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"Escribir una novela inteligente es lo más fácil que hay"

Entrevista a Damián Tabarovsky

Dice que no le gusta la literatura ingenua, que al progresismo le tiene temor, que "lo peor que puede hacer un editor que también es escritor es competir con sus propios autores", y señala una cuarta vanguardia: el autor de Literatura de izquierda revisita sus obsesiones en El amo bueno (Mardulce), su nuevo libro, porque "todo ya fue dicho, pero algunas cosas hay que decirlas dos veces".

Por Valeria Tentoni.

“¿Estamos escribiendo una novela? ¿No fueron escritas ya todas las novelas? ¿Un tratado de sociología? Por supuesto que no. Es una novela. ¿Pero qué novela?”, se pregunta la voz narradora de El amo bueno, nuevo libro de Damián Tabarovsky, aquí en doble función de autor y editor del sello Mardulce.  

Tres perros, tres ladridos que no quieren ser nada más que lo que son: ladridos. Estribillos para una canción extraña. Un patio, una fábrica, el fantasma de Fogwill, una estación de servicio en la que gotea nafta —la última gotita de un agua oleaginosa, inflamable. Un vecino que entra y sale de su casa, operarios, líneas de colectivos. Cosas que pasan por el sistema de tuberías que los perros, una y otra vez, están a punto de encontrarse con los pozos con que arruinan el pasto. Promediando el libro se promete y se traiciona, en la misma oración, un hasta-acá-llegamos: “Ya no hay más teoría, ensayo camuflado de novela”. ¿Es ahí donde se abre el portal a la cuarta dimensión de las vanguardias que sugiere hacia el final de la entrevista el autor de Literatura de izquierda? ¿Es de ese portal el vidrio sobre el que apoyan sus narices los perros, afuera, en el tiempo suspendido del patio? 

—¿Pensaste a este libro como continuidad del anterior, Una belleza vulgar?

—Varias veces terminé escribiendo dípticos, sin darme cuenta ni proponérmelo. Autobiografía médica y La expectativa pueden ir juntas, son dos novelas que tienen una reflexión sobre la caída social, estructuradas de manera relativamente parecida. Antes, cuando publiqué en el 96 Coney Island —novela que ahora se va a reeditar por El 8vo loco—y Bingo. Hay otras que no, como Las hernias, que quedó sola. Siempre tuve mucha envidia de los pintores, que trabajan en serie. La serie de las catástrofes de Warhol, la época azul de Picasso, lo que sea; en la narrativa es bastante arduo hacer algo así. Escribir una novela tiene una complejidad mayor que pintar un cuadro, pero muchas veces lo pensé en esos términos. Efectivamente, Una belleza vulgar abre una nueva serie, en conjunto con El amo bueno. En ambas intento radicalizar algunas preguntas formales. Creo, cada vez más, que la novela puede politizar zonas del discurso que aparecen a priori como despolitizadas o políticamente neutras, y que esa repolitización pasa por la sintaxis y por la frase. Por la pregunta de qué palabra sigue a qué palabra, qué palabra dejo de lado para terminar una frase, cómo una frase se concatena con otra, y ambas dan sentido. Esas operaciones son de micropolítica. No es lo mismo decir "vidrio" que "cristal": esa decisión bifurca hacia dos universos de sentido completamente diferentes. También trabajo en ambas sobre personajes no humanos —una hojita allá, tres perros acá— con un narrador que ya aparecía en el final de mi novela La expectativa; no queda claro si el que habla es un narrador o un personaje. A Juan Becerra le escuché una expresión y la tomo para mí: la figura del monólogo exterior. En tercer lugar, lo que me interesa problematizar en ambas es la forma novela. Es decir, repensar lo que es una novela contemporánea, hoy, como una máquina de absorber todos los discursos. El ensayo, la poesía. Es decir, no una narración que vaya contando una peripecia, que pare, haga una reflexión filosófica o ensayística, punto y siga. Eso no me interesa. Al contrario, que justamente en ese lugar de la sintaxis, al nivel de la frase, se imbrique narrativa con reflexión, con ensayo, con crítica. Yo la llamo novela porque es la forma cómoda y estándar de decir qué género es, para cumplir con las convenciones. Sale en una colección que se llama "Ficción", pero la verdad es que estoy pensando qué es una narración hoy: retoma todo, todos los discursos posibles, también para cuestionarlos.

—La inclusión ahí, que es tuya porque sos el editor de este sello, y que también está problematizada dentro del libro, ¿es para romper la sintaxis del catálogo en sí?

—Más que romperla, es una utopía. La utopía del afuera del lenguaje. Eso no es posible. Pero, más modestamente, sería un poco enrarecer la lengua. Es decir, estas novelas, como otras —no mías— son novelas que sospechan de los discursos hegemónicos de la lengua. Del discurso de la medicina, el de la política, el del deporte, el de los medios de comunicación, discursos profundamente binarios. Es decir, es el discurso del sano y el enfermo, del ganador y el perdedor. Devolverle rareza y vacilación a la lengua es eso, es repensar críticamente esos lugares del discurso. Un poco con la figura del contragolpe, que también está en otra novela mía, Kafka de vacaciones; el jugador que recibe la pelota necesita que el otro le pegue fuerte para poder él pegarle más fuerte, la idea de la novela como contragolpeadora de discursos hegemónicos. Inclusive los de la propia narrativa. Y, en último lugar, no renunciar a la idea de que la narrativa pueda pensar el mundo. La narrativa tiene algo para decir sobre el mundo, desde el lugar de la sintaxis. Si no, el riesgo sería escribir una especie de vanguardismo académico. Una persona más o menos inteligente, formada, que puede ser mi caso, que toma un poquito del posestructuralismo, un poquito de psicoanálisis, hace un producto inteligente, agradable, que funciona perfecto en el campus académico; yo también sospecho de eso. Acá sería la otra idea, la idea de que la novela, al pensar el mundo, está en un lugar de riesgo. Inclusive el del papelón.

—Intentaba decir que hay un riesgo que asumís, que es claro, y es que vos sos, además de autor, editor de la colección de ficción; y que tu libro y las ideas que ofrece ponen en problemas a las novelas que editaste.  

—En primer lugar, estoy muy contento de haberla publicado en Mardulce. Es también una forma de compromiso con la editorial, siendo que yo fui toda la vida un autor de Random House y podría seguir publicando en otros lados. Lo hablaba, una vez, con Luis Chitarroni, que es editor y se publica a sí mismo, y él me decía bueno, pero si se la das a otra editora ahora, siendo editor, los ponés en un apuro. Si no les gusta te lo tienen que decir, y por ahí son colegas, te los encontrás; por ahí te lo terminan publicando sin que les guste, lo que tampoco es bueno. Estuvo buena esa conversación con Chitarroni, porque rompió mi neurosis. Ahora, el problema que decís de la novela ya estaba presente en Literatura de izquierda, que cumple 12 años. Y es que la edición, por un lado, es una forma subrepticia de opinar sobre la narrativa contemporánea, pero también me parece es un trabajo diferente al de un crítico literario. Cuando yo publico autores, no necesariamente tienen que ser autores que piensen como yo, que  escriban como yo. Si no sería absurdo, una cosa narcisista. Es más bien lo contrario; muchas veces publico autores que me problematizan, ellos a mí. Es al revés. Yo recibo una novela como El viento que arrasa, de Selva Almada, que retoma una línea de la narrativa latinoamericana que parecía olvidada y perdida, la herencia del sur norteamericano, de Faulkner, que en los 60 estaba en Saer, en Onetti, en Rulfo…

—Y un poco en Sara Gallardo, ¿no?

—También, un poco menos, pero pongamos que sí. O sea, estaba muy presente en la narrativa latinoamericana en autores muy diversos, y eso estaba perdido. Decía, recibo una novela que es muy diferente a mis lecturas contemporáneas, a lo que estaba escribiendo yo en ese momento, y es una novela que me perturba. ¿Por qué? Porque me encantó. Entonces me hace pensar, me pone en cuestión a mí mismo. Cuando leo textos que me ponen en cuestión a mí mismo, se publican. Le tengo mucha sospecha al vanguardismo académico, y hay mucho hoy porque el nivel de formación de los escritores no es el mismo que hace 40 o 50 años, porque muchos terminan la universidad, y hay más fácil acceso a la información. Entonces, escribir una novela inteligente es lo más fácil que hay. Y a eso le huyo como la peste. Por ejemplo nunca publiqué, ni en Interzona ni en Mardulce, una novela joven estilo Aira. Publicaría a Aira sin problemas, a quien considero genial, pero no a los airacitos que andan dando vueltas por ahí. Al único que publicaría, pero que no es airacito, al contrario, es una cosa notable, es a Pablo Katchadjián, que publicó Qué hacer por Bajo la luna, que es una novela post-Aira. Volviendo a El viento que arrasa, que sería el ejemplo de la novela que a priori parecería muy diferente a esta, más allá de que hay perros…

—Hay otras, Guanaco, hay...

—Bueno, pero Guanaco es una novela que también pone en discusión la trama, es una novela de atmósfera. Por supuesto que hay personaje, casi todo el mundo escribe sobre personas, y yo quizás mañana vuelva a hacerlo, no es que es un dogma. Además, digo, Ackerley escribió sobre perros, hay una tradición sobre perros más vieja que la propia literatura; Diógenes tenía al lado un perro, pertenece a la historia de la filosofía la figura del animal, La bestia y el soberano en los cursos de Derrida, uno puede encontrar genealogías por todos lados. Después, he publicado Peripecias del no, de Chitarroni, un gran libro, en la tradición de negar la peripecia. Lo que sí, yo no forzaría nunca a un autor de Mardulce a leer mi novela. O sea, la relación es de editor-autor. Lo peor que puede hacer un editor que también es escritor es competir con sus propios autores. Eso es una locura. Y lo interesante es esto, encontrar estas escrituras que a mí me ponen en cuestión y, cuando lo percibo, digo bueno, acá debe haber algo que cruje, y eso es interesante hasta para los lectores, porque pone en cuestión al editor. Ahora bien, yo nunca puse en cuestión el talento literario de Selva Almada. Se lo dije: esto hay que publicarlo, es evidente, y si no lo publico soy un mal editor. Esa intuición la tenés. A esa novela le fue muy bien, y a Ladrilleros también. Con el diario del lunes es fácil, pero hace cinco años, cuando yo la publiqué, una novela a esa manera, una primera novela de una autora no muy conocida, o nada conocida, ambientada en el Chaco… La verdad es que no iba de suyo publicar eso. 

—También has elogiado, por ejemplo, en Hernán Ronsino, la morosidad, algo que tampoco caracteriza tu escritura, que es más bien de velocidad.

—¡Ahí tenés otro caso! Yo fui el primer editor de Ronsino en Interzona, y el segundo libro que sacó, Glaxo, iba a salir ahí. Fue un trabajo muy largo, en realidad era un libro de cuentos que se fue convirtiendo en una novela, hubo mucho trabajo de autor con editor, y cuando cerró el libro, por fin, cerró también la editorial. Es el mismo caso que el de Selva. Hernán, inclusive, en el primer libro tenía más influencia saeriana —ahora incorporó más a Briante, a Walsh, otras cosas—, por lo tanto se hacía todavía mas ajeno a mí, y también era innegable que había que publicar ese libro. 

—¿Qué cosas son las que leés en un libro, que no escribirías, pero que valorás como lector, tanto que las elegís como editor?

—Bueno, el trabajo sobre la frase; en la medida en que el libro tenga una estrategia, cualquiera sea. Lo que no me gusta es la literatura ingenua. De ahí para abajo, hay caminos infinitos, pero la pregunta por qué palabra sigue a cada palabra está presente en todas las novelas que edité, y cuando no la encuentro ya no me interesa. Yo nunca abandono una novela, porque soy un soldado; siempre tengo la expectativa de que quizás en la última página haya algo interesante, y a veces me ocurrió. Pero a veces, desde la primera página te das cuenta que esas preguntas no están, que las dieron por resueltas. Y nunca hay que darlas por resueltas.

—La sintaxis se pregunta, básicamente, por el orden, y vos también trabajás alrededor de la idea de anarquismo, ¿es esta tu estrategia para pensar el anarquismo en la literatura?

—El anarquismo en la literatura sería como una pregunta epistemológica, en clave rizomática. ¿Qué sería el anarquismo en la literatura? No sería solamente declararse anarquista, porque eso no tiene mucho interés; lo que vuelve política a una novela no es que el personaje sea Fidel Castro o Hitler. Entonces, tampoco es interesante decir que esta es una novela anarquista porque hablo de los obreros anarquistas. No sé si existe la novela anarquista, pero sí sé que me interesa romper con la linealidad, con la causalidad lineal. Con que haya una introducción, un nudo, un desarrollo y una conclusión, y que a cada causa le corresponda un efecto. En una idea más libertaria, si se quiere, de la circulación interna de un texto, es que un pasaje de la primera página puede reaparecer en la página 70, con un nuevo efecto. Se va reconvirtiendo en otra cosa, y por lo tanto rompe con esa idea de linealidad. No me animaría a decir literatura anarquista, pero sí es eso, la posibilidad de que la sintaxis prolifere bajo el modelo de la digresión. Finalmente, la digresión es aquello que linda con cierta inutilidad que a mí me gusta. Dos personas están hablando, una interrumpe a la otra, una cambia de tema, y finalmente llega un momento en que dicen ¿de qué estábamos hablando? Bueno, ese es el momento de la literatura. Peripecias del no es el libro que llegó más lejos con eso: una narración que puede abolir el contexto, que funciona sola. Mientras que lo propio de la sociología sería reconstruir el contexto, la gran literatura lo que hace es sustraer el contexto y convertirse ella misma en cosa. 

—¿Como si la linealidad fuera, al final, más bien un efecto? Esto de llevar a alguien de acá hasta allá, digo, que funcione eso.

—El logro de llevar a alguien de acá para allá se llama remisero. No sé si me interesa la literatura de remiseros. O los libros que siempre terminan teniendo metáforas policiales, como "atrapa al lector desde la primera línea"; ¡dejalo libre, al lector, por qué querés ser policía! ¡Dejalo que el lector haga su vida! Todo ese tipo de literatura no me interesa y la veo como un producto.

El amo bueno se puede leer en juego con muchos elementos del presente, ¿la pensás con respecto a la realidad? 

—Sí.

—¿Podríamos decir que estamos gobernados por amos buenos?

—Hasta hace tres o cuatro meses, sí. Ahora estaríamos gobernados por amos malos. La figura tradicional del amo es el amo malo. El amo, desde la época de los esclavos, es aquello ante lo que uno se rebela, y es el otro absoluto que encarna el lugar del poder y de la dominación. ¿Qué ocurre cuando uno tiene un jefe, en el trabajo, por decir algo, que es progresista, que apoya los derechos humanos, que vota parecido a vos, que va a comer al mismo restaurante que vos, que se podría enamorar hasta de la misma novia que vos, pero que se comporta como amo? Esta novela claro que tiene una crítica a la tradición progresista, que en los últimos diez años en la Argentina estuvo muy presente. Al progresismo yo le tengo miedo, le tengo temor. En Argentina, el progresismo siempre terminó con muertos. Si hay un aspecto político, no en relación a la sintaxis sino más amplio, sería esta discusión con el progresismo.

—¿Cuándo la escribiste?

—Mis novelas ocurren así, y esta quizás fue la más extrema: es algo que me viene rumiando en la cabeza y puedo estar años, acá fueron dos o tres años, y una vez que algo cuajó, me siento y en dos meses la escribo de un tirón.

—¿Y qué tipo de lecturas se posibilitan ahora, con el cambio de gobierno, que antes quizás no? ¿O creés que esto no modifica para nada el horizonte de lectura de la novela?

—No creo que lo modifique. Espero que eso no ocurra. Sería una especie de híper coyunturalismo, y la novela no tiene una relación directa con nada que tenga que ver con la época política ni ahora ni tampoco con el kirchnerismo. A priori no le veo...

—No le ves caducidad.

—No, no le veo. Y, también, tengo ciertas dudas sobre la tensión entre narrativa y época. Por ejemplo, la literatura del peronismo, la literatura del kirchnerismo; yo prefiero pensar a la literatura, no sé, después de Puig. Las rupturas, las nuevas eras que se dan en la literatura, para mí están pensadas en relación a textos más que a épocas. Después, por supuesto, los textos entran en discusión con la época. ¿Hay una literatura kirchnerista? No sé, no entiendo bien la pregunta. Ni siquiera estoy en desacuerdo, no logro asir la pregunta. Además, el kirchnernismo fue mutando; uno de los problemas del kirchnerismo es que llegó hasta el final hablando del modelo, y el modelo ya no estaba presente hacía muchos años. Después se terminó la palabra “modelo” y empezaron a hablar del proyecto, porque ya no había modelo. Es difícil saber cuál es la literatura kirchnerista, porque el kirchnerismo fue cambiando, como el peronismo todo, que es un mutante. Cuando leo una novela muy impresionista, o muy costumbrista —hay como un nuevo costumbrismo, esa dimensión etnográfica de la que habla Beatriz Sarlo—, a mí ya no me interesa.

—El fantasma es una figura que regresa, ¿cómo pensás al fantasma en la literatura?

—El fantasma es aquello que no terminó de morir del todo, que pervive en algún lugar y ese lugar es el malentendido. La muerte de la vanguardia estética, política, y de toda idea de cambio radical, que son mis fantasmas, es vivida por muchos como una alegría. El lugar opuesto es vivir la vanguardia y la radicalidad como una nostalgia, en la melancolía. Yo tengo una tercera solución, que no es intermedia: la de pensar la posibilidad de hablar con ese fantasma. Entender que ya murió —porque no hay vanguardia estética hoy, no hay contexto para eso, lo nuevo es una tradición ya hoy— y al mismo tiempo algo pervive como fantasma y uno puede escucharlo, en un lugar lateral. La relación entre repetición y diferencia, todos esos temas para mí están muy presentes como teoría fantasmal, y a la vez la novela tiene un límite, que es el de instalarse en la negatividad. Es de extrema negatividad, efectivamente. Es entender a la narrativa en un contexto de impasse.

—De suspensión, otra idea que hacés circular.

—Sí, de recodo. Hay un libro de Jaime Rest, El cuarto en el recoveco, un libro sobre qué es un ensayo. Dice: una casa tiene una gran habitación, el living, otros lugares como el baño y la cocina, los cuartos, y cada uno tiene una función noble, práctica o elegante, y el ensayo es el cuarto en el recoveco. Yo empiezo a pensar que eso es la narrativa hoy. Está en un cuarto un poco oscuro, que no son los grandes salones, ni tampoco el pragmatismo del baño y de la cocina. Está a la espera de salir del recoveco, en un impasse, en una transición.

—La narrativa así como la pensás vos, porque cualquiera diría que en Argentina es el living de la casa, lo que en Chile por ejemplo estaría ocupando la poesía.

—Sí, absolutamente: la narrativa así ha sido siempre el living, acá y en el mundo. Yo la pienso como la habitación de servicio. De hecho, otra de las cosas que siempre me interesó fue la figura del polizonte.

—Como autor, ¿te sentís un poco un colado?

—Colado no, pero un poco en el margen, un poco en la lateralidad. Me imagino en el recoveco. Digamos, habría que sacar un libro que se llame las cuatro vanguardias, las tres ya es viejo. Hay algo que hay que pensar un poco más allá. No yo, digo, ya lo está pensando Chitarroni, mucha gente, y en otros lados también. Quizás lo que está faltando es alguien que escriba el libro Las cuatro vanguardias. Todas estas literaturas heterogéneas compartimos el mismo malestar frente a las formas canónicas de la narrativa.

—¿Por qué está Fogwill ahí, desde la primera página?

—El corazón de lo que a mí me interesó siempre sobre Fogwill fue su trabajo como crítico político, sus artítulos críticos con la transición democrática en la dédada del 80. Yo los leí con 16 años, cuando empecé a escribir en Expreso imaginario y después en Cerdos&Peces. Fogwill fue el que me enseñó a sospechar del progresismo, y me parecía que era el momento de ponerlo como personaje a él y jugarlo en ese lugar.

—Si sospechabas hasta ahora del progresismo, por estos días ¿sobre qué ejercitás la sospecha?

—Bueno, ahora entramos en una época donde todo parece ser transparente y evidente. Una época política y cultural que si uno la tuviera que definir en términos morales diría que es del orden de la obscenidad, de lo pornográfico. Está todo excesivamente a la vista, no hay mucho para interpretar. Es un momento, no solamente en Argentina sino en América Latina y en la tradición occidental, en que está todo a la vista. La crítica al progresismo tiene un defecto, que Fogwill se lo saltea porque es muy inteligente, que sería el del develamiento. "Voy a develar que el progresista miente", entonces siempre uno tiene la tentación de develar y mostrar qué hay detrás. Pero ahora no hay más, porque todo es transparente. Está todo develado, todo está dicho, es bastante impresionante. La narrativa también va un poco hacia eso.

—¿Cómo?

—Y, lo que le está pasando a una parte importante de la narrativa argentina, desde hace décadas, es que está buscando infructuosamente y fracasadamente encontrar a su mainstream; el sueño de un escritor que venda, pero que a la vez sea inteligente, que no sea berreta, que no sea un best seller, que sea más o menos culto, y que sea un mainstream. Y que alrededor del mainstream se funde un mercado. La narrativa argentina, una y otra vez, tropieza con la misma piedra. No hay mainstream, por suerte, y por lo tanto no hay un mercado funcionando. Pese a que simulamos que está, no está. Esa narrativa de producto también es transparente, no soportaría rareza u oscuridad, o cualquiera de esas palabras que definen a la literatura.   

—Esta idea de usar a la literatura para pensar y poner en problemas a las cosas, antes que para contar historias —algo que se escucha mucho alrededor del periodismo narrativo, también, esto de "contar historias".

—Sí, a mí me interesa mucho eso, hay una larga tradición que quizás no me interpela, pero no importa, hay que insistir en que uno puede no abandonar ese combate y buscarle la vuelta para que la literatura piense. Sin Thomas Mann, sin ser tan solemne o tan pensador, o Claudio Magris, donde todo termina muy solemne y muy cercano al kitsch, finalmente. Me acuerdo de un libro de él que empieza diciendo: "Por las aguas del Danubio viaja la cultura"… Lo que digo es: ojo, que cuando uno dice que la literatura tiene que pensar puede convertirse en eso. Digo que pueda ser una multiprocesadora de todos los discursos, no dejarlos afuera. Y que hay un acceso al conocimiento que es específico de la literatura, que la literatura también es una forma de acceso al conocimiento. 

—Si tuvieses que contar de qué se trata tu novela, no podés.

—Eso lo decía Néstor Sánchez, que una mala novela es una novela que se puede contar por teléfono. Me gusta esa idea. La verdad, ¿de qué trata el Ulises de Joyce, o En busca del tiempo perdido?  

—Está esa línea sobre Joyce, ¿dónde está? No me acuerdo, ¿la dijo Joyce o la dijeron por él? "¿Y a todo esto su libro de qué trata, señor Joyce? No es que trate de algo, señora, es que es algo"*.

—Claro, es así. Y eso podría ir en todas, en El Castillo de Kafka, en Madame Bovary; en realidad, nunca pasa por el asunto, una novela. Es verdad lo que decía Néstor Sánchez. Si la podés contar por teléfono, estás hablando de una sitcom.

  

*Está en el libro de William Gaddis, Ágape se paga.

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