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Lección inaugural

Titanes en el ring

Sobre "la verdad de la violencia y el cuerpo, la verdad de la violencia en el cuerpo", otra columna del autor de Cuerpo a tierra, de Martín Karadagián a Borges y Walsh.

Por Martín Kohan.

 

A los motivos que tenían todos los otros chicos para adorar a Martín Karadagián (el principal, qué duda cabe, es que fuera “campeón del mundo”), se agregaban, en mi caso, dos factores determinantes: que tuviese mi mismo nombre y que tuviese mis mismas iniciales. Miento si digo que no me exaltaba en la infancia con el estribillo de la canción que lo identificaba: “Martín es el Titán de Titanes en el Ring” (debieron pasar unos treinta años para que esos dos términos, esos dos exactamente: Martín y Titán, volviesen a conjugarse para mí en un héroe venerado: Palermo).

¿Cómo olvidar, entonces, aquella noche en que me llevaron a ver “Titanes en el Ring” en el Luna Park? Mi papá, para que viera mejor, me subió y me sentó en sus hombros. ¿Y cómo olvidar, en esa noche, la pelea final, el duelo culminante, entre Martín Karadagián y la Momia Blanca, entre la identificación y el miedo, entre la vida y el muerto vivo, entre el ídolo sonriente y la tenebrosidad total?

Lo diré sin más demora: esa noche perdió Karadagián. Perdió, sí, perdió: ganó la Momia. Recuerdo la consternación general que se adueñó de todo el estadio, los nervios arriba del ring, la impresión de lo inaudito, recuerdo que mi papá no atinaba a explicar lo sucedido. Martín Karadagián, el campeón del mundo, el Titán de “Titanes en el Ring”, cayó y ya no se levantó, lo tuvieron que atender, lo tuvieron que bajar entre varios; mientras a la Momia, a la tétrica Momia, tiesa y raramente exultante, la declaraban vencedora en el combate.

El hecho me impactó: se grabó, como puede verse, y para siempre, en mi memoria. Supuse, durante muchos años, que la razón era que había visto caer y perder a mi ídolo, o también que había sido testigo directo de un hecho ciertamente excepcional. Con los años fui deduciendo qué era lo que había pasado: seguramente Karadagián había caído mal, había pegado con las costillas en lugar de con las manos o los brazos, se había lastimado en serio, no pudo seguir la pelea, hubo que hacer que ganara la Momia. Es decir, con otras palabras, que me había tocado asistir a la forma en que, en una ficción, en la ficción de ese puro simulacro que es el catch, había irrumpido, indefectible, una verdad: la verdad de la violencia y el cuerpo, la verdad de la violencia en el cuerpo.

Ya de grande, leí “Emma Zunz” de Borges; ya de grande, leí a Rodolfo Walsh.

 

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