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La hierba de los aeropuertos: leé un cuento de Fabio Morábito

"Por la hierba de los aeropuertos he entendido que la jardinería no consiste, como muchos creen, en extraer de la naturaleza su lado más bello y seductor, sino en penetrar en sus innumerables dramas". Tomado de La sombra del mamut, novedad de Edhasa.



Por Fabio Morábito.



Formo parte del equipo que cuida la hierba del aeropuerto de nuestra ciudad. Cuando lo digo, la gente se sorprende, porque muy pocos relacionan un aeropuerto con la hierba. Sin embargo, todos los aeropuertos tienen hierba. Evoquen por un momento cualquier aterrizaje de su vida. ¿Qué es lo que ven a los lados de la pista, segundos antes de que el avión haga contacto con la tierra? Hierba, que siguen viendo mientras el avión se dirige cansinamente a la posición que le asignaron. Lo que pasa es que nadie le presta atención. Después de un aterrizaje exitoso muchos pasajeros se persignan, otros aplauden, otros cierran los ojos, agradecidos. ¿Quién se va a fijar en la hierba? Lo mismo ocurre antes del despegue, cuando el avión gana velocidad y uno aguarda ansioso el instante en que levante el morro para separarse de la pista.

La hierba de los aeropuertos muy poco tiene que ver con la de los parques y los jardines, en donde desempeña un papel servil. En los aeropuertos es la protagonista, porque en ellos no puede haber arbustos ni árboles, que atraen a los pájaros, ni tampoco flores, que atraen a los insectos, que a su vez atraen a más pájaros, y ya sabemos el gran peligro que representan los pájaros en un aeropuerto, al poder colarse en las turbinas de los motores de las aeronaves. También en la hierba de los aeropuertos prosperan gusanos, lombrices y toda clase de insectos, pero siendo una superficie plana, sin escondites de ninguna clase, los pájaros tienden a evitarla, además de que los asusta el estruendo de los aviones.

Se preguntarán ustedes por qué dejar crecer en los aeropuertos esta hierba, que debe podarse con regularidad, cuando sería más fácil sustituirla por asfalto. Resulta que su presencia es muy necesaria en donde sea que despeguen y aterricen los aviones, ya que contribuye a la estabilidad de las corrientes de aire, desenredando los nudos y los vórtices de viento que al formarse a unos pocos metros del suelo representan uno de los mayores peligros en el momento del aterrizaje. Además, actúa como un poderoso ansiolítico en los pilotos, pues está comprobado que ver la hierba los tranquiliza, cosa que no sucede si lo único que ven es asfalto, vidrio y concreto.

Cuando fui contratado en el aeropuerto, el jefe del personal se sorprendió de que un jardinero calificado como yo, que estudió tres años en Francia e hizo su práctica profesional en los jardines más importantes de Europa, se aviniera a podar el pasto de un aeropuerto. Le dije que la pasión de mi vida eran los aviones y que verlos despegar y aterrizar me sobrecogía de emoción. En realidad, los aviones me son por completo indiferentes. En cambio, la hierba de los aeropuertos me atrae desde que era pequeño. Siempre fui sensible a esas extensiones de pasto perfectamente delimitadas en que la hierba está muy lejos de alcanzar el esplendor del césped de las canchas de futbol y de los campos de golf; hierba, diríase, en estado de espera, sin una vocación precisa, un poco como fui yo durante mi adolescencia y gran parte de mi juventud, ignaro de mis aptitudes e indeciso en todo. Creo que amaba esa hierba porque la sentía afín a mi ser.

Así, cuando acompañaba a mis padres en algún viaje en avión y llegaba el momento de despegar, en lugar de contemplar los edificios y las calles que se alejaban conforme el avión ganaba altura, giraba la cabeza para no perder el último rastro de la pista que acabábamos de abandonar, y a la pregunta de mis padres acerca de qué cosa estaba mirando, les contestaba que miraba la hierba del aeropuerto, lo que les causaba una honda pesadumbre. ¡Mira la ciudad, mira qué grande es!, me regañaban, pero a mí aquel océano de calles y edificios que se empequeñecían segundo tras segundo no me decía nada y les echaba un vistazo sólo para darles gusto a ellos.



Supongo que mi apego a esa hierba me hizo estudiar jardinería en Francia y fue el causante de haber sido un alumno al que los maestros miraban con extrañeza, ya que siempre dediqué escasa atención a los árboles, a las flores, a los setos y a los arbustos, y me concentraba en la calidad, la distribución y el tamaño del pasto, que a mis maestros y condiscípulos tenía sin cuidado.

En efecto, en los parques y jardines, ricos en plantas y flores, la hierba se reduce a un telón de fondo. Sólo en los aeropuertos, sin amos que servir ni adversarios que vencer, se distiende alegremente a sus anchas. Mirándola, se percibe la sencilla dicha de estar vivos. Las flores son hermosas y, precisamente por eso, casi están muertas, porque tuvieron que recurrir a la hermosura para sobrevivir, al revés de la hierba, que obedece a un simple y único impulso, aquel que la hizo emerger a la superficie sin complicaciones, sólo para disfrutar del sol y del aire.

Por la hierba de los aeropuertos he entendido que la jardinería no consiste, como muchos creen, en extraer de la naturaleza su lado más bello y seductor, sino en penetrar en sus innumerables dramas, esos que en la hierba pareja de una terminal aérea se manifiestan sin tapujos. Ahí, el tapiz herboso, mantenido uniforme, revela con claridad las luchas de quienes se disputan el poco alimento a disposición. Y si creen que los aviones son ajenos a estas contiendas, se equivocan, porque los vórtices y remolinos que producen al ras de la hierba son perfectamente aprovechados por los combatientes, quienes se posicionan en los lugares más aptos para que sus enemigos se vean obligados a trepar hasta arriba de las hojas de pasto, quedando expuestos de este modo a las rachas de aire, que los avientan y dispersan en mil direcciones. Para ello, deben saber cuándo una aeronave está por tocar tierra, un conocimiento que lombrices, escarabajos, mosquitos, avispas, escorpiones, mariposas y demás habitantes de la hierba de los aeropuertos han desarrollado de manera misteriosa. Tuve la prueba de ello durante los actos terroristas de hace unos meses, que obligaron a cerrar nuestro aeropuerto por tres días. Ese lapso en que ningún avión despegó ni aterrizó se aprovechó para remendar varias partes de las pistas, el equipo de jardineros siguió trabajando como de costumbre y eso me permitió observar un cambio dramático en la vida que abriga el pasto. No hubo vida, sencillamente. Todo se detuvo: la cacería, las contiendas, los acoplamientos. De un modo sorprendente e inexplicable, al cesar los despegues y los aterrizajes, la febril actividad que oculta la hierba del aeropuerto bajo su manto aparentemente pacífico se paralizó de golpe. Los pájaros olieron su oportunidad. Ya no ahuyentados por el estruendo de los motores, se abalanzaron sobre esa fauna atolondrada y pasiva, dándose un festín. Al ver el peligro que corría el tapiz herboso corrí a hablar con el jefe de mantenimiento y le rogué que pusiera unos espantapájaros para acabar con aquella masacre. Me miró como si yo fuera un loco. Pronto, sin embargo, se vieron los resultados de aquella matanza. Cuando se reanudaron los vuelos, la hierba, sin el nutrimento de los componentes que segregan los insectos, empezó a decaer. De nada sirvieron los fertilizantes, las fumigaciones, la introducción de nuevos pastos.

El manto vegetal fue muriendo, dejando al descubierto la tierra, y las tolvaneras empezaron a asolar el aeropuerto. Torbellinos de polvo dificultaban el despegue y el aterrizaje de los aviones, hasta que ocurrió la desgracia por todos conocida. La explicación oficial habla de un descuido del piloto, pero la verdad es otra: la culpable fue la enorme tolvanera que se levantó frente al jumbo de Swiss Air cuando éste se encontraba enfilando hacia la pista con la visibilidad reducida al mínimo.

Me despidieron, temiendo que iba a denunciar a las autoridades aeroportuarias, que nada hicieron a pesar de haber sido advertidas sobre la gravedad del problema. Y eso fue lo que hice, pero nadie me creyó cuando afirmé que la hierba, los insectos y los aviones formaban un ecosistema implacablemente preciso, y los pocos periodistas que acudieron a entrevistarme me miraron de un modo que me recordó la mirada que cruzaban mis padres durante el despegue de un avión, cuando, en lugar de contemplar embelesado la gran ciudad que se extendía bajo sus alas, yo giraba la cabeza para mirar por última vez la hierba del aeropuerto.

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