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Poesía

Anacoluto americano

Comienza la curaduría de Enrique Winter

Con poemas de Gerardo Deniz comienza hoy la curaduría del poeta chileno Enrique Winter, autor de libros como Rascacielos (Funesiana) y De ruidos para construcción y orquesta (Zindo & Gafuri). "Esta serie es un elogio al arbitrio", advierte.

Por Enrique Winter.

El anacoluto es una inconsecuencia en el discurso, irse por las ramas, arrancarse con los tarros cuando, por el contrario, las convenciones de legibilidad exigen al poema entenderse a la primera, ir al punto y terminar lo que empezó. Esta serie es, así, un elogio al arbitrio. Elegí un libro inquietante de Gerardo Deniz, Susan Howe, Lyn Hejinian y Mario Montalbetti; elegí sus callejones con salida y sus finales aparentes. Sus obras son más afines a la naturaleza, al uso simultáneo de las tecnologías, y a cómo pensamos y vivimos, fractales, que las que buscan la redondez euclidiana. Por ello sobreviven al desastre abriendo mundos que parecían imposibles.

Gerardo Deniz es el seudónimo de Juan Almela (Madrid, 1934 – Ciudad de México, 2014), músico, filólogo y editor autodidacta. Adrede (1970), su primer libro, empieza en el lirismo de Paz, a quien admira, para mostrarnos cómo lo deforma desde la picaresca, el doble y el redoble de la sintaxis. Como el químico que también es, Deniz altera lo diminuto: apretuja las frases y las sílabas para que exploten, luego el corte de verso para desestabilizarlas. Desde la imagen de un cuerpo abierto violentamente saca la luz cuando menos se la espera, porque avisa para donde va y cuando llega lo hace mucho después, priorizando el trayecto.

En Adrede destaco las esquirlas desprendidas de poemas como “Duda” con su melancolía deseosa “que se pudre sin prisa”. Los efectos sobre las cosas (“la humedad/ que despega el marfil de las teclas, deforma los tableros de las uijas”) seguidos de enumeraciones que se adentran en ellas (“entre las falanges de plantas fibrosas, nudos macerados en jugos calientes, las hojas para herirlas y dejan bajo la uña un menguante sañudo de verde negro”) gracias a la observación minuciosa (“por el sendero cruzan el mundo desfiles de hormigas”), por tomar una sola estrofa de “Jano”, se reiterarán como marca de estilo en sus libros siguientes, retratando la ambigüedad del lenguaje en el absurdo de nuestras vidas. En la prosa póstuma “Bibliografía de un poeta recién casado”, Deniz celebra que “Nadie me ha superado en aliteraciones, anagramas, retruécanos, palíndromos, anamorfosis, multirreferencias, etc.” para luego resumir su poesía en “puro pasatiempo, que llega a ser dificilísimo, como el ajedrez, y que para mí cifra su encanto en no significar (en el mal sentido de la palabra), implicar ni importar nada en absoluto”.

 

Duda

Mercurial,

suma de alboradas en la frecuentación del silencio,

ciervo cercado de rigor y bruma

y de esa envidia que al caer la noche,

mientras se oyen todavía los niños afuera,

se pone en la garganta —el pájaro vuela en círculos, desciende,

y al llegar tiende las garras anhelantes—, desde cualquier retorno,

desde quién sabe qué amistad.

                                                             Porque creerlo es fácil, sí,

aun en estas fechas que a veces huelen como el agua de flores que se tiran, como el agua

del manglar, fría en lo hondo y que se pudre sin prisa. Feliz lenguaje

y la paciencia de la lluvia en los cristales, esta certeza de climas y de floras

o la figura hermosa de muchacha huesuda sacudiendo sus sandalias en la playa.

 

Jano

Para Roberto Cabral del Hoyo, que conoce las dos caras

Echa al Espíritu por la puerta y se meterá por la ventana, pero si está cerrada, mientras va por un diamante o un policía, el pendejo

qué poema de pezuña hendida, de nóstoc civil,

crachat de la lune,

gargajo azulino de la luna

–y cada pocos pasos por el barrio, otro heterocisto

(those peculiar and mystifying heterocysts)

ante las salinas en llamas sobre la línea del mar.

Alzarse detrás de los montes, gran bonzo, husmeando al pasar la fonda donde anuncian comida yucateca, donde se baila

hasta que revienta una vena en el pecho, como a la serpiente de punta fumante en el cuento de Pinocho.

No quedó atrás ni un palmo fresco.

Mirabas la bahía oscurecida, con un prisma inmenso de gotas de lluvia encima, casi lampiña, una cresta de vellos más largos marcando el paso de la simetría bilateral.

A la orilla llega suavemente el agua tinta. Cada minuto, una ola mayor. No es de golpe tampoco, no rompe al mismo tiempo. Como un disparo de espuma que estalla lejos, se acerca, pasa.

Vas por la espesura dejando en el barro huellas que se llenan de hilos espesos, sonar de ventosas de tus pies descalzos yendo al otro lado de este arroyo, toda la noche,

la humedad

que despega el marfil de las teclas, deforma los tableros de las ouijas;

por la otra acera de la calle de las Artes, toda esta noche, ¿cuál eres?

–entre las falanges de plantas fibrosas, nudos macerados en jugos calientes, las hojas para herirlas y dejan bajo la uña un menguante sañudo de verde negro.

Por el sendero cruzan el mundo desfiles de hormigas. A las tres de la tarde no es más que un agujero negro en el camino, con un poco de tierra alrededor,

y nadie dijera.

                             En el comedor,

mientras te escribía con el dedo en la mano debajo del mantel,

         el c’etait pour rire,

por una manga, o en el cogote, donde hay una vértebra protuberante y dura, notaron de pronto mi hábito nada franciscano

(entonces como una ráfaga malhadada que apagara todos estos faroles);

al volverte para verlo, con el codo (mas no hay acto casual) tiraste el Laocoonte, y añadiendo en trance de ventriloquia insulto a la injuria,

como dijeron los extranjeros de la otra mesa:

–No me importa que no lo peguen, que no se pueda pegar. No me importa que valiera tanto. Ni sé quién era Lessing.

Difícil buscar entre las patas de las sillas fragmentos humanos y de serpiente. Luego

te quedaste en la playa, harta, con espinillas en la cara –allá enfrente, llegaste a la esquina,

masticando la kava polinesia, en tu pequeño coche piojo.

Este augurio se puede leer en la mollera de cualquier pájaro palustre:

“Despertarán al mismo tiempo, a oscuras, sabiendo que el mar no dice nada y que el día de vivir, el día, como una enfermedad del hígado, fue una columna

en que ningún sumando asomó gran cosa por la izquierda;

desertará el Espíritu hacia tierras altas y la mañana tendrá en las arenas todas las conchas y equinodermos, y entre estos rieles del tranvía,

porque los niños recolectores al alba habrán renunciado lógicamente a hacer collares, que son cosa del Espíritu,

como el dulce de coco.”

                                             ¿Cuál eres?

–que no está en medio el nóstoc civil y frío del amor hecho, no está

ni aun a estas horas, por la calle de las Artes.

Tras la rendija de la puerta han dejado un lingote luminoso.

Ese juguete chino tintineando al viento en el balcón de al lado.

El rabo de leopardo barriendo la parte deshabitada de la sábana.

Vestida como aljófar en burbujas es tu vivir inmerso:

ya al aire no fue nada, vas desnuda;

así tu misma carne anaranjada–

en aire te confundes al clima de un deseo. Fresca otra vez la cama.

Tibia el agua en la jarra. ¿Me oyes?

No vi más que borrachos

… habitantes de la casa del rayo.

Y la ola se dispara de nuevo.

                                                        Comida yucateca.

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