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Marina Closs y un campamento al borde del caos

Sobre su nueva novela, La despoblación

"Para mí, los libros son pedazos de la vida, cáscaras casi, uñas que nos crecen tanto que se nos caen. O nos las cortamos": la escritora nacida en Misiones reflexiona sobre su último libro publicado en Blatt & Ríos. 

Por Valeria Tentoni. Foto: Filba.

 

 

 

 

Nacida en Aristóbulo del Valle, Misiones, en 1990, Marina Closs escribió los libros Tres truenos (Bajo la Luna, 2019), Álvar Núñez: trabajos de sed y de hambre (ConTexto, 2019), Tascá Skromeda (Dábale arroz, 2021) y Monchi Mesa (Bajo la Luna, 2021) antes de este, el último, que se llama La despoblación y publicó Blatt & Ríos en 2022. Mientras tanto, la Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires prepara un doctorado en literatura alemana y colabora en distintos medios, además de participar en distintos festivales, como el último Filba

La despoblación cuenta una misión jesuítica en el medio de la selva, donde el padre Antonio Ruiz y su fiel ayudante, el padre Maceta, intentan catequizar a un grupo de guaraníes que se les escabullen para bailar hasta la locura, hamacar huesos y esconderse en madrigueras, entre otros rituales secretos. Los padres, en locura paralela, alucinan castigos y encomiendas de Dios sin solución de continuidad, hasta que en ese caldo aterriza el buen Overá, salvaje que se dice Hijo de Dios. Nacido de “un rayo de luz guardado nueve meses en un cántaro”, Overá termina por autoproclamarse hermano de Jesús. La confusión es total, y la historia está narrada con gran sentido del humor y una prosa musical y engalanada. 

 

La despoblación retoma de algún modo un interés que ya habías explorado en El pequeño sudario, el interés por el universo de la religión y sus efectos. ¿Qué podés decirnos de este interés sostenido, cómo apareció y por qué te parece fecundo para escribir?

Yo encuentro una gran afinidad entre escritura y religión, o escritura y ritual. O escritura y neurosis. Esta idea de intentar que las cosas se queden bajo cierto orden, la obsesión por la persistencia, digamos: eso está en los tres. Y en la escritura también. En el caso de la religión, yo creo que es una especie de carpa, de campamento al borde de la desesperación. Creo que, en cualquier época, uno se encuentra ante situaciones en las que siente un deseo desesperado de poder entender, de poder aceptar o interpretar. Y ahí empieza un campamento, siempre al borde de la nada. Eso es la religión. Una forma de la desesperación que se queda justo al margen, porque se inventa una utopía, una esperanza: ¿una carpa? Y ahí se queda, al menos, por un rato. Para aguantar el viento que viene de lo otro. 

La historia de la misión jesuítica que narrás está plagada de rituales extravagantes de parte de todos los habitantes del lugar, también de los guaraníes. ¿Cómo construiste toda esa serie de rituales?

Suelo ir armando cuadernos de notas en los que anoto cualquier cosa que me parezca prometedora. Y, entre esas notas, siempre hay muchos rituales. En general, no los invento. Más bien uso algún material y lo modifico. En La despoblación, aparecen esas lecturas: los ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola, las instrucciones para sanarse de los libros de medicina popular. Los muertos hamacados que mencionás tienen un fundamento histórico que es el culto a los huesos de los muertos (entre los guaraníes de la época de la conquista) y la hamaca, que en el mundo guaraní era la cama. No sería tan raro que un esqueleto fuese guardado enntonces en una hamaca. Siento que es casi razonable (quizá hasta lo leí). 

Pienso que los rituales son un tipo de lógica, una lógica definitivamente contagiosa. En el fondo cualquier lógica funciona por contagio. Los textos contagian sus lógicas, los rituales también. Creo que, como decía antes, los rituales son lugares en los que uno intenta armar algo para poder quedarse. Lo mismo que la lógica. ¡O que la escritura! Un campamento al borde del caos.

Hay en varios de estos personajes, por causa de los roles que ocupan, un tono grandilocuente, de verdad revelada, que especiás con un sentido del humor muy sutil. ¿Cómo pensás al humor en la escritura? ¿Qué escritores admirás que lo dominen?

Sí, yo quería que la grandilocuencia y la humildad estén bien repartida, todas las culturas tienen su grandilocuencia, su pata fija. Y su humildad, que es casi su parte blanda. La parte blanda tiene su propio poder, que es su capacidad de ceder y mezclarse y, de esa manera también, sobrevivir. La parte dura, la grandilocuente, es también la “trágica”. La que se termina dolorosamente. En La despoblación, creo que también un poco los duros se van ablandando. Pero buscan maneras retorcidas de seguir conservando su “fijeza”, ahí viene, creo yo, el humor: porque son bien tercos. En el fondo, ante la conmoción del contacto, creo que la identidad no sirve para nada. Pero el humor sí: el humor da lugar a la ambigüedad, que en el fondo es el principio de todas las posibilidades. La seriedad, en cambio, creo que no da lugar a nada.

  

 

La despoblación tiene también cierto parentezco con el Eisejuaz de Sara Gallardo, y por muy otro lado con los tonos que conseguía Hebe Uhart. ¿Podés ver esos parentescos? ¿Te interesan? 

Sin dudas y, ahora que pienso, cuando me preguntaste a qué escritores admiraba por su humor, me olvidé de responder, pero pensé enseguida en Hebe Uhart. Ella tiene esos personajes adorables que dicen “ma, sí” todo el tiempo, que significa algo así como “no tendría que ser así, pero bueno”, “salió mal, pero ya está”. La despoblación también está llena de personajes que podrían decir eso. El humor creo que son los anteojos para ver esa distancia entre lo ideal y lo real, para no identificarse demasiado con la solemnidad que, para mí al menos, en relación a los ideales, siempre trae problemas. El problema de las religiones, me parece, no es que están llenas de historias que no se cree nadie, eso es perfectamente aceptable, el problema es que esas historias se cuentan con demasiada solemnidad. Si a uno le permitieran tomarse los dogmas con menos distancia y miedo, los disfrutaría. Lo mismo que los rituales: si pudiésemos hacerlos y en vez de enojarnos porque no funcionan, los usáramos simplemente para movernos, ¡lo bien que nos vendrían! Los estados emocionales individuales son medio paralizantes y se rompen solo desde afuera: desde lo ritual (o social), desde esa especie de coersión a seguir moviéndonos que viene de afuera.

¿Cómo fue escrita esta novela? ¿Cómo se te ocurrió y qué podés contarnos del proceso?

Empezó, en verdad, desde las ruinas. Desde el día en que me di cuenta que las iglesias jesuíticas del siglo XVII que se conservan en Córdoba, por ejemplo, son más o menos de la misma época que las ruinas que tenemos en Misiones. Lo que a mí me había parecido siempre los restos de una especie de civilización perdida eran del Siglo XVII, esa fue mi primera perplejidad. Y después me estuve preguntando por qué, evidentemente. Qué salió tan mal. Por qué quedaron en ese estado. Y mi hipótesis (seguramente solo válida para escribir ficción) es que esas son las ruinas de dos utopías que se desencontraron. La utopía europea de la belleza estática (las ciudades hermosas, los templos, las estatuas) contra la utopía guaraní del eterno movimiento. 

Después pensé también que eso podía verse en relación con la oralidad y la escritura, que es una forma de inmovilidad, casi, pero que (al menos en mi caso) tiene la utopía de representar todo lo contrario: el movimiento. La despoblación es también entonces un intento de escenificar esa carrera de la escritura detrás de todo lo otro: la oralidad, las canciones, las leyendas. Yo creo que la escritura gana una especie de ánimo persiguiendo otra cosa. La misma velocidad de la presa la vuelve, creo, un poco más ágil. E imprevisible. 

Los personajes de La despoblación atraviesan visiones, diálogos con deidades, conversaciones sobre tópicos irreales. ¿Con qué referencias construiste este tipo de universo?

Con documentos. Disfruto mucho de leer material que queda “por fuera” de las etiquetas de ficción e historia, por ejemplo: las instrucciones para rezar de San Ignacio que conté antes, o los glosarios jesuitas de guaraní-español. Es un tipo de material misceláneo que para mí siempre es muy inspirador: porque da cuenta de las partes de la historia que están hechas de pequeñas relaciones humanas demasiado sutiles, tan complejas que la Historia grande no tiene más remedio que dejarlas afuera. En los ejercicios espirituales, por ejemplo, uno tiene que imaginarse a una especie de instructor y a un instruido y al tipo de sociedad que les da a cada uno su lugar y a los excluidos de ese proceso ¿hay alguien que no puede rezar, aunque quiera? ¿no puede rezar o no puede aprender a rezar? Todas esas funciones las cumple gente normal, ni demasiado buena ni demasiado mala, que trata de aceptar más o menos todo como viene y de adaptarse. Pero también, a veces, trata de modificarlas desde su individualidad, trata de reinterpretarlas para poder convivir con ellas. No sé, con eso ya se me arman a mí un montón de escenas.

Este año también saliste finalista del Premio Duero con tu libro de cuentos Pombero: imagino tiene cierto aire de familia con La despoblación, ¿no? ¿Qué podés decirnos del imaginario que se está desplegando en tus libros? ¿Es con conciencia de serie o sistema que los escribís?

Bueno, en realidad, creo que hasta Pombero, mientras escribía, yo no tenía una idea muy clara de que podría publicarlos, entonces fueron escritos un poco sin demasiada idea de ruptura o serie. Los fui escribiendo durante los últimos ¿once años? Y tienen un aire de familia, sí, porque digamos que por cierto tiempo estuvieron encerrados juntos, o juntando no sé qué, el polvo de los archivos de computadora. Tienen lazos concientes, pero estoy segura de que los más interesantes son inconcientes. Para mí, los libros son pedazos de la vida, cáscaras casi, uñas que nos crecen tanto que se nos caen. O nos las cortamos. Hacen sistema en tanto vienen de un lugar que no sabemos cómo o dónde es pero del que también, curiosamente, venimos nosotros. Entonces tienen esa importancia, la de darnos una especie de pista más ¿de qué? Yo todavía me sigo preguntando.

 

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