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El cuervo: un perfil de Ted Hughes

Por Valeria Tentoni

Continuamos con nuestros perfiles de 3/4. Hoy: el poeta Ted Hughes.

Por Valeria Tentoni.

 

 

“¡El fuego puede saltar y morder!”, exclamó Ted Hughes cuando tenía cuatro años, después de quemarse por primera vez. Sus padres, Edith Farrar Hughes y William Henry Hughes, lo habían llamado Edward James cuando nació en Mytholmroyd, Yorkshire, el 17 de agosto de 1930, bajo el signo de Leo. Fue Sylvia Plath, su primera esposa, quien hizo que el sobrenombre americano que le había puesto a su enamorado inglés se convirtiera en el modo en que todos lo identificarían.

 

Se crió en un ambiente silvestre hasta sus siete, cuando su familia se mudó a Mexborough, una pequeña ciudad al sur del distrito. Era el menor de tres: Olwyn le llevaba dos años y Gerald diez. Ted empezó a escribir poesía de chico, aunque lo primero que recordaba en entrevistas eran unos versos cómicos a los once, que causaban gracia a sus maestros en la Burnley Road School.

Gerald contaría en el libro de memorias Ted y yo cómo de esa infancia común saldría ese gran poeta de la violenta naturaleza que tenía por hermano menor. Él mismo le había enseñado a hacer nudos, a matar ratas, a predecir el clima, a acampar, a pescar salmones, a disparar a urracas y búhos o a recuperarlos cuando él los cazaba (hay una escena: Ted ensaya puntería en una hoja que arrancó de su cuaderno de escritos, hace coincidir las balas con las palabras). Peleaban por una colección de animales de juguete, se dejaban mensajes en un árbol, robaban golosinas del negocio de su abuela y compartían una madre desinteresada y dulce con su hermana. Ted cazó por primera vez en el valle de Calder, en uno de esos picnics que solían hacer, rodeados por un vacío salvaje.

Su papá, William, era carpintero hasta que fue incorporado al regimiento británico. Casi pierde la vida en Ypres, durante la Primera Guerra Mundial, pero la bala que iba hacia su corazón fue retenida por una libreta que tenía en el bolsillo de la camisa. Muchos de los vecinos de la familia se vieron tomados por la desgracia: casi la mitad del ejército murió en el campo de batalla y, quienes volvieron, lo hicieron despedazados física o emocionalente. La guerra se había metido para siempre en Ted, quien intentaría exorcizarla a través del poema Out, en el que describe el regreso de su padre a casa.

Esos años de inocencia rural se terminarían: los Hughes pusieron una agencia de diarios (Ted leyó todas las historietas que pudo: se las llevaba del negocio por la noche y las devolvía al día siguiente). Los chicos se pasaron a la escuela primaria de Schofield Street. Alentado por su hermana y por los profesores de la Escuela de Gramática de Mexborough, publicaría sus primeros poemas y cuentos en la revista de esa institución. “En la escuela estaba convencido de que tenía mejores ideas de las que podía escribir. No era que no pudiese encontrar las palabras, o que los pensamientos que tenía fuesen demasiado profundos o complicados para las palabras. Simplemente era que, cuando intentaba escribirlos o decirlos, esos pensamientos desaparecían”, recordaría, como adulto.

Su primer “shock literario”, como lo definiría en una entrevista, tuvo que ver con una enciclopedia infantil que le dio su mamá: “Había pequeños cuentos populares. Recuerdo la impresión que me causó leer esas historias. No podía creer que esas cosas maravillosas existieran. Las únicas historias que habíamos tenido de más chicos eran las que nos había contado nuestra madre –inventadas por ella, en su mayoría. Nuestra casa no era una llena de libros”. La siguente fascinación vendría con los poemas de Kipling y su ritmo.

Cuando le mostró sus primeros trabajos a su maestra, recibió por reacción: “Esto es interesante… Es poesía de verdad”. Ella le recomendó las lecturas de Eliot y Yeats. Comenzó a recitarse poemas en voz alta, solo, en su habitación: un cuervo cuyo graznido no iba a ponerse ronco todavía. Hughes tenía 15 años: “Empecé a pensar: bueno, quizás esto es lo que quiero hacer. Y para cuando tenía 16, era todo lo que quería hacer”.

Entre 1949 y 1951 sería reclutado como mecánico inalámbrico por la Real Fuerza Aérea: se pasaría las horas leyendo y releyendo a Shakespeare hasta recitarlo de memoria. Había ganado una beca para ingresar en el Pembroke College, pero decidió cumplir primero esos dos años de servicio militar.

En la Universidad de Cambrigde se pasó de Literatura Inglesa a Arqueología y Antropología en el tercer año de cursada. Empezó a publicar algunos poemas, a estudiar mitología. Se graduó en 1954. Después de recibido trabajó como jardinero, sereno, empleado de zoológico, maestro: “Te empezás a preocupar por el dinero cuando conseguís un trabajo”, diría. Fue lector para la Rank Organisation –una empresa cinematográfica británica. Allí tenía que escribir pequeños sumarios sobre las novelas para presentar el potencial de las historias a sus jefes: tenía 25 años y fue la primera vez que tipeó en una máquina de escribir. Ted prefería hacerlo a mano: “Cuando uno se sienta con su pluma, todos los años de tu vida están ahí mismo, comunicados en el cableado entre tu cerebro y tu mano”.

Fue en la fiesta de lanzamiento de la revista literaria St. Botolph’s Review (que duraría solo un número y de la que escribiría: “Nuestra revista era meramente una inducción a la noche y a la fiesta”) donde se le presentó Sylvia. Ella estaba ahí con una beca Fullbright. La secuencia está retratada en el poema que lleva el mismo nombre que la publicación.

Sobre la impresión originaria que le produjo quien iba a ser su esposa, puede leerse: “Primera mirada. Primera instantánea aislada. / Inalterable, congelada en el resplandor de la cámara. / Más alta / de lo que nunca volverías a ser. Tan esbelta en tu balanceo, / parecía que tus largas y perfectas piernas americanas / sencillamente ascendían / (…) Y el rostro, una prieta pelota de alegría. / Te veo allí más clara y real / que en ninguno de los siguientes años sombríos. Como si te viera entonces, y luego nunca más”.  De esa cara ya advertiría una cicatriz bajo el pómulo, que aparecerá en varios de los poemas que le dedica. “Eras tan delgada y suave y ágil como un pez. / Eras un mundo nuevo”.

Sylvia, por su parte, lo describiría en su diario íntimo: “Conocí al hombre más fuerte del mundo, ex-Cambridge, poeta brillante cuya obra amaba antes de conocerlo a él, un Adán saludable, grande y pesado, mitad francés, mitad irlandés, con una voz como el trueno de dios –un cantante, un contador de historias, un león, un trotamundos, un vagabundo que nunca se detendrá”.

Las voces de los enamorados pueden escucharse en un audio de la BBC: los entrevistan juntos. Ted cuenta cómo se conocieron: “Solía volver a Cambridge para visitar amigos que tenía en ese lugar. Uno de ellos produjo una revista de poesía, y yo tenía algunos poemas ahí. Se hizo una celebración el día que salió”. Sylvia lo interrumpe y agrega: “Y yo fui también. Había leído algunos poemas de Ted, me habían impresionado y lo quería conocer. Nos volvimos a ver el viernes siguiente, en Londres, creo. Y de repente nos encontramos casándonos, unos meses después. Nos la pasábamos escribéndonos poemas, uno al otro, y lo que ocurrió creció de eso”. Durante ese recorte de sonido que no dura ni siquiera dos minutos, son una pareja de amantes con absolutamente todo el futuro por venir.

“Nuestra telepatía era intrusiva”, diría Ted. De los primeros poemas que se escribieron nada sobrevivió, pero, de a poco, comenzaron a funcionar en su escritura como “una fuente de poder que ambos podíamos usar para drenar material en increíble detalle de esa única mente compartida”.

Se casaron durante el Bloomsday de 1956 en la iglesia anglicana Saint George the Martyr Holborn. Hay una foto de la pareja: Plath sonríe con el pelo recogido con un pañuelo de lunares. Está joven, sana y salva. Su sweater blanco rebota toda la luz, da la impresión de que su pecho dispara rayos solares. El gesto de Ted es bien distinto: la línea de la boca es horizontal y sus cejas se acomodan alrededor de los ojos en una fricción de pena. ¿O está encandilado? “Y tus palabras / eran a contraluz rostros / sujetándose las entrañas”. Él consideraba en ella había “algún tipo de genio”: “Para mí, por supuesto, ella no era solo ella –era América y la literatura americana en persona. No sé qué era yo para ella”.

Fue Sylvia quien se encargó de que saliera el primer libro de Hughes, Halcón en la lluvia, que se publicaría en 1957: “Tuve mucha suerte de tener a T. S. Eliot como mi primer editor en Inglaterra. Sylvia había tipeado y enviado mi manuscrito a un concurso de poesía con un jurado compuesto por Marianne Moore, Stephen Spender, y Auden. El primer premio era la publicación con Harper Brothers. Cuando ganó, Sylvia le envió una copia a Faber y una carta con información en la que, en su estilo americano, se refería a mí como ‘Ted’. Ellos respondieron que no publicaban primeros libros de autores americanos. Cuando ella les dijo que yo era inglés lo tomaron. Así es como me volví Ted en vez de otra cosa”, le dijo a Drue Heinz.

La pareja se fue a vivir a Estados Unidos, donde ella daba clases en el Smith College y Hughes en la Universidad de Massachusetts. Para escribir, tapaba las ventanas con papel madera. Necesitaba obstruir cualquier posibilidad de vista que lo distrajera. Se ponía tapones en los oídos. Necesitaba aislarse, concentrarse. Dio clases de literatura en escuelas secundarias, escribía reseñas, guiones, “cualquier cosa que le diera dinero inmediato”. Inclusive intentó vender sus historias para chicos sin suerte. Pero, de repente, recibió la noticia de que la Fundación Abraham Woursell le había dado un sueldo fijo durante cinco años en la Universidad de Viena. “Ese sueldo me llevó de los 34 a los 38 años, y para ese momento ya me estaba ganando la vida con mis escritos. Ese dinero me salvó de tener que buscarme un trabajo afuera de la casa”, diría.

Volvieron a Inglaterra en 1959, deteniéndose un tiempo en Heptonstall y después quedándose en un departamento en Primrose Hill, Londres. Su primera hija, Frieda Rebecca, nació al año siguiente. Nicholas iba a llegar dos años después. El matrimonio duraría, en total, seis años.

Hughes continuaría publicando su obra y comenzaría a ser reconocido con premios como el Somerset Maugham y el Hawthornden, en 1961. Después de tener a sus dos hijos, compraron una casa en North Tawton, Devon. Alquilaron el departamento que dejaban a una pareja amiga.

Era 1962 y Assia Gutmann y David Wevill, ambos también poetas, entrarían definitivamente en sus vidas. Las parejas se habían conocido unos meses atrás. Assia era Licenciada en Literatura por la Universidad de Vancouver y trabajaba en una agencia de publicidad. Sylvia descubriría el engaño pronto. Al parecer, fue su mamá, la misma que los había acompañado en su luna de miel, quien insistió para que echara a su marido de la casa.

Hughes iba todos los días a cuidar a sus hijos.

Sylvia se despertaba a las cuatro de la mañana para poder escribir. La depresión empezó a roerle el ánimo. “Su belleza sangra de manera invisible / por cada una de sus agallas”. Y, en otro poema: “Las agallas trabajan en silencio”, escribió Hughes. Casi dos años después, Plath se encerró en la cocina. Selló las aberturas con toallas. Había preparado amorosamente el desayuno para Nicholas y Frieda, leche y galletas, y lo había dejado listo para cuando se despertasen con hambre. Encendió el gas del horno y metió la cabeza en él.

La familia del viudo jamás vería con buenos ojos a Assia. Hughes le escribió a la madre de Sylvia, Aurelia, en una carta: “Yo era la única persona que podría haberla ayudado, y también la única persona tan hastiada de reclamos y demandas que no podía reconocer cuándo lo necesitaba de verdad. Finalmente nos redujimos a un estado en el que nuestras acciones y estados mentales generales eran la locura. Estábamos completamente ciegos. Los dos desesperados, estúpidos y orgullosos. Ahora yo voy a cuidar de Frieda y Nick”.

En la biografía Mad girl's love song (cuyo nombre itera el de un poema de la adolescencia de la poeta, en el que escribe: “Cierro mis ojos y todo el mundo cae muerto / Levanto mis párpados y vuelve a nacer”), se advierte que Sylvia había intentado suicidarse de chica, cortándose la garganta, después de la muerte de su papá, Otto. A él le dedicó el poema Daddy: “Tenía diez cuando te enterraron. A mis veinte intenté morirme y volver, volver, volver a vos. Pero me sacaron de la bolsa y me reconstruyeron con pegamento”. En la lápida figuran sus dos apellidos: Plath Hughes. El segundo ha sido borroneado una y otra vez por los visitantes. En vida, Ted regresaba invariablemente a reponerlo.

“Tus diarios me cuentan la historia de tu tortura”: Hughes quemaría parte ellos (“Las salpicaduras / Rorschach de aquellas secreciones / mancharon las páginas de tu diario”). Aurelia aseguraba que había visto una novela completa que Ted había hecho desaparecer: él decía que no había tal novela, solo unas setenta páginas; un fragmento, nada terminado. Nunca negó, por otra parte, haber incinerado parte de sus cuadernos íntimos: “Lo que destruí fue un diario que cubría aproximadamente dos o tres meses, sus últimos meses. Y es que solo eran tristes. Yo no quería que los chicos lo vieran. En particular sus últimos días”, explicaría, en la idea de que les provocarían daños irreversibles.

Después de esa secuencia, Hughes no escribió por años, concentrado en editar y publicar los poemas que su esposa había dejado por la casa. Como no se habían divorciado, él fue en encargado de manejar sus manuscritos, de ordenar lo que había quedado, de tomar decisiones. Los lectores se enfurecieron. No podía, tampoco, recitar sus propias obras en público ni participar de eventos literarios: le gritaban asesino en medio del asunto. Amenazaban con matarlo en nombre de su mujer, escribían poemas de venganza y odio y lo escrachaban en cada aparición.

“Sylvia está creciendo en Ted, enorme y espléndidamente. Yo me encojo cada día, mordisqueada por ambos. Me comen”, escribiría Assia en su diario, mientras obsevaba a ese rubio silencioso trabajando en Ariel como quien adivina los bordes de un rompecabezas (“quizás tus poemas / se salvaron a sí mismos”). El libro obtuvo el Premio Pulitzer con carácter póstumo.

En 1965 nacería Shura, tercera hija de Hughes. Los periodistas Yehuda Koren y Eilat Negev escribieron una biografía de Assia Wevill bajo el nombre Una amante de la sinrazón. Ahí se instala una versión que indica que Hughes habría establecido una suerte de código de convivencia en el que obligaba a Assia a jugar con los hijos de su matrimonio anterior al menos una vez al día, a cocinar como mínimo un plato nuevo cada semana y donde le prohibía dormir la siesta o pasear en bata por la casa.

Cuatro años más tarde, Assia también se suicidaría matando, además, a la pequeña: tomaría ansiolíticos, ubicaría la cama en el centro, acostaría ahí a su hija y se tiraría junto a ella, después de abrir la llave de gas de su departamento en Londres. Antes, había redactado dos cartas de despedida: una para Ted y otra para su padre, médico. Habían discutido esa mañana del 25 de marzo de 1969. A esas dos mujeres que encontró sin vida les dedicó El cuervo, un libro de poemas que publicó un año después. Hughes venía de editar The iron man, un libro de ciencia ficción para chicos.

Un año después de ese sacudón, en 1970, se casaría con Carol Orchard, una enfermera veinte años menor que él, con quien se quedó hasta el fin de sus días. Se fueron a vivir a una casa en Hebden Bridge, y trabajaron una granja cerca de Winkleigh. Vivieron rodeados por ovejas y vacas, como si una mano dulce lo hubiese devuelto a los páramos de su infancia.

Fue reconocido como Poeta Laureado de Inglaterra en 1984, sucediendo a Sir John Betjeman. Iban a darle ese lugar a Philip Larkin, quien lo declinó por problemas de salud y por un bloqueo de escritura. El editor Christopher Reid dijo: “Él podía decir las cosas con tanta exactitud, tanta precisión, y tan verdaderamente… Creo que esa es una de las cosas que le dio a la literatura de nuestro tiempo; la necesidad de decir la verdad, tan negra, sombría y odiosa como sea”. El poeta, por su parte, indicaría: “La objetividad no nos llevará a la esencia de las cosas. Solo a través de la recreación de las emociones subjetivas puede el poeta aspirar a revelar el espíritu o las raíces de una experiencia o cosa”.

En 1998, ya enfermo, Hughes publicó Cartas de cumpleaños, esa suerte de diario poético que escribió para Sylvia desde el día de su muerte. Se vendió medio millón de ejemplares: prácticamente un best-seller, algo tremendamente inusual para un libro de poesía. Ganó el premio Foward, como un empujón hacia el futuro: pero fue el último libro que publicó en vida. “Los poemas deslumbran no solo por su habilidad verbal, sino también por la honestidad y la lucidez emocional que reflejan”, escribió Michiko Kakutani. Estaban dedicadas a sus hijos en común. “La poesía de Ted Hughes, nada convencional, suele ser dura, áspera, formada en ritmos sajones, quebrados, muy lejos de la suavidad. Igual ocurre con su mundo y sus temas, no exentos de una íntima violencia natural”, escribe Luis Antonio de Villena en el prólogo a la edición bilingüe de Lumen.

“Todo queda perdonado. / ¡Qué gran metamorfosis de amor! / ¡Caminando a la perdición con paso tan magnético!” Ted fue el primero de los tres hermanos Hughes en fallecer. Ocurrió en octubre de 1998 por un infarto en un hospital de Southwark, durante su tratamiento por cáncer de colon. Tenía 68 años.

“Los poemas llegan a un punto en el que son más fuertes de lo que uno puede serlo”. Había escrito, entre muchas otras obras exquisitas, sus Poemas de animales; cortometrajes perturbadores en los que la fauna se revela con toda su capacidad hiriente. Hughes observa a los pequeños y grandes ejemplares y los escribe como quien disecciona el universo para mostrar la belleza de la corrupción. Hay maniobras sanguinolentas de nacimiento, estrangulaciones, hay la interrupción del escenario natural con la mano del hombre –él es el hombre, suya es la mano– que auxilia o abandona o hace venir o mata o se aleja, simplemente, pero siempre en un asombro desquiciado, en lo que parece ser la plena conciencia de que se trata de otras bestias, de otro sistema de bestialidad. Un lobo viejo, así, de cuyo poder “solo queda un mejunje de sobras, / un revoltijo de desperdicios y pedazos de energía, / impulsos mordisqueados e intuiciones desmanteladas”. La vida por llegar se convierte en un bulto que deja de insistir, que pierde fuerza: “Un cordero no podía nacer (…) Había sacado la cabeza muy pronto / y las patas no habían podido salir (…) Corté la garganta del cordero, hice palanca con un cuchillo / entre las vértebras, arranqué la cabeza y la dejé / mirando a su madre”. Lo que sí se puede es hacer sobrevivir a quien todavía tiene fuerzas. A quien todavía sí puede seguir. Lo que sí se puede debe hacerse.

Frieda se dedicó a la poesía y a la pintura. Ante la inminencia de la película sobre la vida de sus padres, en la que Gwyneth Paltrow interpretó a Sylvia, declaró que nunca iría a verla. “Mi papá era un padre sereno y amoroso, más templado y optimista que su volátil esposa”, dijo a la prensa. E insistió: “Mi papá no era un monstruo”.

En 2009, Nicholas se ahorcó en su casa de Alaska, después de años de depresión. Acababa de abandonar su trabajo como profesor. Era un ecologista, fanático de la pesca, como su papá, a quien su hermana describió así ante The times: “Más allá de las vicisitudes que la vida le arrojó, mi hermano mantenía una inocencia casi infantil y gran entusiasmo por cada nuevo proyecto o plan”.

Ted le había escrito una carta a sus veinticuatro, en la que le habla del sufriente niño interior que todos llevamos dentro, diciendo: “Todo el mundo trata de proteger a este chico vulnerable interior de dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete ocho años, y de hacerse de herramientas y aptitudes para lidiar con las situaciones que amenazan con abrumarlo. Así que todos desarrollan una armadura completa, un yo secundario, el ser artificialmente construido que negocia con el mundo exterior y las circunstancias. (…) Ese chico es lo único real. El que no puede entender por qué nació y que sabe que deberá morir, no importa cuán poblado esté el lugar, en soledad. Él es el portador de todas las cualidades vitales. El centro de toda la magia y la revelación posibles. Lo que no sale de esa criatura no merece ser tenido, o merece ser tenido sólo como herramienta –para que esa criatura lo use y lo dote de sentido”. Pero en esa carta también le diría: “El único momento en el que las personas se sienten más vivas es cuando están sufriendo”. Para despedirse, agrega: “La única cosa de la que las personas se lamentan es de no haber vivido con la suficiente audacia, de no haber invertido suficiente corazón, no haber amado lo suficiente. Ninguna otra cosa importa realmente”.

En 2010 se dio a conocer un poema inédito de Hughes sobre el suicidio de Sylvia: fue Carol quien puso a disposición el borrador, lleno de enmiendas y cruzado por una gran tachadura general: una equis que pretende anularlo todo, desparramado con tinta negra sobre renglones azules. El extenso poema, de 150 líneas, no fue incluido en Cartas de cumpleaños: ese parecía ser su destino natural. Ahí, todas las cartas escritas durante más de veinticinco años, salvo dos, están dirigidas a ella. ¿Por qué se reservó Hughes este poema desesperado de despedida, su última palabra sobre la muerte de Sylvia?

Lo que ocurrió esa noche, dentro de tus horas,

es tan desconocido como si no hubiese ocurrido nunca.

Qué acumulación de toda tu vida,

como en un esfuerzo inconsciente, como el nacimiento

empujando a través de la membrana de cada segundo lento

hacia el siguiente, ocurrió

solo como si no pudiese ocurrir

como si no estuviese ocurriendo.

“Desventurado, pequeño, horrible. Una pequeña nada”, el cuervo, el pájaro más inteligente, con el cerebro más grande de todas las aves, extrañamente impresionante, central en muchas mitologías, destinado a cruzar el mundo una y otra vez con su ominoso traje negro, como una gran confusión movediza, viviendo en cada pedazo de la tierra. “El cuervo es todo hombre que no puede reconocer que todo lo que más odia y teme está dentro de él”, dijo Keith Sagar.

“Goethe llamó a su obra una gran confesión, ¿no? Mirando su trabajo en sentido amplio, uno podría decir lo mismo de Shakespeare: un autoexamen y una autoacusación totales, una confesión total –muy desnuda, pienso, cuando uno la mira. Quizás sea lo mismo con cualquier escrito que tenga vida poética real. Quizás toda la poesía, en tanto nos conmociona y nos conecta con nosotros, es la revelación de algo que el escritor no quiere en realidad decir pero necesita desesperadamente comunicar, entregar. (…) El misterio real es esta extraña necesidad. ¿Por qué no podemos esconderlo y callarnos la boca? ¿Por qué tenemos que parlotear? ¿Por qué los seres humanos necesitamos confesar? Quizás si uno no tiene esa secreta confesión que hacer, no tiene un poema –no tiene ni siquiera una historia. No tiene un escritor. Si la mayoría de la poesía no parece ser en ningún sentido confesional, será porque la estrategia de lo oblicuo, del ocultamiento, puede ser tan compulsiva que resulta casi enteramente exitosa”, respondería, como si improvisando un arte poética, para The Paris review.

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