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La poesía y el mar: de Alfonsina a Baricco

Por Matías Moscardi

¿Por qué se empecinan en escribir sobre él? "El mar podría pensarse como una imagen obligada de la poesía universal: sería incluso más fácil señalar los poetas que no escribieron sobre el mar antes que enumerar la vastísima lista de aquellos que lo hicieron", escribe el autor de La rosca profunda.

Por Matías Moscardi.

 

 

al mar hay que decirlo

el mar es un hecho que el hombre no puede pasar por alto

hay que volverlo palabras

hay que hacer del mar un sonido que te salga de la boca

un dibujo de letras que te parta el corazón

ahora van a ver qué fácil

yo les voy a decir

el mar      

           

Así empieza uno de los poemas de Argentino hasta la muerte (1955), de César Fernández Moreno; y sigue:

 

parece la pampa pero con alambrados de espuma

una palma de mano que sostiene las nubes

una almohada para la cabeza de dios

el ojo de buey por donde mira dios desde su camarote

el ojo de la tierra

una rueda con cámara de horizonte

la línea de flotación de todos los buques

la tumbadora que golpean los nadadores

el refugio subterráneo de las playas

una bailarina deshecha

el ruido líquido la parte más baja del cielo

o el verdadero cielo y estamos al revés las estrellas se cayeron arriba

o el verdadero continente y aquí nos ahogamos

 

El mar podría pensarse como una imagen obligada de la poesía universal: sería incluso más fácil señalar los poetas que no escribieron sobre el mar antes que enumerar la vastísima lista de aquellos que lo hicieron. Fabián Casas deja asentado este problema de inflación simbólica con tres versos: «Ahora mirás el mar, pero no decís nada./ Ya se han dicho muchas cosas/ sobre ese montón de agua». Claro que a la vez que clausura la serie, agrega un nuevo desborde: un tipo de designación desencantada, un realismo bajo cero. Los versos de Casas podrían leerse como freno de mano ante la aceleración simbólica que aparece en Fernández Moreno. Hasta acá, entonces, los dos arcos: un imperativo estético y su declive por cansancio. En el medio, hay mucha tela para surfear.      

«El Mar no se aprende sin verlo» escribe Gabriela Mistral, encabalgando esta inquietud ominosa: «Pero ¿qué tiene, ay, qué tiene/ que da gusto y que da miedo?». En la misma línea, Marianne Moore escribe un poema sobre el mar llamado «Una tumba»; dice así:

 

el caparazón de una tortuga golpea

contra el pie de los acantilados

balanceándose por abajo;

y el océano, con las pulsaciones de los faros

y el ruido de las boyas

avanza como siempre

como si no fuera ese océano

donde las cosas que caen

están destinadas a hundirse

y si dan vueltas o se enredan

lo hacen sin voluntad

y sin consciencia.

 

Borges escribió un poema aburrido sobre el mar con una pregunta interesante: «¿Quién es el mar?». A Neruda el mar también lo deja regulando: «¿Dónde está el centro del mar?». Ni Octavio Paz zafa de las preguntas: «¿La ola no tiene forma?/ En un instante se esculpe/ y en otro se desmorona». ¡A Nicanor Parra el mar le hizo escribir un poema solemne! De grande, tuvo que destronar ese fervor de juventud con estos versos: «El mar es un hoyo gigantesco/ lleno de una sustancia viscosa/ llamada agua de mar». ¿Casas habrá leído este poema? Pero el desencanto de Parra no es metafísico sino económico: para devaluar el mar, nos recuerda que existe toda una industria a su alrededor. Algo parecido piensa Sergio Raimondi en su poema «Qué es el mar», que termina así:

 

irrupción de brotes de aftosa en rodeos británicos, hoki,

retorno a lo más hondo de toneladas de pota muerta

ante la aparición de langostino (valor cinco veces mayor),

infraestructura de almacenamiento y frío, caladero, eso.

 

En el poema de Raimondi, como en el de Parra, el signo estético vale por la restitución del signo económico de base; y aún más: por la síntesis máxima que puede generar el lenguaje ante la inmensidad, al punto tal que el mar queda reducido, acá, a un deíctico perfecto, a un señalamiento de tres letras: eso.

En contraste, Alfonsina Storni, como todo suicida, encuentra en el mar una fuerza vital contradictoria: «Oh mar, enorme mar, corazón fiero/ De ritmo desigual, corazón malo (…)/ Oh mar, dame tu cólera tremenda». Idea Vilariño tiene un poema con un título hermoso: «Tan arduamente el mar». Fogwill tiene sus «Versiones sobre el mar»:

«El mismo mar nos pierde; nos encuentra y nos pierde. Tema de las olas: se arman, desobedecen, las crea el viento  –¿su amor?– y se derrumban para volver a armarse con restos de olas anteriores, idénticas. Historia de amor: la planicie del mar, el viento que la oprime, y todo se levanta para perderse. Y todo tiende a disolverse contra una línea de aguas eternas y sol dilapidado llamada mar. Mar: abundancia de sinsentido humano».

Pero solo del sinsentido puede emerger el sentido ¿no? Existe otro poema de Alejandro Urdampilleta, incluido en Vagones transportan humo (2000) –un libro que mi amigo Andres Gallina me leyó hace más de 15 años– llamado «Me voy al mar para ser el mar»:

 

Me voy al mar

a reconciliarme

con todos los que estén adentro

para que salgan afuera

y se vayan

tranquilos ellos

tranquilo yo

otra vez el cuenco de paz

Me voy al mar a reírme

para volverme rico

para hacer buenas

para ensañar como hacerlo

me voy a descifrar mensajes

porque me llaman

me voy a buscar piedras preciosas

a encender faroles

abajo de las olas

 

Como sea, lo cierto es que el mar puede generar las depresiones emo más grandes o la euforia punk más vitalista. En un poema al mar en forma de novela experimental, Alessandro Baricco escribe: «Eso es lo que me ha enseñado el vientre del mar. Que quien ha visto la verdad permanecerá para siempre inconsolable. Y verdaderamente a salvo solo se encuentra aquel que nunca ha estado en peligro». Es una buena síntesis de la cuestión. Los poemas sobre el mar, de hecho, deben ocupar un porcentaje importante de la plataforma marina. Imposible consignarlos sin dejar playas inexploradas. Por eso, hay que terminar con una ola alquímica, un poema donde el mar sea solo la materialización paisajística de una fuerza ingobernable e incomprensible, donde el mar sea más grande que el mar. Para Zurita, precisamente, el mar late en el pecho como el amor; o al revés, el amor es una marea incontenible: «Todo lo que amamos es el mar/ América es un mar con otro nombre/ todo lo que vive es un mar con otro nombre». El mar es la parte invisible de todo lo que vive, hecho visible. Quizás, por eso, en otro poema le asigna un poder que, para curarnos, primero promete cubrirlo todo por completo:

 

Y si el océano se cierra sobre nosotros y

nuestros cuerpos se desfondan en la noche del mar

que no obstante tu amor pase por arriba, como los

meteoritos, y al otro lado; donde las nuevas playas

del océano nacen, que algo aún se levante de

nosotros y que seas tú renaciendo (…)

Y que desde el fondo, igual que una larga

isla soñada, aparezca todo el dolor, toda la herida,

todo lo que sufrimos, como una nueva patria

bañada por las olas.

 

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