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La risa literaria

Por Matías Moscardi

"¿Cómo nos hacen reír las palabras?", se pregunta el autor de Las cosas visitando a Deleuze, Levrero, Eco o Lamborghini. "Hay algo en el lenguaje más allá de toda escena, hecho o peripecia, más allá de la representación, que tiene que ver con un modo de narrar y nombrar". 

Por Matías Moscardi.

 

Hoy bostecé varias veces en terapia y pensé en el concepto de transferencia: mi analista me miró sin inmutarse. ¡No pude contagiarle el bostezo! Y sabía, por otro lado, que, en ese momento, tuvo que concentrarse mucho. Hasta debe haber pensado cosas como que queda mal que bostezar ante un paciente angustiado. A la vez, asocio «bostezar» con «bosta»: a pesar de que el capitalismo lucra con la mierda que descartamos todos los días de nuestro organismo, real y simbólicamente, lo cierto es que esa mierda es aburrida, soporífera, predecible y orgánica: siempre sale del mismo lado, huele más o menos igual y tiene una serie de formas convencionales.

En cambio, al revés que esos fenómenos corporales como la mierda y el bostezo: ¿de dónde viene la risa? El órgano asociado es diametralmente opuesto al culo: la boca. A la vez, es el órgano del lenguaje pero, sobre todo, de la supervivencia alimenticia. Si para la boca resulta raro, después de años de evolución, las personas hablemos, resulta aún más raro que nos caguemos de risa.

Digo: hablar genera comunidades y comunicación, es decir, pactos, negociaciones, sistemas económicos y modos de organizar, comprender e intervenir en el mundo. Reír, en cambio, a priori, no produce ningún agenciamiento. Es cierto que existe la comedia y que la gente consume risas. Pero es por otros motivos: quizás porque el capitalismo puede transformar cualquier cosa en objeto de consumo, incluso no consumir puede ser provechoso para el capital. Podríamos pensar la risa, en cambio, como aquello que resiste e incluso interroga el consumo.

Un gran amigo me dijo el día que nos conocimos que el humor es el vaso conductor de las relaciones humanas, lo que lubrica cualquier vínculo. Yo traduzco: es imposible amar, tener amigos, sin que compartir una parte importante de nuestro humor. Deleuze llega a decir, en una entrevista que forma parte de su Abecedario, algo hermoso sobre la amistad: que ser amigos es preguntarse, sin decirlo, «¿qué nos hace reír hoy? Al fin y al cabo, prácticamente pase lo que pase, ¿qué nos hace reír hoy entre todas estas catástrofes?». La risa parece el combustible vincular insoslayable.

Ahora bien: ¿qué relaciones existen entre risa y lectura? ¿Alguna vez se rieron leyendo un texto? Pasa como con el miedo: es más fácil sentirlo en la realidad o en las películas. Que un texto nos genere verdadero temor es algo excepcional. La risa involucra el cuerpo y la mirada. Sin embargo, recuerdo haber leído Las primas, de Aurora Venturini, y llorar de risa cada dos páginas. O los Relatos de poder, de Carlos Castaneda, y que se me escapen carcajadas cuando Don Juan le toma el pelo a Castaneda.

En la crítica de poesía argentina, se escribió mucho sobre Leónidas Lamborghini y la risa. De hecho, Lamborghini tiene un libro que se llama El riseñor, palabra que conjuga el modernismo rubendariano y su contrapartida irreverente. El mismo Lamborghini escribió ensayos sobre la parodia y la comedia en la poesía gauchesca, que se supone solemne. Hay una parte de El solicitante descolocado que siempre me hizo reír mucho. Dice así:

 

Y corro entonces a ponerme

debajo del pájaro

que caga

la suerte de traer

plata

entonces

y luego de esperar

prudentemente

un rato

volví

y le dije

a mi Dama

–No gastes un solo peso

porque el pájaro

no ha cagado sobre mí

 

¿Qué me hace pensar la risa que me activan estos versos? En principio, Lamborghini usa «debajo» en lugar de «abajo»; elige la opción léxica más formal para la acción de ponerse a merced de un pájaro que te va a cagar encima. En segundo lugar, el pájaro, ante este cuadro inverosímil y supersticioso, podría cagar directamente dinero. Pero solo caga «la suerte de traer plata». En esta irrealidad, pudiendo ser un pájaro mágico y dadivoso, es un pájaro exigente y, de alguna manera, burocrático y dilatorio: para dar lo que promete hay que hacer un trámite escatológico. Lo gracioso es que, en definitiva, la única actividad efectiva del pájaro es cagar. Como en el proverbio popular, eso está relacionado con la suerte. Pero Lamborghini eleva la escena, en lugar de degradarla, sin perder su lugar común reconocible donde asociamos la buena fortuna con la mierda: así como dice «debajo» escribe «Dama»; así como dice que el pájaro caga, explica que, final y fatalmente, no cagó. ¿Por qué me resulta, al menos a mí, tan gracioso? Quizás por esto: alguien cree con fervor en algo que, de alguna manera, lo denigra, y ni siquiera puede ser denigrado, como un suicida que se quiere ahorcar y se le rompe la viga o se le corta la soga. La risa es, entonces, el fracaso de nuestra propia autodestrucción, la ridiculez de toda pulsión de muerte: ni siquiera podemos ser desdichados voluntariamente.

Sabemos que la risa, por otro lado, es histórica y cultural. Teorizaron sobre esto Herni Bergson y Mijail Bajtin. Sin embargo, cuando vemos una película de Chaplin, lo primero que aparece como interrogante es: ¿cómo algo tan remoto y lejano en el tiempo nos hace estallar de risa? Fíjense que no pasa lo mismo con las películas de Buster Keaton, que son geniales y graciosas pero en un nivel más intelectual: no hay espasmo corporal ahí. En un libro sobre Chaplin, precisamente, Sergei Eisenstein, –director solemne, político, comprometido, serio y cualquier otro adjetivo que quieran agregar– dice que la verdadera grandeza del cine de Chaplin es «ver los acontecimientos más terribles, más penosos, más trágicos, con los ojos de un niño risueño». Recordemos que Chaplin se rió de Hitler en pleno nazismo y fue extraditado y expulsado de los Estados Unidos por el mismo J. Edgar –inventor del sistema de archivo contra radicales del FBI– porque catalogó esa película  como «comunista». Ahora bien, lo cierto es que hay algo físico en las comedia de Chaplin. Así se llama el género: comedia física. Su efecto, muchas veces, depende de movimientos creados por Chaplin, modos de moverse que antes no existían.

La cuestión es, en cambio, ¿cómo nos hacen reír las palabras? Por ejemplo, si vamos al Quijote: ¿por qué es tan gracioso después de cuatro siglos? O Borges, que es tenido como el «Gran Ortiva» de la literatura argentina: ¿cómo hace para ser tan gracioso? Arriesgo: hay algo en el lenguaje más allá de toda escena, hecho o peripecia, más allá de la representación, sino que tiene que ver con un modo de narrar y nombrar. Digamos: habría una forma de la risa literaria.

Podríamos pensar que esa forma, como tal, no es sencillamente grotesca u obscena; y que, por lo tanto, nunca es inmediata, rápida ni fácil. Por el contrario, la risa literaria siempre implica un grado de sutileza e ingenio: como si demandara un trabajo del lector y nunca una reacción inmediata. El sistema nos vende lo contrario: para reír no hay que pensar, para llorar tampoco. Y, aún así, hacemos trabajos descomunales e invisibles tanto para ser felices como para estar tristes. ¿Hacemos algo para estornudar? ¿El estornudo es equiparable a la risa? Hagamos una reducción al absurdo: el estornudo, como fenómeno corporal, es transhistórico; la risa, al revés, es cultural, histórica y, en parte, subjetiva. Dicho de otro modo: toda risa es política y requiere de un trabajo del reidor.

Fíjense que la tragedia siempre demanda de nosotros un solo y único efecto: que estemos tristes, que seamos compasivos y empáticos ante el dolor. Si a un amigo se le muere un familiar y escribe un poema sobre eso, el poema jamás puede darnos risa: nos deja entre la tristeza o, de lo contrario, ante la deshumanización o la apatía. Aunque el poema sea malo, la tragedia lo vuelve valioso. En la risa pasa algo muy distinto: si no nos reímos ante un pésimo comediante, jamás nos sentimos culpables o cínicos. La tragedia es, de algún modo, emocionalmente, autoritaria. La risa es, en este estricto sentido, democrática.

Levrero, en La novela luminosa, donde se la pasa haciendo yogurt, jugando al juego de las cañerías de Windows y pidiéndole perdón al mismísimo Guggenheim por usufructuar una beca con la cual no puede cumplir, me hace reír mucho porque no quiere ser gracioso sino sincero. Su amigo Francisco Gandolfo, padre de Elvio Gandolfo, me genera carcajadas en El sicópata. Versos para despejar la mente porque asume la perspectiva de un loco que habla muy en serio sobre su locura, como si la única seriedad permitida fuera en relación un pacto con su clausura: el humor.

Entonces, frente a la voluntad trágica, deliberada, técnica y conducida, la comedia siempre implica un grado de impremeditación, incluso un poco de ingenuidad, de no control. Pienso acá en el nombre que reúne la poesía de Fernanda Laguna, poeta que me hace rodar de la risa: Control o no control. La risa no parece respetar el sustrato fundamental del arte: lo que los griegos llamaban la tekné. No hay, precisamente, métodos. Sí convenciones, estereotipos de lo que causa gracia. Pero no técnicas.

¿Jesús rio? Eso se preguntan los monjes en El nombre de la rosa, de Umberto Eco. Incluso llegan a matar por la lectura de un texto de Aristóteles donde se defiende la comedia. ¿Un soldado raso puede reírse de su superior? ¿Podemos reírnos de todo o solo de algunas cosas? La risa delimita posturas políticas determinadas, recorta corporalmente nuestra realidad, los temas y los modos ante los que podemos o no podemos ejercerla, recorta también los sujetos –podemos reírnos con amigos, pero no ante un jefe–; como en un chiste de los Simpsons, no es lo mismo reírse de que reírse con. Reírse de alguien puede ser denigrante y hasta tortuoso: ahí la risa ostenta su poder despectivo de exclusión.

Sea como sea, y al margen de los humores personales, lo cierto es que cuando leemos algo gracioso, el efecto está fundado en el reconocimiento, racional o intuitivo, de cierta inteligencia de la lengua. Y más aún: la risa leída, la risa literaria, demanda de todo lector una reflexión sobre el efecto que produce, sencillamente porque es extraño –sino demencial– reírnos solos, mirando un papel repleto de esos garabatos llamados letras.

Podemos entender de inmediato por qué nos da risa que alguien se caiga y no haya mayores consecuencias; pero ¿es lo mismo que alguien escriba sobre alguien que se cae? Ver para reír, parece decirnos el sentido común. Sucede lo mismo con las películas de acción o de artes marciales: ver una coreografía o explosiones en la pantalla no es lo mismo que leerlas. Leer la pelea de Bruce Lee contra miles de personas en Operación Dragón debe ser un verdadero embole. Por eso, cuando la risa literaria irrumpe, siempre lo hace como pregunta sobre la lengua: ¿qué palabra nos hizo reír, qué sintaxis, más allá de las peripecias, nos sacó una carcajada? La risa literaria, de este modo, interviene en una reflexión sobre el reparto cultural de temas, enunciados y sujetos: ¿las cosas de las que está prohibido reírse serán la tristeza que usarán para gobernarnos?         

 

 

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