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Treinta años bajo la luna

Un aniversario editorial

Fundada en Rosario en los años 90 por Mirta Rosenberg, Bajo la Luna cumple por estos días tres décadas dedicada a la poesía, la traducción y la ficción. Conversamos con sus editores actuales, Valentina Rebasa y Miguel Balaguer: "Poesía siempre fue nuestro mascarón de proa o nuestro experimento fundamental". 

Por Valeria Tentoni. Fotos gentileza Bajo la luna.

 

 

 

A finales del año 1991, en la ciudad de Rosario, un grupo comandado por la poeta Mirta Rosenberg fundó la editorial Bajolaluna, que en algún momento pasó a llamarse Bajo la luna nueva y hace unos años volvió al nombre original. En 2002 el sello mudó su sede a Buenos Aires, y en 2005 su hijo Miguel Balaguer y Valentina Rebasa, compañera de Miguel, decidieron continuarla. Rosenberg, quien falleció en 2019, continuó publicando en Bajo la luna sus traducciones y libros de poesía, títulos como Cuaderno de oficio, El árbol de palabras o El paisaje interior.

Este año, Bajolaluna cumple tres décadas publicando libros de poesía y ficción, antologías y traducciones. Los editores decidieron celebrarlo con diferentes reediciones, entre ellas obras de Irene Gruss o regresos al catálogo de versiones de Katherine Mansfield (con selección, traducción y prólogo de Rosenberg y Daniel Samoilovich).

A continuación, entrevistamos a Miguel y a Valentina para celebrar este aniversario. 

 

 

Bajolaluna comenzó en Rosario a principios de los 90, ¿cómo fueron esos inicios?

Miguel Balaguer: A los inicios sólo los viví como hijo. Yo no participaba en el grupo fundador que reunió mi madre en Rosario. Le pusieron bajo la luna porque las primeras reuniones de la editorial se dieron en la librería “El hijo pródigo”, un espacio exquisito que llevaban adelante Armando Vites (hoy un gran librero anticuario) y Fernando Tolosa (quien fue parte del grupo fundador) que quedaba debajo de un boliche –muy de reviente– que se llamaba “La luna”. Más tarde alquilaron para la editorial un espacio al lado de la librería, literalmente “bajo la luna”. Los miembros originales eran cuatro amigxs que, después de publicar los tres primeros libros, se pelearon un poco escandalosamente. En ese momento, mi madre nos pidió a mi hermano (Juan Balaguer) y a mí, que trabajábamos en diseño mientras estudiábamos en la universidad, que le diéramos una mano para poder seguir con la editorial. Ahí pasó a llamarse “Bajo la luna nueva” hasta que en 2001 le devolvimos el nombre original. Recuerdo que diagramamos El jardín, de Diana Bellessi, a la noche, en un estudio de publicidad de Rosario donde yo trabajaba y que nos prestaba las máquinas en el horario en que no se usaban, también me acuerdo de la tapa de El diario de la hepatitis de César Aira que garabateamos con mi hermano en la mesa de roble de la casa de la calle Entre Ríos. Después de eso, compramos unas máquinas de imprenta, una guillotina y directamente nos pusimos a hacer los libros artesanalmente en el living de esa casa. Más tarde, la casa se vendió y mi hermano, con mucho más criterio que yo, se enfocó en su carrera como director de arte y artista, mientras Valentina y yo nos mudamos a Buenos Aires.

¿Qué editoras había alrededor cuando nació el sello? ¿A qué mundo llegó Bajolaluna? ¿Cómo se distribuía, hasta dónde llegaba?

MB: Bajolaluna nació el mismo año en que nacieron, por ejemplo, Beatriz Viterbo y Paradiso, un momento en que las editoriales literarias argentinas empezaban a pasar a manos de grupos multinacionales y había poco espacio para que una literatura que no fuera estrictamente comercial encontrara espacios. Estas editoriales de principios de los 90 vinieron a ocupar ese espacio que empezaba a quedar vacante y a ser una vidriera para encontrar una nueva circulación para la poesía y también para una narrativa más experimental, que empezaba a distanciarse de aquel realismo social que caracterizó a la literatura de la posdictadura. Esos años eran los de la poesía en los recitales y ciclos, los libros de Tierra Firme o Último Reino circulando de mano en mano entre los poetas, el murmullo secreto de algunos nombres –sobre todo de mujeres– que se iban afianzando, el momento de las revistas como Babel, Diario de Poesía, Cerdos & Peces, Con V de Vian, entre otras. En ese sentido bajo la luna, y estas otras editoriales, fueron un claro producto de los primeros efectos de la década del 90. 

Los primeros libros intentaron una distribución nacional a través de Catálogos, una distribuidora independiente de aquella época que estaba enfocada (cómo no estarlo) en psicoanálisis y ciencias sociales. Recuerdo que, a pesar de que los libros eran muy comentados, reseñados y reconocidos, no se alcanzaba el nivel de ventas que permitiera sostener la editorial. Ojo, no estoy hablando de sueldos ni de pago de regalías, me refiero a conseguir el dinero para pagar el costo industrial del próximo título. 

 

En los 2000 el sello se traslada a CABA, ¿cómo fue ese movimiento, qué cosas cambiaron?

Valentina Rebasa: Ese movimiento tuvo que ver con nosotros, fue producto de nuestra propia mudanza a Buenos Aires en 2002 y nuestra entrada de lleno en la conducción de la editorial. Con algo de ironía o humor malicioso solíamos decir que Rosenberg la había fundado en los primeros 90 y que para finales de los 90 ya la había fundido. Era un chiste familiar. Lo cierto es que con la crisis del 2001 no teníamos mucho para hacer en Rosario. Miguel había terminado su carrera y yo ya había empezado a estudiar fotografía aquí en Buenos Aires. La crisis nos había puesto en situación de tener que elegir entre probar suerte afuera o intentar algo aquí, después de varias discusiones, terminamos optando por lo segundo, y por enfocarnos en reconstruir la editorial. En ese momento decidimos separar claramente las colecciones, darle una forma más dura a la gráfica, al diseño y a la producción e intentamos encontrar una vía de comercialización que fuera sustentable. 

¿Cuál fue y cuál es, ahora en ausencia física, el lugar de Mirta Rosenberg en el sello? 

VR: Durante toda la primera década de existencia del sello ella fue el alma mater, literalmente. Todas las decisiones pasaban por su órbita, la selección, la lectura, la edición. Nosotros nos ocupábamos en ese momento del diseño y la producción, trabajo que hacíamos desde Rosario para varias editoriales. A partir de 2003, cuando nos rearmamos, pasamos poco a poco a hacernos cargo de casi todo. Aunque siempre conversábamos mucho sobre los libros, los informes que nos hacíamos, las contratapas y los proyectos que andaban dando vuelta. Eran largas sobremesas de domingo, cuando almorzábamos en su casa, hablando de libros, de lo que habíamos leído en la semana, qué andaba dando vueltas, las próximas presentaciones; esas charlas las extraño muchísimo. Diría que esos encuentros eran una especie de taller permanente, por definirlo de alguna manera.

Narrativa, ensayo y poesía: ¿cuál dirían es la búsqueda de cada uno de estos catálogos dentro del sello?

MB: Ensayo es un catálogo trunco, los libros que salieron en esta serie son, más bien, complementos naturales de las otras: publicamos 4 tomos sobre la filosofía Zen, que eran una consecuencia de El libro del haiku; publicamos dos libros sobre cultura coreana, que eran complementarios de la serie de literatura coreana que hicimos entre 2010 y 2015; y varios libros sobre la lectura y la traducción de poesía, que dialogaban claramente con la colección de poesía. Pero nunca fue para nosotrxs una colección pensada más allá de esta complementariedad.

Poesía, siempre fue nuestro mascarón de proa o nuestro experimento fundamental. Desde ese momento difuso en el que empezamos a dirigir la editorial, tuvimos la ambición de que nuestros libros se salieran de la lógica del circuito de mano en mano en las lecturas de poesía; nuestra intención era que nuestros libros pudieran romper el círculo endogámico de lxs poetas y que, a partir de ser objetos deseados más allá de ese ámbito, se pudieran hacer un lugar en las librerías, en el circuito comercial en un circuito cultural ampliado. Apuntábamos inicialmente a músicos, fotografxs, artistas visuales, dramaturgxs, etc, lectores abiertos a ampliar la base de lecturas.

Por último, la colección de narrativa es las más joven de las tres. Si bien desde el principio hubo libros de narrativa en el catálogo de bajolaluna a partir de 2007 le dimos características de serie.

¿Cómo se piensan en el entramado de editoriales independientes argentino? ¿Qué cosas cambiaron en ese sentido desde los 90 hasta hoy?

MB: Desde los 90 hasta ahora cambió todo… todo el tiempo. Está cambiando ahora, es evidente. 

Creo que pensar el entramado de editoriales independientes hoy es más un desafío para los investigadores, funcionarios y gestores culturales que para nosotros que estamos muy involucrados y desde hace mucho. Hoy estamos más enfocados en pensarnos hacia adentro que en una visión de conjunto. Y en reformularnos y cuestionar, una vez más, los modos de presentar los contenidos.

 

El diseño de los libros fue mutando, ¿cuál es la búsqueda en ese sentido y qué importancia le dan?

VR: A partir de 2003 pensamos el diseño como una estrategia cuasi comercial, pero fundamentalmente identitaria. En principio buscamos diferenciar los libros por color. Siempre me acuerdo de una cita de Duchamp que encontré en La ópera fantasma, un libro de Mercedes Roffé, que decía: "El título es un color más". A partir de ahí pensé los libros como artefactos sensibles: la cartulina de tapa, sin plastificar y con textura, el diseño tipográfico que emulaba los tipos móviles gastados e incompletos y un color distinto para cada libro. En ese momento, el proyecto de sustitución de importaciones del gobierno de Kirchner, nos permitía conseguir, a muy buen precio, una cartulina que se usaba para empaques de perfumería que elegimos como marca de identidad para las tapas. Con el paso del tiempo esa cartulina se encareció muchísimo y para peor empezó a escasear porque se exportaba mucho así que el artefacto sensible mutó un poco y, bajo el pretexto de la renovación, cambiamos el diseño y dejamos un poco de lado ese artefacto sensible (muchos lectorxs nos lo reprochan hasta el día de hoy, haciendo el gesto de circular con la yema del dedo por encima de las tapas, donde hubo, alguna vez, una cosquilla) para entrar de lleno en un minimalismo industrial, con el color como protagonista. Hoy las dos colecciones las pensamos desde la sustentabilidad. Siempre usamos papel proveniente de reforestación y de fuentes responsables, en las tiradas en offset no usamos laminados para que el libro sea ciento por ciento reciclable (la intención es que lxs lectores quieran leerlos, subrayarlos, guardarlos y atesorarlos) pero también hay que considerar la posibilidad de que puedan volver a ser papel si algo falla. En el caso de algunos libros de baja tirada, en los que no se puede evitar el laminado, producimos bajo demanda, en tiradas controladas, para evitar cualquier desperdicio. 

Siguen apostando a las antologías, ¿cómo piensan este tipo de libros?

VR: Sí, nos gustan las antologías. Para nosotros es un formato creativo, lúdico que nos permite desarrollar ideas. Las antologías siempre son un corte intencionado, permiten presentar zonas de la obra de algún poeta, cortes temporales, temáticos, regionales... También, en algún punto, proponen metodologías y hasta didácticas de lecturas y recorridos. De alguna manera, nos acercan a los lectorxs, establecen una complicidad y una relación de confianza con ellxs.

Pasaron 30 años, algunas preguntas numéricas. ¿Cuál fue el libro más vendido? 

VR:  El más vendido: No estoy segura pero posiblemente haya sido El libro del Haiku. Se sostuvo durante mucho tiempo, siempre con mucha demanda y ahora acabamos de reeditarlo para celebrar los 30 años.

¿Cuál fue el primero? 

Apuntamientos en el Ashram, de Hugo Padeletti en noviembre de 1991.

¿Cuál fue el último? 

Bueno, no le digamos “el último” porque me da un poco de escalofríos…! El más reciente es la nueva edición de Una letra familiar, la única obra en prosa de Irene Gruss.

 

¿Qué viene de ahora en más y con qué equipo?

VR: Ahora estamos trabajando en La felicidad de los animales la obra poética reunida de Sonia Scarabelli que nos tiene deslumbrados desde siempre y muy entusiasmados desde que empezamos a editarla. Nos encantaría que con este libro muchxs lectorxs puedan descubrir esta enorme poeta de las cosas chiquitas.

Y en narrativa venimos dándole vueltas a la idea de una colección, con más preguntas que respuestas. Estamos leyendo mucho, editando y tratando de entender cómo se sistematiza un programa que pueda tener hitos individuales y, a la vez, una lectura de conjunto y un corte temporal.

En lo formal, bajolaluna, hoy somos tres personas, Miguel Balaguer (el histórico, jaja), Daniel Lipara (que se sumó en 2018) y yo, Valentina Rebasa (que ya comparto más de dos tercios de esta aventura). Pero bajolaluna, es además, un proyecto compartido con muchxs amigxs, campañerxs de ruta con los que formamos una red y con los que nos gusta tramar ideas; sin ir más lejos, por ejemplo, ahora tenemos proyectos en marcha con Elisa Boland, Yaki Setton y Eduardo Stupía. 

Última: ¿cuál de todos sus libros recomendarían para alguien que se inicia en la lectura de poesía?   

Animal de invierno de José Watanabe. 

 

 

 

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