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El árbol genealógico de la ficción

Por Ivana Costa

¿Qué ocurrió antes de que la palabra "ficción" se convirtiera, con el uso, en sinónimo de ficción literaria, romance o novela? Mardulce editora acaba de publicar Había una vez algo real. Ensayo sobre filosofía, hechos y ficciones y de allí extraemos el texto que sigue.

Por Ivana Costa.

 

Los primeros intentos por trazar la historia de las ficciones se concentraron en las ficciones literarias. En el prefacio a su History of Prose Fiction, publicada en 1814 y reeditada en forma póstuma en 1888, John Colin Dunlop explica que “la ficción en prosa parece tener ventajas considerablemente superiores respecto de la historia y de la poesía: en la historia hay muy poca individualidad y en la poesía, demasiada intensidad.”1 Su recorrido comienza con los relatos escritos en Mileto en época helenística: cuentos eróticos y de aventuras, que tuvieron gran difusión en ámbito romano gracias a la traducción latina del buen lector y militar Lucio Cornelio Sissena, en el siglo I a.C. Dunlop prosigue con las novelas griegas de época imperial (Longo y Aquiles Tacio) y bizantina (Heliodoro), y pasa luego a las ficciones latinas; pero son siempre ficciones literarias: el amor que vence obstáculos, novelas pastorales, temas folklóricos. Lo que pudiera haber de ficticio en la mitología, en la poesía o en la prosa historiográfica no interesa.

Desde su perspectiva, la historia de las ficciones es una historia de las ficciones literarias: la mitología, dice Dunlop, merecería un volumen aparte; en los escritos historiográficos, razona, “los personajes se observan a la luz de su interés público”, mientras que la poesía “logra menor detalle, aunque su pintura suele ser, a la vez, mucho más forzada y exagerada”. A diferencia de ellas, la ficción literaria en prosa tiene para Dunlop la ventaja de reunir el gusto por las noticias mundanas con cierta levedad estilística, y además proporciona  una satisfacción que en la vida real no se puede hallar. Dunlop continúa y profundiza la línea iniciada por Pierre Daniel Huet en su Traité de l’origine des Romans, de 1670, pero para fundamentar su punto de vista remite a la autoridad de Francis Bacon. Toma de la obra filosófica de Bacon un luminoso pasaje del tratado El avance del saber, que reproduce con algunas modificaciones:

Así como el mundo activo es inferior al alma racional, así la ficción le da a la humanidad lo que la naturaleza de las cosas le niega, y en cierta medida satisface a la mente con sombras cuando no puede contar con la sustancia; pues bajo estricto análisis, la ficción muestra sin lugar a dudas que a la mente le gusta una mayor variedad de cosas, un orden más perfecto, una diversidad más hermosa que lo que alguna vez pueda hallarse en la naturaleza de las cosas. Por eso, porque los hechos o sucesos de la historia verdadera no tienen esa magnitud que sola satisface al espíritu del hombre, la poesía finge hechos y sucesos más grandes y heroicos. Si en la historia real las cosas no proceden según el parámetro del vicio y la virtud, la ficción lo corrige y nos presenta el sino y la suerte de personas recompensadas o castigada por sus méritos. Si la historia real nos desagrada con su constante y familiar semejanza de las cosas, la ficción nos libera con giros y cambios inesperados, y así no solo nos deleita sino que además nos inculca moralidad y nobleza de alma.2

La ficción literaria se revela así superior a la propia “naturaleza de las cosas” y a la “historia real”, por eso –agrega Bacon– siempre “se pensó que tenía algo de divina”.

Todo el pasaje pretende mostrar hasta qué punto los relatos de ficción –feigned history– tienen suficientes valores en sí mismos; sin embargo, al elegir a las ficciones como objeto de estudio, Dunlop reivindica su competencia para transmitir relatos de la vida cotidiana, no necesariamente ficticios: curiosidades o detalles de la vida de los otros, variada y tentadora, pero que sin embargo la historia descarta como materiales insignificantes o indignos. Dunlop incorpora esta otra línea de defensa de las ficciones literarias: “Es principalmente en las ficciones de una época –escribe– donde descubrimos las maneras de vivir, de vestir y los modales de ese período”3; ellas ofrecen una información valiosa que no hallaríamos en los escritos del historiador. De esto, dice, da testimonio el conde Antonio Maria Borromeo, poeta y narrador véneto que en el prefacio de su Notizia de’ novellieri italiani (1794) elogia “la luz que echan las novelas sobre la historia de los tiempos”. El mejor ejemplo es Matteo Bandello: un “espejo mágico que refleja de manera singular usos y costumbres del siglo XVI, época fecunda en grandes acontecimientos”. Los relatos de Bandello –de los que, se dice, Shakespeare tomó el argumento para Romeo y Julieta, y otras– registran “auténticas anécdotas de la vida privada de soberanos que inútilmente buscaríamos en las historias corrientes”.

Esta reivindicación que hace Dunlop de lo mundano en las ficciones retoma una concepción anticipada por Jean Chapelain en su diálogo De la lecture des vieux romans, escrito entre 1646 y 1647, pero editado recién en 1728. Chapelain, autor y personaje del diálogo, conversa allí con dos hombres de letras, Gilles Ménage y Jean-François Sarrasin, sobre la novela medieval Lancelot du Lac. Chapelain defiende ante sus interlocutores la calidad de esta obrita de ficción, escrita “en los oscuros tiempos de nuestra antigüedad moderna”, porque ella ofrece “una representación genuina, amén de –por así decir– una historia cierta y exacta de las costumbres que imperaban en las cortes de ese entonces.”4 Chapelain quiere hacer ver a sus colegas (sobre todo a Ménage, el erudito que menosprecia la literatura popular y ensalza un clasicismo algo cristalizado) que en los relatos inventados encontramos información histórica relevante. Es el mismo valor que encuentra Borromeo en las novelas de Bandello y el mismo que reclama Dunlop para justificar su preferencia al hacer una historia de las ficciones.

En un precioso ensayo acerca de la fe histórica –análoga a la fe poética: esa suspensión de la incredulidad que según Coleridge rige nuestro vínculo con las ficciones, Carlo Ginzburg5 analiza en detalle el sentido que tiene esa apología de la antigua novela medieval. Chapelain, dice Ginzburg, quiere mostrar que los testimonios que proporcionan las ficciones son “más valiosos” que algunos relatos históricos “precisamente porque se trata de relatos de ficción: los médicos analizan los humores corruptos de sus pacientes a partir de sus sueños; de igual modo podemos analizar los usos y costumbres del pasado sobre la base de las fantasías representadas en sus escritos”. Las ficciones literarias en tanto ficciones tienen su propio valor histórico y documental. Las primeras historias de la ficción, la de Huet en el siglo XVII, y la de Dunlop en el siglo XVIII, comparten en buena medida esta convicción de Chapelain.

Puede ser que el descubrimiento de este noble valor documental, que se añadía al puro gusto por una literatura profana y prosaica (gusto que, para ser aceptado en los círculos intelectuales, precisaba todavía una elaborada estrategia defensiva), haya sido el estímulo para el paso siguiente: ir en busca de una historia de las ficciones que las legitimara o las dotara del módico prestigio de pertenecer a alguna estirpe. Es difícil determinar cuál fue la causa y cuál el efecto. Lo cierto es que todas las historias de las ficciones han sido, desde entonces, historias de las ficciones literarias.

Lo que aquí estoy buscando es en cierta medida previo. La historia que quiero indagar no trata de comparar los contenidos de las ficciones literarias con los de la historia –entendida como el relato de sucesos realmente ocurridos– ni de contrastar el registro más bien depurado de unas, en prosa, con el estilo más elaborado o más denso de otras, en verso. Aquí rastreo la historia de la noción de ficción, y para eso es preciso esbozar algo parecido a un árbol genealógico de los múltiples significados del término para observar qué ocurrió antes de que este se convirtiera, con el uso, en sinónimo de ficción literaria, romance o novela. Rastreando en la historia semántica de la palabra podemos ir más atrás, situarnos en un tiempo anterior a la identificación de ficción con invención literaria, y no porque reniegue de esa asociación sino porque solo partiendo de este otro punto de vista será posible desplegar todos los matices que esta noción involucra. Cuando se deshilvana ese denso tejido de significados aparecen con más claridad los motivos implícitos por los cuales a veces celebramos y a veces denostamos (conscientemente o no) el uso de las ficciones.

 

 

Continúa en...

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Notas

1 Cf. J. Dunlop, History of Prose Fiction. A New Edition Revised with Notes,

Appendices, and Index by Henry Wilson, John Bell & Sons, Londres, 1888, p. iii.

2 Dunlop da esta versión de F. Bacon, The Advancement of Learning II 4.2

(hay traducción castellana de M.L. Balseiro del original de Bacon de 1605: El

avance del saber, Alianza, Madrid, 1988, p. 95).

3 Ob. cit., Dunlop, p. xix.

4 J. Chapelain, De la lecture des vieux romans, Auguste Aubry Éditeur,

París, 1870, p. 13.

5 C. Ginzburg, El hilo y las huellas. Lo verdadero, lo falso, lo ficticio, FCE, México y Buenos Aires, 2010, pp. 109-111.

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