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Traducir a Cervantes

Por Edith Grossman

"Si uno niega la proposición según la cual los traductores profesionales son aguda e incurablemente patológicos, la pregunta obvia es por qué cualquier persona sensata participaría en una actividad tan calumniada que a menudo es pasada por alto como un trabajo rutinario de baja categoría o vilipendiada como cercana a lo criminal". Un extracto de Por qué la traducción importa (Katz).

Por Edith Grossman.

 

La traducción es un oficio extraño, apreciado por lo general por los escritores (con unas pocas excepciones flagrantes (como Milan Kundera, cuyo ataque a su traductor al francés fue tan virulento que alcanzó una especie de agria notoriedad), subvalorado por los editores (los honorarios de los traductores tienden a ser tan bajos que por lo general los agentes no están interesados en representarlos), trivializado por el mundo académico (sigue habiendo comisiones de promoción y puestos que no consideran las traducciones como publicaciones serias) y prácticamente ignorado por los reseñadores (asombrosamente, aún es posible encontrar reseñas que ni siquiera mencionan el nombre del traductor, por no hablar de discutir la calidad de la traducción). Es una ocupación que para muchos críticos es, en el mejor de los casos, imposible, y en el peor una traición, y en promedio no mucho más que el resultado acumulado de una familiaridad diligente, incluso esclavizante, con los diccionarios, aunque llevar un texto a otro idioma tiene una historia prolongada y gloriosa. Puede jactarse de practicantes ilustres que van desde san Jerónimo a los traductores de la corte del rey Jacobo, a Charles Baudelaire y a Ezra Pound, y, como ya se señaló, es innegablemente una de las características que definen al Renacimiento europeo. Como nos cuenta Robert Wechsler en Performing Without a Stage:

Los traductores podían ser mucho más claramente artistas en una época en que su papel era el mismo que el del autor: entretener, expresar, ampliar su arte y su lenguaje. La traducción en la Europa del Renacimiento no era un paliativo de la enfermedad de la lengua única, como lo es hoy; era una parte de la literatura, una parte del paso de las tradiciones y las creaciones literarias de un idioma a otro, y una parte de la creación a menudo consciente de idiomas modernos vernáculos, que fue central para la causa de la Reforma, religiosamente y políticamente (p. 69).

Pero todos ustedes han oído la definición burlona, y tal vez la hayan repetido una o dos veces: se dice que Robert Frost definió la poesía como lo que se pierde en la traducción, observación tan devastadora –y, según creo, tan falsa– como la atronadora acusación italiana, vuelta respetable por la antigüedad pero por ningún otro motivo en el que pueda pensar, de que todos los traductores son traidores (traduttore è traditore). Si uno niega la proposición según la cual los traductores profesionales son aguda e incurablemente patológicos, la pregunta obvia es por qué cualquier persona sensata participaría en una actividad tan calumniada que a menudo es pasada por alto como un trabajo rutinario de baja categoría o vilipendiada como cercana a lo criminal. Por cierto, para la mayoría de nosotros que lo hacemos, ni la fama ni la fortuna son una motivación seria para un emprendimiento tan mal pagado y poco loado. Algo jubiloso y notable e intrínsecamente valioso en el trabajo debe impulsarnos a emprenderlo, porque no puedo pensar en otra profesión cuyos practicantes se encuentren desafiados sin cesar a probar al mundo que lo que hacemos es decente, honorable y, por encima de todo, posible. Una y otra vez, en conferencias y entrevistas, nos vemos obligados a insistir en lo que es denominado de modo espantoso la “traducibilidad” de la literatura, llamados a reafirmar la posibilidad y el valor de la traducción, desafiados a defender nuestra misma presencia como la voz intermediaria entre el primer autor y los lectores de la segunda versión de la obra: es decir, la traducción. Como dijo una vez Clifford Landers, de la Asociación de Traductores de los Estados Unidos, muchos reseñadores escriben como si el texto inglés de algún modo hubiera saltado a la existencia de manera independiente. Lo que estos mismos reseñadores hacen sería inicuo si no tuviera su propio tipo de humor lunático: les encanta citar del texto traducido para alabar el estilo del autor sin mencionar ni una vez el hecho de que lo que están citando es la escritura del traductor: a menos, desde luego, que no les guste el libro o el estilo del autor, y entonces la culpa cae de lleno sobre los hombros del traductor.

Como manifesté previamente, “tersa” (o su compañera “hábil”) es probablemente la alabanza más alta que la mayoría de las traducciones pueden recibir de la mayoría de los críticos, que son mezquinos con los adjetivos –o con las palabras de cualquier tipo, si vamos al caso– cuando se trata de describir la obra de un traductor. Permítanme darles una traducción mordaz de la maldición oculta en esa débil alabanza: hábil es valorada porque es una palabra corta que ocupa muy poco lugar cuando el espacio es muy valioso; tersa, creo, se refiere en realidad al estado de invisibilidad apropiadamente humilde y escarmentado en el que un traductor por suerte elige desaparecer; “por suerte”, porque aunque se admite de mala gana que la traducción es una necesidad desdichada y lamentable, que incluso puede ser crucial para la transmisión y la comunicación de cultura (por desgracia, ni siquiera los estudiantes más dotados y excepcionales de idiomas pueden leer todo idioma escrito que haya existido en el mundo), se espera que los traductores se autodestruyan como si fueran responsables en persona de la torre que provocó la confusión de las lenguas en nuestra especie. Uno siempre debe tomar en serio la obra, nunca a sí mismo, pero ese tipo de humildad huele a un Uriah Heep* superficialmente servil que insiste demasiado a menudo en el servilismo sin pretensiones de su carácter mientras se frota las manos, se encoge de hombros y formula sus planes taimados, criminales.

¿Cómo vamos a hablar, entonces, con inteligencia, penetración y discernimiento de la traducción y de sus practicantes?

En un ensayo titulado “Miseria y esplendor de la traducción” el filósofo español José Ortega y Gasset llamó a la traducción una empresa utópica, pero, dijo, también lo es cualquier emprendimiento humano, incluido el esfuerzo por comunicarse con otro ser humano en el mismo idioma. Según Ortega, sin embargo, el hecho de que sean utópicos y tal vez nunca se realicen plenamente no disminuye el valor luminoso de nuestros intentos por traducir o comunicar: “los quehaceres humanos son irrealizables. El destino –el privilegio y el honor– del hombre es no lograr nunca lo que se propone y ser pura pretensión, viviente utopía. Parte siempre hacia el fracaso y antes de entrar en la pelea lleva ya herida la sien” (p. 299). En la traducción, el ideal continuo, absolutamente utópico, es la fidelidad. Pero la fidelidad nunca debería confundirse con la literalidad. El literalismo es un concepto torpe, poco útil, que desvía y simplifica demasiado la complicada relación entre una traducción y un original.

Los idiomas que hablamos y escribimos son demasiado desgarbados y demasiado revoltosos como para ser contenidos con éxito. A pesar de los mejores esfuerzos de entidades prescriptivas que van desde los profesores de redacción que insisten en el estilo adecuado, la buena gramática y la puntuación correcta, hasta el gobierno francés, que intenta con decisión controlar y en última instancia reducir las palabras y las frases importadas en el idioma nacional, los idiomas vivientes no podrán ser regulados. Desbordan incluso a los diccionarios más modernos y supuestamente completos, que en el momento de su publicación por lo común ya están veinte años desfasados; desdeñan la restricción y la corrección y la imposición de usos apropiados o de buen gusto, y se deleitan con el slang local, el significado ambiguo y la variación a la moda. Como adolescentes hoscos, empujan los límites impuestos por un mundo académico o sociopolítico que ellos nunca hicieron, y están en un estado de rebelión permanente. Son claramente más que acumulaciones de vocablos independientes, formulaciones adecuadas o sintaxis aceptable, y el impacto de sus palabras es variable, multifacético, y resuena con connotaciones innumerables que van mucho más allá de las definiciones primera, o incluso cuarta o quinta del diccionario.

Un solo idioma, entonces, es resbaladizo, paradójico, ambivalente, explosivo. Cuando uno trata de captarlo lo suficiente como para crear una traducción, la complejidad bizantina de la empresa se ve aumentada e intensificada a un grado alarmante, casi esquizofrénico, porque el segundo idioma es tan elusivo, tan dinámico y tan recalcitrante como el primero. La experiencia de zambullirse en la vorágine de significado e intención que gira y hierve entre ellos mientras tratamos de transferir sentido entre dos idiomas, oír los efectos, los ritmos, el ingenio de los dos al mismo tiempo, puede rozar lo alucinatorio.

Los idiomas, incluso los primos hermanos como el español y el italiano, arrastran historias inmensas e individuales tras ellos, y con todos sus agregados volátiles de tradición, cultura y formas y niveles de discurso, no hay dos que alguna vez encajen a la perfección u ocupen el mismo espacio al mismo tiempo. Pueden ser vinculados por la traducción, como una fotografía puede vincular el movimiento y la inmovilidad, pero es ingenuo suponer que la traducción, o la fotografía si vamos al caso, son artes representativas o imitativas en cualquier sentido estrecho del término. La fidelidad es el propósito noble, el ideal utópico del traductor literario, pero insisto: la fidelidad tiene poco que ver con lo que se llama significado literal. Si lo tuviera, el único criterio relevante para juzgar nuestro trabajo sería una comparación de uno-por-uno mecánica e ingenua de elementos individuales a través de dos sistemas idiomáticos dispares. Este tipo de comparación robótica existe por cierto y se la burla desdeñosamente como “traductorés”, la invención malnacida, infiel y a menudo impensadamente cómica que sólo existe en la mente de un traductor fracasado y que no tiene ninguna realidad en ningún universo idiomático. Una descripción maravillosa de este idioma deforme puede encontrarse en uno de mis chistes gráficos favoritos, en el que un traductor desconcertado le pregunta a un autor contrariado: “¿Usted no estando feliz con mí como traductor de los libros de usted?”. Si la tarea de los traductores no es hacer coincidir una serie de elementos individuales y simplemente llevar palabras de un idioma a otro, usando aquel legendario papel de calcar lingüístico, entonces ¿qué traducen los traductores, y a qué son fieles exactamente? Antes de continuar, quiero subrayar un punto evidente por sí mismo: por supuesto que los traductores exploran el diccionario, de hecho muchos diccionarios, y hurgan con diligencia, a veces frenéticamente, a través de diccionarios de ideas afines y enciclopedias, y también en libros de historia, en busca de definiciones y significados. Pero este tipo de búsqueda e investigación léxica, acompañada por muchas consultas con amigos de paciencia infinita que son hablantes nativos del primer idioma, y preferentemente de la misma región del primer autor, es una actividad preliminar con el borrador en bruto, el paso inicial en una larga serie de revisiones. Completar esta etapa preliminar es por cierto una señal de competencia básica, pero no es central para los propósitos más importantes y desafiantes de la traducción.

Lo que voy a decir ahora contradice directamente las teorías literalistas de Vladimir Nabokov acerca de lo que debería ser una buena traducción, concretadas en su versión en inglés prácticamente ilegible de Eugenio Oneguin (pp. 127-143). Creo que Nabokov era un novelista brillante pero un pésimo traductor: su idea de las correspondencias literales entre idiomas –una postura sorprendentemente pedante para un escritor tan enérgico, consumado e intrépido– me parece algo que se podría encontrar bajando por el agujero de una conejera o al otro lado del espejo. Sólo se necesita considerar la apertura plomiza de su versión de la novela en verso que es un monumento de la literatura rusa:

 

My uncle has most honest principles:

when taken ill in earnest,

he has made one respect him

and nothing better could invent.

To others his example is a lesson;

but, good God, what a bore

to sit by a sick man both day and night,

without moving a step away!*

 

 

En mi opinión, un traductor no debe ser fiel a la paridad léxica sino al contexto: las implicaciones y los ecos del tono, la intención y el nivel del discurso del primer autor. Las buenas traducciones son buenas porque son fieles a la importancia del contexto, y no necesariamente a las palabras o a la sintaxis, que son peculiares de los idiomas específicos. Todo esfuerzo por replicar de algún modo el original rara vez logra trasladarlas directamente, y por lo general termina dando lugar a equívocos y confusiones. Ésta es la trampa literalista, porque las palabras no significan aisladas. Las palabras significan como partes indispensables de un todo contextual que incluye el tono y el impacto emocional, los antecedentes literarios, la aureola connotativa y también las denotaciones de cada afirmación. Creo –si no lo hiciera, no podría hacer el trabajo– que el sentido de un pasaje casi siempre puede ser traducido fielmente a un segundo idioma, pero sus palabras, tomadas como entidades separadas, casi nunca pueden serlo. Los traductores traducen contexto. Usamos la analogía para recrear el significado, buscando en el segundo idioma el fraseo y el estilo que significa del mismo modo y suena del mismo modo para el lector de ese segundo idioma. Y esto exige toda nuestra sensibilidad así como ser todo lo perceptivo que sea posible respecto del funcionamiento y los matices del idioma al que traducimos.

Para equilibrar la clara presunción de mis críticas a las teorías de la traducción de Nabokov, me gustaría citar a John Dryden. En el prefacio a su traducción de las Epístolas de Ovidio, publicada en 1680, Dryden llamó “servil” a la traducción literal y después, en su conclusión, articuló, en un idioma de perfecta elocuencia, su enfoque sorprendentemente moderno del tema de las obligaciones del traductor:

Un traductor que escribiera con algo de fuerza o espíritu sobre un original nunca debe demorarse en las palabras de su autor. Debería poseer por entero y comprender a la perfección el genio y el sentido de su autor, la naturaleza del tema y los términos del arte o el tema tratados. Y después se expresará él mismo tan justamente, y con tanta vida, como si él mismo escribiera un original: mientras que quien copia palabra por palabra pierde todo el espíritu en la tediosa transfusión (p. 31).

Hace cierto tiempo, cuando Gregory Rabassa estaba traduciendo Cien años de soledad, de García Márquez, un entrevistador excepcionalmente poco inteligente le preguntó si conocía lo suficiente el español como para traducir la novela. La gloriosa respuesta de Rabassa fue que ésta era por cierto la pregunta equivocada. La pregunta real, dijo, era si conocía el inglés lo suficiente como para hacerle justicia a aquel libro extraordinario. No estoy segura de cómo contestó el ignorante entrevistador: es de esperar que con un silencio aturdido.

Según Ben Belitt, el importante traductor y poeta Jorge Luis Borges tenía algunas ideas sumamente personales y muy excéntricas sobre cómo debería él ser traducido al inglés, el idioma nativo de su abuela. Según se cita en el libro de Wechsler, Belitt cuenta:

Si Borges se hubiera salido con la suya –y por lo general lo hacía– todas las palabras polisílabas tendrían que haber sido reemplazadas [en la traducción inglesa] por monosílabos. [...] La gente preocupada por la legitimidad de lo literal bien podría escandalizarse por su manía de deshispanización. “Simplifíquenme. Modifíquenme. Vuélvanme escueto. Mi idioma a menudo me avergüenza. Es demasiado joven, demasiado latino. [...] Quiero el poder de Cynewulf, de Beowulf, de Bede. Háganme macho y gaucho y flaco” (p. 101).

Borges también le dijo a su traductor que no escribiera lo que él dijo sino lo que quería decir. ¿Cómo puede un traductor lograr alguna vez lo que Borges pedía? ¿No es ése el terreno de los mediums dotados o de los críticos literarios? Sí en ambos casos, pero me encargaré sólo del segundo grupo. A esta altura es un lugar común, al menos en los círculos de traducción, afirmar que el traductor es el lector y crítico más penetrante que una obra puede tener. La naturaleza misma de lo que hacemos requiere ese tipo de participación profunda en el texto. Nuestros esfuerzos por traducir tanto la denotación como la connotación, por transferir el significado tanto como el contexto, significa que debemos comprometernos en una exploración textual amplia y poner en juego todo lo que sabemos, sentimos e intuimos sobre los dos idiomas y sus literaturas. Traducir por analogía significa que debemos investigar en capas de propósitos e implicaciones, pesar y considerar cada elemento dentro de su medio literario y su entorno estilístico, después hacer el gran salto de fe hacia la reescritura inventiva tanto del texto como del contexto en términos extranjeros. Y este tipo de lectura crítica ceñida es puro placer para las adictas desvergonzadas a la literatura como yo, que creen que la suma de una excelente pieza de escritura es más que sus partes y más amplia que las palabras individuales que la constituyen. He pasado gran parte de mi vida profesional, por no mencionar todos aquellos años en la escuela de posgrado, entregada a la proposición dual de que en literatura, como en otras formas de la expresión artística, algo más acecha tras la mera superficie, y que mi propósito y mi rol en la vida era tratar de descubrirlo e interpretarlo, aun cuando la tarea resultara ser utópica en el sentido sugerido por Ortega y Gasset. Creo que este tipo de anhelo de develar los misterios estéticos está en el corazón del estudio de la literatura. Por cierto, es la esencia de la interpretación, de la exégesis, de la crítica y de la traducción.

Sin embargo, ahora me siento obligada a confesar que sigo desconcertada por el proceso de tratar con el mismo texto en dos idiomas, y he buscado en vano un modo de expresar la relación desconcertante entre traducción y original, una conexión paradójica que probablemente pueda ser evocada sólo de manera metafórica. La pregunta que acecha en los rincones de mi mente mientras trabajo y reviso y mascullo maldiciones ante cualquier tonto que cree que la segunda versión de un texto no es un original, además, es ésta: ¿qué estoy escribiendo exactamente cuando escribo una traducción? ¿Es una imitación, un reflejo, una transposición, o algo totalmente distinto? ¿En qué idioma existe realmente el texto, y cuál es mi conexión con él? No pretendo sugerir que una traducción es creada sin referencia a un original –que no es realmente una versión de otro texto–, pero me parece claro que una obra traducida tiene una existencia separada y distinta del primer texto, aunque sólo sea porque está escrita en otro idioma.

No tengo una solución magnífica y reveladora al rompecabezas, aunque ensayos como éste hacen un intento por resolver el enigma, pero creo que los autores deben hacerse la misma pregunta que es tan difícil de articular, deben verse a sí mismos como transmisores en vez de como creadores de textos. La figura de la musa como una presencia inspiradora es ubicua y universal, y da testimonio de la verdad de la metáfora. Me he preguntado a menudo por qué algo tan profundamente personal como crear literatura debía ser visto tan a menudo como algo en última instancia inspirado por un “otro”, una figura externa, tal vez un “original”, y me ha intrigado la idea de que el idioma literario pueda ser, de hecho, una forma de traducción. Y aquí me refiero a la traducción no como el fatigoso trabajo del mundo editorial, sino como un puente viviente entre dos reinos de discurso, dos reinos de experiencia y dos grupos de lectores.

 

 

 

* Mi tío tiene principios muy honestos:/ cuando está enfermo en serio,/ ha hecho que uno lo respete/ y nada mejor podría inventar./ Para otros su ejemplo es una lección; / pero, por Dios, ¡qué aburrido es/ sentarse junto a un enfermo día y noche,/ sin apartarse un solo paso!

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