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Ya se ven los tigres en la lluvia

La literatura y el río
El delta como universo narrativo fue visitado por Sarmiento, Borges, Conti y Gamerro, entre tantos otros. A pocos días de un nuevo aniversario de la muerte de Leopoldo Lugones —que se mató en un recreo del Tigre— proponemos un panorama de la literatura que abreva en la región.

Por Patricio Zunini.

Para Sarmiento, el Paraíso quedaba en el Delta del Tigre. El carapachay (Eudeba), libro que recoge los artículos que publicó en el diario El Nacional, comienza con un Génesis vernáculo: la luz, la tierra, el agua, las plantas, los animales, el hombre, las islas. Es una versión sorprendente de Sarmiento, en la que condensa toda la conciencia política que buscará llevar adelante cuando sea presidente. El mismo que le recomendaba a Mitre no economizar en sangre de gaucho porque «sólo sirve para abonar la tierra», recupera la figura mítica del isleño y saborea el ambiente como el dios creador que descansa.

Sarmiento tenía tres casas en el Tigre, la más famosa es la que está sobre el río que lleva su nombre y que está protegida por una estructura de vidrio como una pecera. Era su casa de veraneo. Allí llevó a políticos e intelectuales como Mitre, Pellegrini, Santiago Arcos, Marcos Sastre. Justamente Sastre, que vivía en San Fernando, escribió un estudio lírico sobre la flora y la fauna del Delta, al que le puso de título El Tempe argentino. Hijo modelo de su época, Sastre veía en el Delta el paisaje de la Antigua Grecia: «Tan resaltantes analogías del Paraná con el valle delicioso y fértil del Antiguo Mundo, ha sido lo que me movió a aplicarle el nombre de Tempe; aunque puede decirse con propiedad que el griego es una miniatura en parangón del argentino, que abraza más de doscientas leguas cuadradas».

También Borges se dejó hechizar por las islas y, como Sarmiento y Sastre, necesitó de otra geografía para describirlas: eran, para él, el teatro de las escenas africanas y malayas de Conrad. Borges, que siempre parte y regresa a las letras, retoma en el Atlas la metáfora de Eduardo Mallea: «Ninguna otra ciudad, que yo sepa, linda con un secreto archipiélago de verdes islas que se alejan y se pierden en las dudosas aguas de un río tan lento que la literatura ha podido llamarlo inmóvil». Es probable, sin embargo, que el embrujo que el Tigre despertaba en Borges estuviera atado sobre todo a la sombra terrible de Lugones, que durante años se cernió sobre él. El 18 de febrero de 1938, Leopoldo Lugones llegó al recreo El Tropezón, en la confluencia del Paraná de las Palmas y el Canal de la Serna. Estaba cansado, pidió una habitación fresca —le dieron la número 9, al final de la galería— y que le avisaran a las diez de la noche para comer. Lo encontraron en la cama: había tomado cianuro mezclado con whisky. En una nota —que empezaba diciendo: «No puedo terminar el libro sobre Roca»; Jorge Aulicino dice que una afirmación tal de alguien a punto de quitarse la vida sólo puede corresponderle a un escritor— pedía que no se culpara a nadie y que no le pusieran su nombre a ninguna calle. Nadie en el recreo sabía quién era.

«La censura de prensa, la persecución a intelectuales, el allanamiento de mi casa en el Tigre, el asesinato de amigos queridos y la pérdida de una hija que murió combatiéndolos, son algunos de los hechos que me obligan a esta forma de expresión clandestina después de haber opinado libremente como escritor y periodista durante casi treinta años.» Cuando Rodolfo Walsh escribió la “Carta abierta a la Junta Militar” ya no vivía en Carapachay 459, sino en San Vicente. La casa del Tigre que había alquilado junto a Lilia Ferreyra se llamaba “Liberación” —hoy “El Edén”— y quedaba sobre el río Carapachay, muy cerca de la desembocadura del Luján, a menos de 20 minutos en lancha de la estación de trenes del Tigre. Era una casa modesta, con dos habitaciones y una cocina comedor. Al lado vivía Pirí Lugones, nieta de Leopoldo, que había sido pareja de Walsh y que, conociendo su pasión por el agua, le había contado que aquella casa estaba vacía. (Los lazos entre los Lugones y el Tigre están fúnebremente atados: también en una isla se suicidó —por asfixia— Polo, hijo de Leopoldo y padre de Pirí). Walsh vivió en “Liberación” —él le decía “4 5 9”— entre 1971 y 1976. Allí estaba cuando se publicaron, por ejemplo, El caso Satanowsky y Un oscuro día de justicia. Pero con la llegada al poder de la dictadura militar, las amenazas comenzaron a multiplicarse y Walsh y Lilia debieron abandonar la casa antes de que la Armada entrara por la fuerza. Walsh publicó la carta abierta el 24 de marzo de 1977. Un día después fue secuestrado por un Grupo de Tareas. En el Tigre lo recuerdan con una placa conmemorativa: «En esta isla Rodolfo Walsh practicó el peligroso oficio de escribir junto a su compañera Lilia Ferreyra».

El Tigre Boat Club fue fundado en 1888. Es una casona imponente que ocupa media manzana sobre la ribera continental del río Luján, 150 metros al norte de la confluencia con el río Tigre. En aquellos años, cada comunidad tenía su club: los italianos se reunían en el Club de Canotieri, los belgas en el L’Aviron, noruegos, fineses y daneses pertenecían al Club de Remeros Escandinavos, los alemanes iban al Teutonia. El TBC era uno de los clubes ingleses. Hoy aquel mito de origen pervive en los nombres de socios notables que llevan los espacios comunes y los botes: Bower, Chadwick, Brockwell, Davis, Cummings. Pero hubo otro socio, que tal vez no fue fundamental para el club pero sí para la literatura argentina: Haroldo Conti solía usar los botes de franjas amarillas y negras del tibicí para meterse en las aguas tranquilas del arroyo Gambado y remar hacia el río Sarmiento. Justamente sobre ese arroyo está la que fuera su casa y ahora es casa-museo. Al igual que Walsh, el autor de Mascaró y La balada del álamo carolina fue secuestrado por la dictadura y hoy continúa desaparecido. ¿Cuánto más grande sería la literatura argentina si estos dos inmensos escritores hubieran continuado escribiendo y publicando y militando y viviendo?

Conti es el fundador literario del Tigre moderno y Sudeste (1962) su gran legado: una novela silenciosa y velada como un rezo, en la que un protagonista con nombre de pez —Boga— comulga con el devenir de la naturaleza:

La verdad que el río es ajeno a todo sentimiento, pero muy a menudo parece animado por un humor sombrío. El río es espléndido y el hombre se siente misteriosamente atraído por él. Esto es todo lo que se puede decir. Ese hombre se detiene junto a sus aguas y observa la susurrante vastedad con cierta nostalgia, como si hubiera extraviado algo muy querido y absolutamente primordial en medio de este río semejante a la eternidad. Eso, tal vez, le induce a pensar que el río es bueno. Pero lo cierto es que, en el fondo, más a menudo este río parece endiabladamente astuto y torvo y hasta ruin.

Mucho tiempo después, Camilo Sánchez y Néstor Restivo escribieron la biografía coral Haroldo Conti, con vida (Ed. Nueva Imagen), y se descubrió que los personajes de Sudeste eran de carne y hueso —o, tal vez, de espinas y escamas. Varios de ellos ni siquiera sabían que habían sido escritos por Conti.

El mito del buen salvaje que nace en los textos de Sarmiento empieza a resquebrarse con Una mancha más de Alicia Plante (Adriana Hidalgo). En la primera novela de su “trilogía del agua”, Plante dice que buena parte de la violencia sorda que crece en las islas viene de esa opacidad marrón que es el río. La novela tematiza el pasado reciente en clave policial. Un hombre descubre que su vecino es hijo de desaparecidos y, en lugar de denunciarlo, decide chantajear al apropiador. Con las islas como escenario del crimen —guiño indudable a Rodolfo Walsh—, Plante planta la cara descreída del revisionismo y la reconstrucción de los derechos humanos en la Argentina. Nadie se arrepiente, parece decir. Nadie se salva. Los monstruos siguen siendo monstruos; los santos sólo son santos mientras no puedan ser otra cosa.

El universo literario del Tigre está lleno de voces. Del realismo de Roberto Arlt (Los problemas del Delta) a la evasión fantástica de Bioy Casares (“De la forma del mundo”). Del tedio veraniego de Juan Sklar (Los catorce cuadernos) a la militancia setentista en forma de picaresca de Carlos Gamerro (Un yuppie en la columna del Che Guevara). De la poética y política de Diana Bellessi en el paisaje del Delta a la poética y política de Marcelo Cohen en el Delta Panorámico. La literatura se empecina en el Tigre: «Un empecinamiento que», como dicen los editores de la Revista Carapachay, «en fin es una resistencia, una resistencia que como la guerrilla del junco de la que también hablaba Sarmiento, sirve para defender el terreno ganado al río pero también y sobre todo como base para la creación de nuevos espacios, de nuevas islas».

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