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Abrir fuegos: los prólogos en la literatura argentina

Por Gonzalo León

¿Cómo comenzó esta tradición en Argentina? De las investigaciones de Ricardo Piglia sobre la obra de Macedonio Fernández, hasta Henry James y Jorge Luis Borges; un recorrido a cargo del autor de Serrano.

Por Gonzalo León.

 

Los prólogos y las antologías suelen ser vistos por un gran público como cuestiones poco interesantes, de hecho muchos se saltan los prólogos y otros no leen antologías. Sn embargo, son géneros característicos de la literatura argentina y de otras tradiciones, por lo que deberían enseñarse y estudiarse más. Borges ya señaló en el inicio de su libro Evaristo Carriego la importancia de la “declamación, las antologías y las historias de literatura nacional en las letras argentinas”, a lo que debió sumar los prólogos, género que él mismo cultivó y mucho. Aunque quizá por esa misma razón prefirió no mencionarlos.

Tal vez fue Ricardo Piglia uno de los primeros en resaltar la importancia de los prólogos cuando dictó ese seminario en la Universidad de Buenos Ares en 1990. Al momento de definir a la novela argentina contemporánea, se remite a Museo de la Novela de la Eterna, de Macedonio Fernández, una novela hecha a base de una serie de prólogos. Para él, esto no era casual y establecía algunas de las características de la novela argentina, esto es una novela de futuro, ya que está permanentemente anunciándose; en este sentido pareciera que nunca tiene fin porque no termina de comenzar del todo. Piglia coloca a Macedonio en un lugar central, porque fue “el primero que se propone una teoría de la novela, el primero que tiene conciencia de la necesidad de definir el género”.

Para la época en que Piglia detecta la importancia de los prólogos y de este libro de Macedonio, el libro Biblioteca personal (prólogos), de Borges, había aparecido hacía unos años, pero además buena parte de su obra había sido construida sobre prólogos. Tal vez lo que hizo Macedonio fue detectar esta importancia y ampliarla hacia una obra de futuro, que sería la novela argentina contemporánea. Sin embargo, los prólogos de Biblioteca personal, que fue un grupo de títulos que él seleccionó para que se vendiera en kioscos, tienen a su vez un prólogo, donde señala que “un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo, hasta que da con el lector, con el hombre destinado a sus símbolos”. Es decir que un prólogo nos puede ayudar a dar con un libro o esos símbolos, es una especie de guía o de mapa. De hecho, Borges en esa biblioteca no eligió los libros en función de sus “hábitos literarios”, sino que hace una propuesta para que los lectores de los años 80 encontraran algunos de los títulos de Kafka, Swift, Blake, Schwob, Flaubert, Cortázar, Lugones, Mujica Láinez, en total 72 libros, todos de autores varones –aunque bueno, esa es otra discusión–.

Para Piglia, los prólogos de Borges a sus propios libros tuvieron otra función: no fueron ni una guía ni tampoco una propuesta estética al modo macedoniano. Aunque si se piensa que para Piglia estaba claro que era “necesario pelear para que el modo en que ese texto sea recibido esté garantizado”, sin duda estaba más cerca del modo macedoniano, aunque Museo fuera publicado recién en 1967, cuando Borges ya tenía buena parte de su ora construida. Borges proponía desde dónde había que leer sus libros. Claro, uno tenía –y tiene– la libertad de leerlos desde cualquier lugar, pero es mejor leer los prólogos como parte de la obra y no saltarlos. Por ejemplo, en el de Ficciones, el Borges de 1941 escribe: “Las ocho piezas de este libro no requieren de mayor elucidación. La octava (‘El jardín de los senderos que se bifurcan’) es policial, sus lectores asistirán a la ejecución y a todos los preliminares de un crimen, cuyo propósito no ignoran pero que no comprenderán, me parece, hasta el último párrafo”.

Cualquiera de sus prefacios resulta esclarecedor, aunque también comparando unos y otros resultan a veces contradictorios. En el de El informe Brodie (1970) aclara que no es ni ha sido jamás “lo que antes se llamaba un fabulista o un predicador de parábolas y ahora un escritor comprometido” y más adelante agrega que ha renunciado “a las sorpresas de un estilo barroco; también a las que quiere deparar un final imprevisto”. Cosa que sí hace en, por ejemplo, ‘El jardín’, pero es Borges y juega con las afirmaciones, que no tienen por qué ser tajantes. Finalmente, se manifiesta contrario a los prólogos largos, en esto casi no variará de opinión. Sin embargo, con la publicación del Libro de arena (1975), hizo una modificación con la serie de prólogos que venía escribiendo y propone esta vez un epílogo donde consigna: “Prologar cuentos no leídos aún es tarea casi imposible, ya que exige el análisis de tramas que no conviene anticipar. Prefiero por consiguiente un epílogo”. Y luego se larga a explicar un poco los cuentos incluidos en ese libro.

El auge de los prólogos se dio sobre todo durante el siglo XVIII, como muchas auges que sucedieron en ese siglo: novelas epistolares, libros de viajes, etcétera. Esto, entre otros autores, lo constata Isabel Stratta en la segunda introducción de Prefacios a la edición de Nueva York, de Henry James, en donde señala que “las novelas llevaron prefacios en el siglo XVIII, casi siempre para defender la propia existencia del género (con protestas de moralidad o parecidas)”. Pero no sólo novelas, sino también biografías, como Vida de Samuel Johnson, de James Boswell, publicada en las postrimerías de ese siglo, y que tanto le gustaba a Borges. No era raro tampoco que se agradeciera al modo de dedicatoria a algún benefactor, por lo general algún aristócrata, o que se aclararan algunas cuestiones. Pese a que la separación entre dedicatoria y prefacio es bastante ambigua, la dedicatoria, como en el caso de la biografía de Johnson, podía tener casi la misma extensión que el prefacio.

Casi al mismo tiempo en que las dedicatorias comenzaron a reducirse, los prefacios empezaron a caer en desuso, sobre todo entre finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX. Aunque se mantuvo, como observa Stratta, para las segundas ediciones de una obra, es decir se mantuvo para aquellos casos en los que “un escritor que ha probado sus méritos puede volver sobre la obra para destacar sus innovaciones, actualizar sus pareceres, proporcionar claves o fuentes ocultas, discutir con los críticos o establecer un vínculo con el público nuevo que recibe la obra”. Gerard Genette en su estudio sobre los paratextos describió una clase especial que llamó “prólogos tardíos”, que estaban hechos para acompañar una edición de Obras Completas. Los Prefacios, de Henry James, son un ejemplo de esto, ya que los escribió especialmente para la edición de su obra completa en Estados Unidos. Creyó que iba a hacerse la América, pero al final le resultó bien poco redituable. Isabel Stratta agrega que estos prólogos son “el análisis minucioso de procedimientos evaluados, empleados o descartados en donde se genera la mayor densidad de reflexiones, generalizaciones y definiciones”.

James, que según muchos fue el gran narrador estadounidense del siglo XIX, empezó a publicar estos prólogos entre 1907 y 1909, como un potencial libro a futuro, por eso después de su muerte, más precisamente en 1934, fue convertido por el crítico Richard P. Blackmur en un libro con el título El arte de la novela; Blackmur no ahorró elogios al momento de calificar esta reunión como “una de las más elocuentes y originales piezas de crítica literaria existentes”. Borges, que estaba atento a lo que pasaba en el mundo, pareció darle la razón a este crítico literario, cuando en 1945 escribió que “esa veintena de discursivos prólogos críticos renueva los problemas centrales y laterales del arte de novelar”. Y es que en el momento en que Henry James escribió estos textos la literatura anglosajona era pobre en teoría de la novela, entonces se encontró con un terreno fértil. Pero el autor de Otra vuelta de tuerca no hizo prefacios a cada uno de sus libros, eligió dieciocho de ellos y ahí fue vertiendo su teoría.

Según creyó Ricardo Piglia, pudo haber una influencia de estos prefacios en la literatura argentina, más específicamente en Macedonio Fernández. “Estoy seguro”, señala en Las tres vanguardias, “de que Macedonio Fernández conocía los prólogos de Henry James. Y era lo suficientemente ‘filosófico’ para cartearse con su hermano, William James, copiar la forma de los prólogos de Henry James y de este modo escribir una novela, Museo…”. Es decir que la novela argentina que caracteriza Piglia a partir de la publicación del libro de Macedonio estaría influenciada por el escritor estadounidense, que encontró en Europa un lugar para reflexionar y desarrollar su obra. De hecho, es esto mismo, lo de pertenecer y no pertenecer a una cultura, lo que Borges detecta como una gran ventaja en las tradiciones judía, irlandesa y argentina. James no fue un escritor típicamente estadounidense, sino más bien uno transculturizado, con un pie en el nuevo mundo y con otro en el viejo. Era un americano europeizado, calificación similar a la que Witold Gombrowicz recurrió para referirse a Borges, aunque claro, Borges sólo vivió al comienzo y al final de su vida en Europa.

Hay muchas clases de prólogos y muchos autores han escrito alguna vez uno, eso es normal. Es más, cuando un escritor de cierta fama muere, se empiezan a publicar todo o casi todo, entre esa totalidad están las cartas, obras a medio terminar y, por supuesto, el libro de prólogos no puede faltar. Zona de prólogos (2011) es una reunión de textos de veintiún escritores y críticos convocados por la Universidad Nacional del Litoral para hablar como si fueran prefacios a la obra de Juan José Saer. Entre los convocados estuvieron Beatriz Sarlo, Tununa Mercado, Noé Jitrik, Martín Kohan, Alan Pauls. Prólogos a los que le falta la obra, pero prólogos que funcionan como una operación crítica para volver a hablar de la obra de Saer.

Hasta ahora hemos hablado de prefacios críticos o estéticos, pero también están los que se acercan a una determinada obra desde el afecto, la simpatía o el lucro económico. Hay un libro de prólogos de Pablo Neruda, donde presenta a diversos autores; hay uno muy singular, porque se trata de un autor que viene del mundo del delito, Alfredo Gómez Morel, que en 1962 publicó El río, una novela autobiográfica en la que recuerda sus inicios en ese mundo, y que a Neruda le gustó mucho, tanto que cuando fue editada por Gallimard escribió un elogioso prólogo, donde lo catalogó como “un clásico de la miseria”. También están los prefacios de autores mayores que han escrito por simpatía hacia otros autores jóvenes, como es el caso del de Alberto Laiseca a la primera novela de Sebastián Pandolfelli, Choripán social, que arranca así: “Este es un libro genial, de humor único. Nadie escribe así. Qué otro que Pandolfelli podría comprender las contradicciones del que está abajo”. Por último, hay prefacios que son hechos por lucro, ya sea porque un agente literario le consiguió a su escritor pujante una firma mayor que lo pueda consolidar aún más, ya sea por otro procedimiento. En cualquier caso, se sabe en el mundo literario cuando hubo o no pago de por medio.

Personalmente, y si a alguien le importa lo que pienso, creo que los prefacios tienen una función literaria, ya sea crítica o estética. En 2003 leí Las tres fechas, de César Aira, y hubo algo que me llamó mucho la atención: “Cuando la experiencia queda encerrada entre un principio y un fin (entre la partida y el regreso, porque el modelo es el viaje), ya es un libro en sí, se escriba éste o no”. Desde ese momento se me dije que esos paréntesis eran el prólogo y el epílogo o posfacio. Esos paréntesis los he usado en los libros que he escrito para ordenar la experiencia, encajonar el relato.

 

 

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