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"Me gustan los textos pícaros, lo solemne me espanta un poco"

Ph | Manuela Martínez

Oscar Fariña

"El humor es un canal descuidado que deberíamos frecuentar más", dice el autor de El guacho Martín Fierro, que acaba de reeditar Interzona. "Me encantaría que alguien elabore algún tipo de arma de difusión para que la gente lea a Borges. Hay gente que le tiene pánico, pero es un escritor muy gracioso". Una entrevista de Luciano Lamberti.

Por Luciano Lamberti.

Oscar Fariña nació en Paraguay, en 1980, aunque reside desde niño en Buenos Aires. Estudió Ciencias de la Comunicación y Letras en la UBA. Publicó los libros de poesía Mamacha (2008), Pintó el arrebato (2008), El velo hermafrodita de la lengua (2009), Un ballet de policías en el agua (2009), El guacho Martín Fierro (2011), El desmadre (2012) y El negro Atari (2016).

Hablamos un viernes feriado en la terraza de Eterna Cadencia a propósito de la reedición de El guacho Martín Fierro, una reescritura del texto de Hernández en clave villera.

 


¿Cómo es tu relación con el Martín Fierro?

Lo leí en el secundario, no sé si completo, creo que te daban fragmentos. Y creo que básicamente consistía en traducir o buscar en el diccionario cada palabra que no entendíamos. Por supuesto que no fue una lectura gratificante o reveladora en absoluto. Aparte, lo habré visto a la edad en la que arrancaba a coparme con Poe, y eso estaba en otro lado, lejos. Pero después lo leí en la facultad y ahí ya ligamos, mediado por las lecturas… Yo soy muy fan de Borges. Todo lo que está más o menos tocado por su varita para mí guarda un mayor interés. Y acicateado por el ídolo de mi ídolo busqué el libro, y busqué el hueso del libro, formal y emocional, el drama del tipo, qué sé yo. También me llamó la atención enterarme de las distintas operaciones alrededor del libro. Lo que hizo Lugones, ¿no? Ahí un poco entendí la distancia entre el texto, que a mí me gustó, y la figurita, la estampita que se nos daba. Cómo había sido masticado institucionalmente y cómo se nos presentaba este personaje plano, mera figuración del ser nacional.

El primer libro además que le da la voz al otro, al pobre.

Total. Aparte, bueno, ese trabajo artificial de la literatura lidiando con lo más visceral de la oralidad y viendo de ese encuentro qué sale. Eso puntualmente también ya era un interés mío antes de trabajar con el Martín Fierro. Yo tengo un poemario anterior, Pintó el arrebato, donde trato justamente de esta coloquialidad llevarla al plano de la poesía. De hecho algunas devoluciones de ese trabajo mencionaban la conexión o alguna semejanza con la gauchesca, cosa que yo no había visto, y me re encantó. Eso me quedó en la cabeza. Yo laburaba en una librería y llegó este libro, Orgullo, prejuicio y zombies, debe haber sido 2009, 2010. Mi corazón estalló de alegría por la idea, por la tapa del libro, por todo. A mí la figura del zombie siempre me convocó especialmente, pesadillas recurrentes. Ahora con esta ya presencia ultramainstream uno ya se aleja. Me pongo viejo, también. Pero me encantó el hecho de trabajar un clásico, tanto que me llevó a leer Orgullo y prejuicio, antes de leer el libro leí el original. En ese momento empecé a pensar qué clásico agarramos local para parodiarlo con zombies. Después de pensarlo un rato llegué a un título: Don Segundo Zombie. Pero no la vi, no la sentí. Igual es un título que todavía quiero aprovechar. Pero me quedó eso en la cabeza, la idea de la reescritura de clásico boyando, la gauchesca, y en algún momento, yo estaba todavía trabajando en esta librería, con una edición del Martín Fierro que en la tapa tenía un gaucho con un caballo encabritado y la cincha en la mano. Entonces agarré una hoja y copié, dibujé, horriblemente de memoria, un pibe con visera, encima de una moto, haciendo Willy, y en vez de una cincha una cartera. Y me divirtió. En ese dibujo estaba la idea, y a partir de ahí fue fácil, el nombre se te impone tan fácil en el anagrama “gaucho”, “guacho”. Nunca había trabajado así, tan programáticamente. Me encantó. Creo que lo terminé rápido en unos meses gracias a eso, a ese esquema.

¿Y cómo fue ese trabajo de traslado?

Primero fue un trabajo encontrar una edición que valiera la pena. Hay ediciones corregidas por una maestra, los acentos están mal. Y tenés que llegar a una edición con anotaciones para confiar. También por aquellos años había salido una en Emecé, que fue mi norte. Con esa edición en mente lo que yo hacía era imprimir los cantos tirados para acá, y después empecé a trasladar, uno de los desafíos fue el de cambiar lo menos posible del original, entonces yo cada vez que no podía tocar algo no lo tocaba.

¿Y los dibujos fueron en paralelo?

A los dibujos los hice después. Fueron copias mías de fotos que encontraba en internet, o sumas de dos dibujos. Yo no sé dibujar, no tengo imaginación para eso, de chico copiaba. Yo siempre los pensé como mal dibujados, amateurs, como de carnicería de conurbano, entonces a mí me gustaba, seguía a mi entender el espíritu del libro. No es por un berretín mío de un libro ilustrado, quería copiar lo más fielmente posible una edición clásica del Martín Fierro. Y con el glosario, que también trabajé después de escribir el texto. Pensando en un lector lo más neutro posible. Lo que también pasó es que, a ver, la primera edición es del 2011, y estoy seguro de que el cincuenta por ciento de las palabras de ese glosario ya no necesitan estar ahí, porque es ese el movimiento, va pregnando el lunfardo. Son las clases marginales que imponen palabras. Medio también condicionados por su carácter marginal, menos amarrados a la educación formal, entonces se expresan y son más creativos. Mientras menos tengas el palito en el culo de una sintaxis bien aprendida más vas a poder bardear.

¿Y respetaste la métrica? La musicalidad es la misma porque se te pega en la cabeza.

Se te pega de una forma. A vos te habrá pasado de seguramente jugar al Tetris o alguna cosa de esas, que cerrás los ojos y lo ves. Es el mismo fenómeno. Se te pega. Yo iba por ahí pensando en sextinas, en octasílabos. Aparte es un metro fácil de encontrar. Un número al que tiende el español. Y me volví medio loco, sí. Es medio cantito de charla. La rima es todo. Es un grado cero de placer literario, y eso lo compartimos todos, letrados o no. La rima es argumento. Si rimás algo queda justificado. Observar ese fenómeno me encanta. Cómo la forma se vuelve argumental, una explicación en sí misma.

¿Venís de una familia lectora? ¿Cómo empezaste a escribir?

No, no vengo de familia lectora. Leí Un capitán de quince años de Julio Verne a los diez años, y ya, quedó ahí. Había cierta idea de libro como objeto aspiracional si se quiere, pero no estaba tan afianzado en la práctica. Los mayores por más buena voluntad que tengan a los pibes les vas a transmitir medio lo que hacés. Igual me encanta, es una linda escena. Yo me crié con la familia de mi tía Sara. Vengo de familia paraguaya. Somos de Puerto Rosario que es un pueblito que está a 300 kilómetros de Concepción. En mi memoria un lugar idílico. Para mí, viviendo acá con mi vieja en espacios siempre muy reducidos, de ciudad, ir allá era un flash tremendo. Una vez maté una oveja, tenía trece años, le atravesé el cuello con un cuchillo. Era como un rito de pasaje, hoy no lo haría ni en pedo. Pero lo que quería decir es que mi tía Sara compraba la colección de Anteojito. Enciclopedias, esas cosas. Y eso estaba visible, era como un decorado. Siempre el aliento, estudiar, estudiar, para no ser laburante, medio basado en un autodesprecio. Básicamente lo primero que me gustó, a lo que le presté atención fueron las letras de canciones. Bandas que me gustaban a los trece o catorce años, y no me quedaba solo con la música o con tratar de emular el look sino que le daba mucha bola a la letra, y por alguna razón me interesaban un par de tipos crípticos. Bochatón, Los peligrosos gorriones, por ejemplo, me acuerdo. Medio paradigmáticamente. O el segundo disco de Babasónicos. Y sí, como decíamos al comienzo en un momento a los dieciséis arrancó Poe, Pizarnik. Alguna vez habré hecho la letra de una canción, de bandas que no tuve.

Todos tus libros tienen el impulso de retratar la marginalidad.

En algún momento después de esas primeras escrituras como que me aburrí un poco de la idea de poesía más asociada a la lírica alta. Incluso con aquella serie de Pintó el arrebato, era un fotolog, que acá hubo una movida interesante, bueno, no tenía ganas de replicar una voz que fuera más de mi entorno, más de clase media. Mi juventud de todas formas fue mucho de estar en la calle, con mi familia de aquellos pagos, mi primo Bombi. Y siempre hubo algo en la calle, en lo picante, en el intercambio lingüístico callejero que me llamó. La picardía me interesó siempre. Y en realidad es un valor que a mí me conmueve bastante incluso como lector. Me gustan los textos pícaros, lo solemne me espanta un poco, generalmente uso esa palabra de un modo peyorativo.

¿Y algún ejemplo?

Bueno, Borges, en varias partes. Me encantaría que alguien elabore algún tipo de arma de difusión para que la gente lea a Borges. Hay gente que le tiene pánico, pero es un escritor muy gracioso. Suele ser un valor, lo cómico, pero siempre en segundo plano. Está en el núcleo duro del imaginario mainstrean de nuestra época. En los Óscars, por ejemplo, nunca gana una comedia el premio a mejor película. El humor es un canal descuidado, que deberíamos frecuentar más. Hasta militarlo, si querés. Da culpa. Qué divertidos que eran la primerísima época de Calle 13, y cómo lo arruinó la culpa de ser gracioso. Ahí tenés como un arco lamentable y muy literal de alguien arruinado por la solemnidad. Lo mismo le pasó a Kapanga, otro de mis favoritos, los primeros dos discos. Después ellos también empezaron a cantar sobre los jubilados, los desaparecidos. Se piensa que no se puede transmitir nada a partir de la comedia, mis favoritos provocan eso y me dejan pensando. Eventualmente Cesar Aira. Thomas Pynchon, otro pícaro.

Hay un gesto muy político en reescribir el Martín Fierro como lo hiciste vos, te quería preguntar si para vos la literatura tiene una función política y si sirve para algo.

Yo creo que sí, que no hay modo de hacer nada que no tenga una función política. No creo que sea mensurable lo que pueda hacer la literatura políticamente, pero es claro que su efecto en la imaginación de lo que puede ser una época tarde o temprano cristaliza de algún modo. Innovaciones temáticas, o formales, qué sé yo. Fabián Casas leyendo en la publicidad de Quilmes. Algo pasó para que eso sea posible. Para bien y para mal, digo. A mí me interesa pensar menos en eso. Es el caso de Kapanga y Calle 13. En todo caso me interesa militar la forma.

¿Te imaginás a un chico en la secundaria leyendo El Guacho Martín Fierro?

Bueno, es una de mis ambiciones más narcisistas. Y me llegan mensajes de profesores que lo dan furtivamente junto al original. Es claro que por ahora no puede ser parte de un programa. Es algo en lo que no pienso para nada. A lo mejor sí lo puedo pensar hacia adentro del ámbito de la literatura. Porque ahí sí estoy yendo a contracorriente de esta monumentalización que hizo Lugones, el ser nacional, lo noble, los valores asociados a la originalidad de los habitantes de este suelo. Yo creo que el Martín Fierro era mucho más que eso y por tuvo ese éxito. Los primeros que levantan el estandarte de ese libro son los no letrados, el pueblo. Se leía en las pulperías. Imaginate qué buen curro. Yo soy una especie de continuador de esos héroes de pulpería que le leían a la gente y supongo que le cobraban.

La frontera del libro original, que tenía una función penal, se convierte acá en la cárcel.

Una de las cosas que más me divirtieron fue eso, encontrar esa clase de paralelismos. Nunca disfruté tanto escribir algo como esto. En vez de la angustia de estar produciendo algo mío lo tomé como un juego. Eso me hizo feliz.

 

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