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Bocetos de natación

Por Leanne Shapton 

Un fragmento de la novedad de Blatt & Ríos.

Por Leanne Shapton. Traducción de Laura Wittner.

 

 

 

  

AGUA 

El agua es elemental, es lo que nos conforma. No podemos vivir en ella ni sin ella. Tratar de explicar lo que significa para mí la natación es como mirar un caracol sumergido en agua quieta y transparente. Ahí está, bien delineado, pero cuando meto la mano y quiebro la superficie las ondas lo refractan. Se vuelve cinco caracoles, veinticinco; algunos más chicos, algunos más grandes. Tanteo a ciegas y busco eso que vi con claridad antes de tratar de agarrarlo.

 

 

ABANDONAR 

Supongamos que estoy nadando con otras personas, en el mar, un lago, una piscina, y una de ellas sabe que fui nadadora y comenta: “Leanne es nadadora olímpica”. Yo aclaro: “No, no, sólo llegué a las clasificatorias nacionales, no fui a los Juegos Olímpicos”. Pero el alarde ya subió a la superficie, como un globo: a algunos les divierte, les da curiosidad; a mí me hace sentir expuesta y me produce nostalgia. Si me insisten, en general alcanza con decir que fui a las clasificatorias de Canadá en 1988 y 1992. Que alguna vez, brevemente, quedé octava a nivel nacional. Explico que para ir a los Juegos Olímpicos hay que lograr el primer o el segundo puesto en las clasificatorias. Y ahí termina la conversación. Después de nadar un rato vamos hacia la orilla o nos subimos al bote o al muelle, y pasamos a hablar de comida o a contarnos algún chisme. No tengo recuerdos vívidos de las clasificatorias nacionales ni de cuando ganaba medallas; casi no recuerdo la primera vez que dejé, en 1989, ni cómo se lo dije a Mitch, mi entrenador. Seguramente habrá sido después de un entrenamiento nocturno. Junto a la piscina, cuando los demás habían ido a cambiarse. Habré estado ahí parada en traje de baño, con el bolso y la toalla. Él me habrá preguntado “¿Qué pasa?”. Y entonces se lo debo haber dicho. Que mi familia se mudaba al campo, que no quería quedarme a vivir con otra familia para poder seguir entrenando… así que había decidido abandonar. 

Tal vez se lo dije mientras me ponía hielo en las rodillas. Los que nadan crol, mariposa o espalda suelen tener problemas de hombro, pero la mayoría de los que nadan pecho tienen problemas de rodilla, y se les aconseja ponerse hielo con regularidad y tomar una aspirina diaria. Después de entrenar o de competir, me sentaba en las gradas con un vaso de telgopor lleno de agua congelada y hacía girar el hielo contra la parte interna de mis rodillas hasta que se ponían de un rosa intenso y perdían sensibilidad. Recortaba el vaso desde los bordes para que no chirriara contra la piel adormecida. El hielo se ponía resbaladizo, afinándose a medida que se derretía. 

Pero no me acuerdo de cuando le hablé. Sí recuerdo haber hablado con Dawn, su asistente, a la mañana siguiente. Mitch no estaba. Nos sentamos en unas sillas plegables al borde de la piscina, mirando al equipo que entrenaba. Dawn me dijo que Mitch se había enojado. Me preguntó qué pensaba hacer. Creo que le dije que iba a estudiar piano y arte, aunque sabía que no lo entendería. Que incluso tal vez yo no lo entendía. Recuerdo haber mirado a los nadadores, que empezaban con la serie más fuerte, y haber pensado: crucé la línea. Ya no tengo que hacerlo nunca más. Recuerdo estar ahí sentada y aliviada. Una vez Mitch me dijo: “Vas a ser excelente”. Después Dawn me dijo: “Mitch no quiere hablarte”. Los nadadores ponemos al entrenador por encima de todo. Lo admiramos, somos vulnerables, estamos desnudos y mojados frente a él. El entrenador nos ve débiles, nos debilita, cuenta con nuestra confianza, hacemos lo que nos dice. Es una relación como de guardián, padre, madre, jefe, mentor, carcelero, médico, psicólogo y maestro. Mitch me rompió el corazón. 

 

Mi abuelo fue piloto de bombardero en la Segunda Guerra Mundial. Aunque vivió hasta los ochenta y pico, en mi mente quedó congelado como el joven de la foto, con uniforme de vuelo y antiparras de aviador, sonriendo junto a un B-25 Mitchell. La imagen que me viene a la mente cuando pienso en mi madre es una instantánea sacada alrededor de 1983; sentada en su cama, sonriente, todavía con la ropa del trabajo: camisa de seda, pantalones, un collar largo. Si pienso en mi papá lo veo en el comedor, cantando “The Gambler” de Kenny Rogers y aplaudiendo. La imagen por defecto que tengo de mí misma es una foto: yo a los diez, parada junto a la escalera de la piscina en la escuela Cawthra Park, con traje de baño azul, las rodillas apretadas, tratando de recuperar el aliento. Me autodefiní, en privado y en abstracto, por mis breves e intensos diez años como atleta, como nadadora. Entrenaba cinco o seis horas por día, seis días por semana, y en el medio comía y dormía todo lo que pudiera. Los fines de semana los pasaba entrenando o compitiendo. No era la mejor; era relativamente rápida. Entrenaba, comía, viajaba y me duchaba con los mejores del país, pero no era la mejor; era bastante buena. 

 

Me gustaba lo dura que era la natación a ese nivel: saber que podía hacer algo difícil e inusual. Que mi disciplina fuera reconocida, respetada; que tal vez no encajara en los grupos ni dijera las cosas correctas pero había algo que sí hacía bien. Quería creer que tenía talento; ser rápida era una prueba de mi talento. Aunque me encantaba competir, no me motivaba la idea de ser la más veloz, de ser la número uno, de los Juegos Olímpicos. 

Todavía sueño con el entrenamiento, con las carreras, los entrenadores y las competidoras desdibujadas. Me atraen las piscinas, todas, no importa lo pequeñas que sean o lo sucias que estén. Ahora, cuando nado, entro al agua como si tocara distraídamente una cicatriz. Mi nado recreativo es un fantasma de mi nado competitivo. 

 

 

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