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Ficción hispanoamericana

El lector a domicilio

Por Fabio Morábito

"Nunca supe si los dos hermanos Jiménez se habían casado alguna vez. La cosa es que ahora, de viejos, vivían juntos como solteros": leé el arranque de la novedad de Gog&Magog, la nueva novela de Fabio Morábito, ganadora de los premios Xavier Villaurrutia y Roger Caillois.

 

Por Fabio Morábito.

 

Nunca supe si los dos hermanos Jiménez se habían casado alguna vez. La cosa es que ahora, de viejos, vivían juntos como solteros. Su casa era de una sola planta, y a juzgar por el largo pasillo que unía la sala con el resto de la casa, debía de tener muchos cuartos, o al menos yo me la imaginaba así.

El que tenía aspecto de tonto, Luis, era inválido y parecía el más viejo de los dos. Era difícil saber si era realmente tonto. Mientras yo leía en voz alta, permanecía tieso en su silla de ruedas, sin hablar ni mirarme. En cuanto al hermano cuerdo, Carlos, todo él me disgustaba, por sus ademanes obsequiosos y la sonrisita sarcástica que tenía cosida a la boca. Quien me abría la puerta era la sirvienta, una señora indígena que desaparecía por el largo pasillo y a la que no volvía a ver, porque en esa casa nunca me ofrecieron un café o un vaso de agua. En seguida aparecían los dos hermanos, Carlos empujando a Luis en su silla de ruedas, y se colocaban a unos tres metros de distancia de mí, una colocación absurda que me obligaba a levantar la voz mientras leía. Cuando les pregunté en mi primera visita si se podían acercar un poco, Carlos me dijo que Luis no soportaba la cercanía de las personas y que esa distancia era necesaria para que no se pusiera nervioso. El tonto me ignoraba, como dije, mirando todo el tiempo la ventana o a su hermano, que no dejaba de mirarme a mí, y yo procuraba mirarlos a los dos lo menos posible.

Al final de mi lectura sacaba la hoja que ellos tenían que firmar para que quedara constancia de mi visita. En ella se consignaba que yo estaba cumpliendo un cierto número de horas de servicio comunitario. Era el único momento en el que Luis salía de su estado de trance porque, como una suerte de concesión, Carlos le permitía que firmara esa hoja, y Luis trazaba con mano temblorosa y expresión de orgullo un garabato rudimentario, mientras Carlos me miraba, escrutándome como si quisiera saber qué delito había yo cometido.

Habían elegido como lectura Crimen y castigo, de Dostoievski, y fue en medio de nuestra tercera sesión cuando Luis abrió sorpresivamente la boca para decirme:

Usted no se fija en lo que lee, me he dado cuenta.

Yo levanté la cabeza de golpe, porque era la primera vez que oía su voz.

¿Cómo dijo? –le pregunté. Después de tres sesiones de lectura en las que no lo había oído pronunciar una sola palabra, juraba que además de tonto era mudo.

Usted no se fija en lo que lee –repitió el anciano, no mirándome a mí, sino a la ventana.

Luis, deja eso, ¿quieres? –lo reprendió su hermano, pero Luis continuó hablándome, sin quitar la vista de la ventana, como si le hablara a ella y no a mí–: Usted viene a nuestra casa, se sienta en el sillón, abre su portafolio, saca el libro y lee con su magnífica voz sin entender nada, como si no mereciéramos su atención.

¡Por favor, Luis, ya hemos hablado de esto! No te pongas pesado –le dijo Carlos.

No me pongo pesado, tú sabes que tengo razón –dijo Luis que, por lo visto, ni era mudo ni tonto. Sin embargo, no mostraba el menor signo de enojo y esta falta de correspondencia entre su cara y lo que decía, aunado al hecho de que hablaba mirando la ventana, como si no me considerara digno de atención, hacía más ofensivo su reproche.

Deja que el joven siga leyendo, ¿quieres?

Si quieres seguir escuchándolo, allá tú –replicó Luis–, pero está claro que no le interesamos en lo más mínimo. ¿Te has fijado que mira su reloj a cada rato?

De manera que Luis, quien parecía ignorarme, en realidad se fijaba en todos mis gestos. Yo, efectivamente, miraba mi reloj a cada rato, porque leer en esa casa me resultaba angustioso, empezando por aquella absurda distancia que los hermanos ponían entre ellos y yo, que me obligaba a forzar la voz. El tonto que no era tonto volvió a la carga:

¿Por qué no admite usted que tengo razón?

Me lo preguntó sin voltear a verme, como si en lugar de hablarme, repitiera unas palabras que alguien le estuviera soplando. Tuve un presentimiento y miré la boca de Carlos. Mientras Luis hablaba, la boca de Carlos se movía de un modo casi imperceptible. Mis latidos se aceleraron. Comprendí que el que había hablado todo ese tiempo no era Luis, que era efectivamente mudo y tonto, sino Carlos, su hermano, que era ventrílocuo y cuyos labios temblaban ligeramente cuando Luis abría la boca. Era algo que debían de tener bien ensayado para divertirse a costa de sus visitas.

Cerré el libro, abrí mi portafolio y guardé el libro en él. –¿Qué hace? ¿Ya no va a leer? –me preguntó Carlos.

Los miré a los dos, a Carlos en su sillón raído por el uso y a Luis en su silla de ruedas, uno junto al otro. Ahora entendía la distancia de tres metros entre ellos y yo. Era para que aquel truco funcionara. Mientras sacaba del portafolio la hoja de visita, le dije a Carlos:

Tiene usted razón, cuando vengo aquí no entiendo nada de lo que leo. Podría habérmelo dicho directamente. ¿O siempre usa a su hermano como un muñeco para decirle a sus visitas lo que piensa?

Me puse de pie y él se echó un poco hacia atrás, tal vez temiendo que lo golpeara. Debió de recordar que yo estaba purgando un delito con esas lecturas a domicilio, y me tuvo miedo. Pero yo sólo me había levantado para que su hermano tonto firmara la hoja y pudiera irme.

Faltan veinte minutos de lectura –me dijo.

Firme –le dije a Luis, poniéndole la hoja bajo las narices. Los dos hermanos se miraron, luego Luis trazó su garabato insulso y yo le arranqué la hoja de las manos.

Me quejaré con sus jefes –espetó Carlos, mientras yo guardaba la hoja en el portafolio.

Quéjese, yo les diré que trata a su hermano como un muñeco de circo, y a los del municipio no les va a gustar.

Me di media vuelta y me dirigí hacia la puerta. Cuando la abrí, Carlos me dijo:

Sabemos lo que hizo usted.

Giré la cabeza y los miré a los dos.

Lo sabemos todo –añadió Luis con su voz de muñeco, no mirándome a mí, sino a la ventana.

 

 

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