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Miniaturas extraordinarias

Por Carlos A. Scolari

Tomamos algunas piezas del libro nuevo de Carlos A. Scolari publicado por La Marca Editora, Cultura snack. La dedicada atención del autor hacia los formatos pequeños de la comunicación glorifica el arte de lo breve.  

Por Carlos A. Scolari.

 

 

En El libro de arena Jorge Luis Borges incluyó “El espejo y la máscara”, un cuento que retomaba una tradición de reyes, poetas, libros, laberintos, bibliotecas y paradojas de la cual él mismo había sido precursor tres décadas antes. El relato cuenta que el Alto Rey, después de la batalla de Clontarf, le encargó al Poeta un glorioso canto a su victoria. Tenía un año para terminarlo. Pasados los doce meses, el Poeta regresó y recitó un exquisito poema que respetaba a la perfección las reglas del género. El Rey le agradeció, le regaló un espejo de plata y le encargó un nuevo poema.

Después de un año, el Poeta volvió con una obra maravillosa que rompía con todas las convenciones. El Rey lo alabó, le regaló una máscara de oro y le encargó una nueva versión.

Como ya había descubierto Vladimir Propp al estudiar los cuentos folclóricos rusos, la tercera prueba es la vencida. El poeta regresó al cabo de doce meses y recitó al oído del Rey el nuevo poema. El nuevo canto a la gloriosa victoria era como un buen tuit, tenía solo una línea de extensión y era la poesía total. Un tuit puede mover montañas y conciencias. El Rey abandonó el palacio para recorrer su reino convertido en mendigo, no sin antes dejar al Poeta una daga para que se suicidara.

Del breve poema total, ni noticias, nunca nadie lo volvió a oír, aunque algunos especulan que está abandonado en un servidor en la nube, esperando que un internauta inquieto lo baje a golpe de clics.

 

 

En la antigüedad las miniaturas tenían un carácter puramente alegórico. Minipaisajes orientales, templetes para el descanso eterno o las artísticas producciones que integraban botánica y mineralogía en un mismo objeto funcionaban como metáforas. Como explica Federico Silvestre en Micrologías. O breve historia de las artes mínimas, en lo pequeño siempre se descubre “cierta relación con algo más grande. Micromundos extrapolables o minialegorías de un Cosmos inextricable, esas obrillas nos informan sobre el secular intento de la voluntad de aprehender lo inefable”.

Los penjing o “paisajes en vasija” eran pequeñas obras difundidas en China a partir del siglo vii que reproducían montañas y grutas cubiertas con bonsáis. Según Rolf Alfred Stein –uno de los pocos occidentales que se interesó por estas exquisiteces–, los penjing descendían de los incensarios en forma de montaña (boshanlu) y las montañas en vasija (penshan). Los mejores penjings contenían varias especies vegetales y se valoraba mucho la presencia de piedras extrañas. Cuanto más pequeño, mejor era el penjing.

 

En los tiempos antiguos no todos podían aspirar a una pirámide o un panteón monumental para dormir el sueño eterno, así que en Egipto, Roma y Grecia tuvieron gran éxito las urnas funerarias o sarcófagos en forma de casa o templo. Esta tradición de los microtemplos hoy sobrevive en los mausoleos y nichos de los cementerios. En Bizancio los artesanos redujeron aún más las dimensiones de estos ataúdes de piedra hasta convertirlos en una pequeña cajita con forma de templo. Las iglesias medievales competían entre sí para obtener las mejores reliquias –un clavo de la cruz de Jesucristo, un dedo de San Pedro, un fragmento del cuero cabelludo de Santa Águeda, un brazo de Santa Tecla–, pero también se disputaban estas ricas urnas trabajadas en oro. Estos templetes dorados eran colocados dentro de construcciones específicas como los baldaquinos y retablos, los cuales, a su vez, valorizaban a las grandes iglesias y catedrales. Esta lógica –un templo dentro de un templo dentro de un templo– recuerda el infinito juego de las matrioskas rusas. Lo micro y lo macro. El autor sugiere apuntar un concepto: la recursividad de las estructuras fractales.

Los microjardines o Handsteins eran un producto típico de la Mitteleuropa, aunque no se descarta que, allá por el siglo xvi, los artesanos y coleccionistas alemanes se inspiraran en los boshanlus chinos. Los Handsteins podían adoptar la forma de un pequeño crucifijo en medio de una montaña rocosa reconstruida en sus mínimos detalles con pequeñas incrustaciones minerales. Muchos Handsteins formaban parte de las colecciones de las Wunderkammer o gabinetes de curiosidades, esas barrocas habitaciones atiborradas hasta el techo de animalia, vegetalia y mineralia provenientes de todos los confines del mapamundi. También los artificialia hechos por la mano humana formaban parte de las colecciones. El Handstein era a la Wunderkammer como el templete a la catedral. O sea, otro fenómeno fractal que jugaba a pasar de lo micro a lo macro, de lo macro a lo micro.

Así como existen microcosmos de piedra y metales preciosos que reproducen el dominio de lo natural, también hay microsimulacros que representan las macroconstrucciones arquitectónicas. Los pueblos precolombinos reprodujeron sus construcciones a través de la cerámica, los relieves en la piedra, las pinturas y… las maquetas. La mayor cantidad de representaciones se han localizado en la costa norte de Perú, en el norte y centro de Ecuador, en los estados mexicanos de Nayarit, Guerrero y Oaxaca, y en el valle del Anáhuac.

Las maquetas, entonces, no son nada nuevo: ya existían en los tiempos antiguos, en la América precolombina y en la Edad Media –de hecho, los relicarios religiosos góticos que reproducían los templos tendían un puente entre el mundo del orfebre y el saber del arquitecto–. Sin embargo, fue en el Renacimiento cuando estos pequeños simulacros se convirtieron en uno de los principales instrumentos de trabajo y presentación de los arquitectos. Cuenta Giorgio Vasari que en el siglo xiv Giotto encargó una copia reducida de su campanile para el Duomo de Florencia y, un siglo más tarde, Filippo Brunelleschi hizo lo mismo con la cúpula para el mismo edificio, esa que lo inmortalizaría en los manuales de arquitectura.

Atención a este dato: Filippo Brunelleschi tenía una formación completa basada en el quadrivium escolástico: aritmética, geometría, astronomía y música. Sabía pintar, leía a Dante y dominaba las leyes de la perspectiva. Cuando ganó el concurso para la cúpula del Duomo de Florencia en 1418, pertenecía al gremio de los orfebres y ya tenía acumulada una buena experiencia en la construcción de altares de plata. Por la misma época un tal Johannes Gutenberg comenzaba a dar sus primeros pasos en la fundición del oro, el pulido de piedras preciosas y el grabado del metal. Esta información de carácter biográfico sobre Gutenberg no deja de ser sorprendente: algunos todavía piensan que este emprendedor de Maguncia venía del mundo editorial y se dedicaba a copiar libros en el scriptorium de El nombre de la rosa. Nada más lejano de su realidad: Gutenberg era un orfebre, un microartesano del metal. Estos conocimientos técnicos le resultaron fundamentales a la hora de diseñar, moldear y fundir los primeros tipos móviles de su imprenta.

Después de la construcción del Duomo de Florencia, la otra gran licitación eclesiástica fue el concurso para la basílica de San Pedro de Roma organizado por Donato Bramante, por entonces primo architetto del Papa. Miguel Ángel hizo la gran Calatrava y ganó el concurso gracias a una maqueta de la cúpula en escala 1:15 que dejó boquiabierta a la otra cúpula, la eclesiástica. Todavía hoy los turistas que visitan la Ciudad Eterna escalan la cúpula por un estrecho pasillo interior no apto para claustrofóbicos con el único objetivo de dar una ojeada, sacar todos la misma foto y emprender el descenso en rigurosa fila india.

 

Durante el siglo xviii el arte de la maqueta pasará de Italia a Inglaterra, siendo el modelo de Christopher Wren de la catedral de Saint Paul el paradigma dominante. También los constructores franceses incursionaron en este microgénero arquitectónico: todavía hoy se conservan las maquetas de las cúpulas del Dôme des Invalides (1715), del Panthéon (1757) y de la Basilique du Sacré Cœur (1890). En el siglo xx todos los arquitectos, desde Le Corbusier hasta Gaudí, jugaron con sus maquetas antes de poner el primer ladrillo. Cada uno se divertía a su manera; por ejemplo, el arquitecto catalán, para liberar las formas y aprovechar al máximo las estructuras de sus arcos, maquetaba con cadenas invertidas.

Pero no solo a los arquitectos les encanta jugar con sus maquetas: también el Poder (con mayúscula) tiene una debilidad congénita por estas microconstrucciones. No se pueden separar las maquetas de los poderosos que las encargan ni de los poderes que encarnan.

En 1911 Paul Bigot culmina, después de trece años, una maqueta de setenta metros cuadrados dedicada a la Roma imperial de la época de Constantino. De esta miniatura en escala 1:400 existen dos versiones: una en la Université de Caen Basse-Normandie y otra en el Musées Royaux d’Art et d’Histoire de Bruselas. Estas maquetas de Bigot no deben confundirse con la de Italo Gismondi en escala 1:250 que se encuentra en el Museo della Civiltà Romana y que fue utilizada en un par de escenas de Gladiator (Ridley Scott, 2000).

A finales de los años treinta, Adolf Hitler y Albert Speer decidieron materializar sus respectivas utopías en forma de una gran maqueta de la Welthauptstadt Germania, la nueva capital de la Alemania victoriosa que emergería después de la guerra. Dicen que Hitler tenía pensado ganar la contienda en 1945, terminar de construir la nueva Berlín y después retirarse con una Expo Universal consagratoria en 1950. Para llevar adelante su plan de pensiones, en 1937 Hitler nombró a Speer Generalbauinspektor für die Reichshauptstadt y lo puso al frente de su delirio arquitectónico. No hay que dejarse influir por las dimensiones mini de las maquetas: Welthauptstadt Germania estaba pensada a lo grande. La Großer Platz tendría unos 350.000 metros cuadrados –los suficientes para que Leni Riefenstahl diera rienda suelta a sus trávelin durante los desfiles de los camaradas– y la cúpula del Große Halle alcanzaría los doscientos cincuenta metros de diámetro. Según la Wikipedia estamos hablando de un volumen dieciséis veces superior al de la Basílica de San Pedro. Con sus cien metros de altura, el Arco del Triunfo pensado por la dupla Hitler-Speer no se quedaba atrás; el otro Arco, el de París, entraría holgadamente en la apertura de su hermano mayor teutón.

Dicen que cuando el padre de Albert Speer vio la maqueta de la nueva Berlín le dijo a su hijo: “Todos ustedes se han vuelto completamente locos”.

No, no se habían vuelto locos. Eran nazis jugando con sus Legos.

 

 

Antes de ser una serie de animación creada por Matt Groening, el padre de The Simpsons, Futurama fue una ciudad del futuro presentada en la New York World’s Fair de 1939. Porque las maquetas no son solo una cuestión de espacio: también operan en el eje temporal. Si Albert Speer diseñó la Berlín del futuro, Norman Bel Geddes hizo lo mismo con la América de los años sesenta. La maqueta tenía una superficie de un acre y contenía quinientos mil edificios, millones de árboles y cincuenta mil vehículos, de los cuales unos diez mil circulaban por una multi speed interstate highway de catorce vías. “Futurama –escribió Norman Bel Geddes– es un modelo a gran escala que representa casi todos los tipos de terreno de América e ilustra cómo un sistema de autopistas podrá establecerse en todo el país –a través de las montañas, a lo largo de ríos y lagos, en las ciudades y pueblos– sin desviarse jamás y respetando los cuatro principios básicos del diseño de la carretera: seguridad, confort, rapidez y economía”.

Sobredosis de modernidad.

Las Puppenhauser o casas de muñecas eran otro típico producto Made in Germany que sedujo a las niñas –y no tan niñas– de una clase social emergente que pedía a gritos, como diría Bourdieu, la distinction. No cuesta mucho coincidir con Federico Silvestre cuando considera a las Puppenhauser la “expresión de una mentalidad de clase y de un espíritu de época: el de la feminidad ociosa, el de la feminidad burguesa […]. Cuando los Handsteins pasaron de moda, los burgueses bávaros tomaron el relevo con sus diminutas cocinitas y sus casitas-armario”.

A finales del siglo xvii, las casas de muñecas estaban de moda en toda Europa, y es en ese momento cuando se crearon en Holanda las primeras obras maestras.

Cuando el autor visitó Ámsterdam en 2005, el Rijksmuseum estaba de reformas. Para no defraudar a los turistas, las autoridades habían organizado una miniexposición con los capolavori del museo. Dentro de esta selección de obras maestras se destacaba, obviamente, De Nachtwacht (La Ronda de Noche) de Rembrandt (1642), el gran cuadro encargado para el Cuartel General de los Arcabuceros. Pero entre los capolavori, recuerda, le llamaron la atención tres miniaturas que encajan perfectamente en este capítulo de introducción a la micrología.

Miniatura número uno. La maqueta del barco William Rex de C. Moesman (1698), de cinco metros de largo, era un pequeño gran monumento al poderío naval de la República de las Provincias Unidas (tal es el nombre de los Países Bajos en el siglo xvii). El alcalde de Ámsterdam lo había expresado con todas las letras: “nuestro mayor poder y prosperidad se deben al Imperium maris y al comercio con el extranjero”. Todos los componentes de la nave, hasta los más pequeños y frágiles como los aparejos, anclas, cañones, poleas, sogas y velas, fueron reproducidos teniendo en cuenta los más mínimos detalles. Dicen que el mismísimo almirante Cornelius Evertsen supervisó la construcción de la versión mini del William Rex.

Antes de proseguir con las otras dos miniaturas, el autor reflexiona que la misma exposición de los capolavori no era otra cosa que una versión abreviada de la colección completa de las obras del Rijksmuseum, una especie de tráiler que mostraba las mejores escenas de una vieja película de celuloide mientras la estaban restaurando.

Miniatura número dos. La casa de muñecas de Petronella Oortman (1685-1705) era tan famosa en su época que algunos visitantes cruzaban media Europa para conocerla. A los amantes de las estadísticas les puede interesar saber que esta Puppenhaus estaba construida en escala 1:9 y contenía más de setecientos objetos. Las piezas de porcelana, provenientes de Japón por encargo, se compraban a través de la Compañía de las Indias Orientales. Dicen que al alemán Zacharias von Uffenbach le organizaron una presentación de tres horas de duración, lo que le permitió controlar las bragas de las minimuñecas, hurgar en los miniarmarios y darle una ojeada a los minilibros de la biblioteca. Solo con lo que gastó Petronella en la decoración interior se podría haber comprado una casa real.

Miniatura número tres. La casa de muñecas de Petronella* Dunois (1676). Menos ambiciosa que la de su tocaya, esta Puppenhaus tiene detalles que la humanizan: algunos objetos no respetan las proporciones, y las diferentes salas están habitadas por pequeñas muñecas de cera.

Una de las muñecas está pariendo gemelos.

*No, no se trata de un error, las dos mujeres fueron bautizadas con el mismo nombre: Petronella. Así es la burguesía, siempre pendiente de las modas.

 

 

Las Puppenhauser servían para poner orden en un mundo caótico. Como cualquier otra forma de coleccionismo, la minuciosa reconstrucción de las minicasas respondía a la pulsión de comprar, clasificar, colocar, arreglar, disponer. Mandar. La pequeña Briony Tallis (Expiación, Ian McEwan) descubre que la escritura, además de un placer, es un instrumento de gran ductilidad para organizar el caos: “escribir relatos no solo entrañaba secreto, sino que también le brindaba todos los placeres de miniaturizar. Se podía construir un mundo en cinco páginas, y hasta más placentero que una granja en miniatura”. La versión cinematográfica dirigida por Joe Wright en 2007 se abre precisamente con un plano frontal de la casa de muñecas de Briony que reproduce la mansión de los Tallis (donde está a punto de estallar el caos) y, de fondo, el sonido inconfundible de una máquina de escribir.

 

 

Hay dos objetos kitsch por excelencia: las reproducciones del Coliseo romano y las bolas de cristal con nieve. El Coliseo puede ser reemplazado por el David de Miguel Ángel, una góndola o la Torre Eiffel; las bolas de nieve, por su parte, pueden incluir todo tipo de construcciones o personajes en su interior. El sueño de encerrar un universo dentro de una esfera no es precisamente reciente, atraviesa la Antigüedad clásica y lo reencontramos en El Jardín de las Delicias de Hieronymus Bosch: si el guardia de El Prado dejara al visitante plegar el famoso tríptico, se encontraría con un globo terráqueo de cristal que encierra al mundo. Para algunos representa la creación, para otros la Tierra tras el Diluvio Universal.

Si los pequeños barcos embotellados estuvieron de moda en el siglo xviii, las esferas de cristal irrumpieron en la Exposición Universal de París en 1878. La primera bola propuso a un hombrecito con paraguas. El kitsch de cristal por excelencia, con la Torre Eiffel en su interior, fue el hit de ventas durante la Expo de 1889 y dejó embobada a una larga lista de intelectuales y coleccionistas, entre ellos el siempre curioso Walter Benjamin.

Las bolas de nieve son polisémicas y pueden tener múltiples usos narrativos. En Citizen Kane (Welles, 1941), a diferencia del tríptico de Bosch, la bola de nieve no está vinculada a un acto de creación o renacimiento, sino a la muerte del protagonista. La escena de la bola que cae de la mano de Orson Welles/Kane para hacerse añicos contra el piso fue homenajeada por The Simpsons en el episodio “Mr. Plow” de la cuarta temporada (1992), confirmando una vez más que la serie de animación de Matt Groening es una bola de nieve amarilla que encierra toda la cultura del fin de siècle.

 

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