste, que le pone el pecho, que sigue apostando a la poesía aunque no vea nada más que eso. Es una cosa más setentista, si se quiere.

Me acuerdo del prólogo que escribiste para la nouvelle Cielos de Córdoba, de Federico Falco. Arrancabas con una frase de Homero Simpson: «A lo mejor son sólo cosas que pasaron». ¿Esa frase podría ajustarse también a tus propios cuentos? Porque no la veo sobre tu novela.

—En la novela traté de que haya un acontecimiento. El cuento, por su misma estructura, te da la posibilidad de mirar una escena y apagar la luz. Sobre todo cuando es un cuento realista. En los cuentos de El Loro que podía adivinar el futuro hay una búsqueda del cuento más clásico, en el sentido de que haya un clímax. Pero los de El asesino de chanchos cuentan un pedazo de la vida de un personaje tratando de que sea interesante o divertido, que al personaje le pase algo que lo conmocione, pero nada más. En La maestra rural, en cambio, realmente hay cosas que pasan, hay cambios en los personajes. Tiene que ver también con el género de aventuras.

¿Qué tiene Córdoba con la ciencia ficción y el fantástico? Además de tus libros y de Cielos de Córdoba, que acabo de mencionar, hay también un aire extrañado en la ficción de Carlos Godoy y la editorial cordobesa Nudista publica, por ejemplo, esas novelas maravillosas de extraterrestres de Bob Chow. El género fantástico es más visible en Córdoba que en otros lugares.

—Es raro porque Córdoba es tradicionalmente realista, es una provincia donde la generación anterior, con escritores como María Teresa Andruetto, trabajaban en talleres y formaban gente desde una tradición realista, desde escritores italianos tipo Ginzburg o Pavese. Tanto en poesía como en narrativa. Yo creo que básicamente fue una respuesta al cansancio de esa tradición. Personalmente me interesaba probarme en otros géneros. No quería escribir siempre lo mismo y quedarme en el mismo registro, no quería escribir otro El asesino de chanchos. Hay escritores que lo hacen muy bien y se repiten, como Sergio Gaiteri, que es un escritor realista orgulloso de ser de la escuela de Chejov y Carver.

Autor de La moza, muy lindo libro.

—Muy bonito, sí. Escribió un montón de libros de cuentos que tienen más o menos el mismo funcionamiento. Para él, tocar las mismas cinco notas a lo largo de toda su vida es completamente válido y es lo que quiere hacer. En mi caso, traté de buscar en la literatura más de género —aunque el realismo es un género, pero en este caso busqué en lo que se considera como un género menor. Por otro lado, en el interior hay una realidad por momentos tan inverosímil, tan extraña que el realismo no alcanza. Aunque haya escritores como Francisco Bitar, que es un escritor realista de puta madre, que representa su espacio, su aldea, de un modo genial, yo creo que también se puede hablar del presente de otro modo. Las cosas que perdimos en el fuego, el libro de Mariana Enriquez que acaba de salir, habla muy fuertemente del presente desde el terror. Ella dice que es más fácil escribir un cuento fantástico o de terror sobre el alfonsinismo que escribir un cuento realista sobre el alfonsinismo. Son temas que ya han sido muy transitados y que por ahí una vuelta de tuerca les da más oxígeno.

Hablás de Bitar y creo que tanto él como vos tienen una gran biblioteca clásica detrás. Sin embargo, ninguno de los dos va por el camino de la literatura clásica.

—Mis lecturas son súper realistas; no creo que para escribir terror, ciencia ficción o fantástico haya que leer solamente eso. Es lo que decía Steven Millhauser: si querés escribir fantástico leé a los realistas, y al revés. Stephen King es un escritor súper realista, representa muy bien al pueblo norteamericano idílico antes de que algo terrible lo resquebraje. Se toma el tiempo, trabaja sobre la normalidad y la idea de felicidad del pueblo antes de destruirlo. Me parece muy interesante ese cruce entre géneros. Hoy no creo que nadie pueda escribir siguiendo sólo un género. Hay cruces y ahí está la riqueza.

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