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Juan Emar, el asqueado

Con los aportes de los escritores chilenos Felipe Moncada Mijic y Yosa Vidal, un nuevo perfil: Juan Emar.

Por Valeria Tentoni.

 

 

 

“Lo que pasa con Juan Emar es fantástico: antes de leerlo no existe, es decir, Juan Emar aparece sorpresivamente, de un momento a otro, como un tesoro que no se ha buscado, y entonces uno se encandila y se maravilla, dan ganas de abarcarlo todo con su monumentalidad, apropiárselo y cuidarlo con celo”, explica la escritora chilena Yosa Vidal sobre ese hombre que fue capaz de escribir los cinco tomos de Umbral, de unas mil páginas mecanografiadas cada uno, novela que no llegó a ver editada en vida. Su padre, el senador Eliodoro Yáñez, hubiese preferido para el segundo hijo y varón de los siete que iba a tener con Rosalía Bianchi Tupper el destino de abogado. Pero Álvaro fue escritor, pintor y crítico de arte. De hecho, ejerció esta última tarea en el diario La Nación, que su papá había fundado en 1917.

 

Álvaro Yáñez Bianchi nació en Santiago de Chile el 13 de noviembre de 1893. Fue en esas notas de arte para el diario, entre 1923 y 1927 (hasta que el medio fue expropiado) que usó por primera vez el seudónimo con el que se haría lugar en la vanguardia literaria chilena de los años 20: Juan Emar. El bueninvento vino de hacer nombre el resultante fonético de la expresión francesa J'en ai marre, que significa: “Estoy harto”. Pero su círculo íntimo lo llamaba, en cambio, “Pilo”.

El poeta y editor Felipe Moncada Mijic, desde Valparaíso, responde: “Emar es un raro, un descendiente de la más rancia aristocracia chilena, hijo de dueño de La Nación, en una época en que los diarios sacaban o ponían presidentes. Por su posición de noble pudo viajar a Europa y conocer la revolución estética en su apogeo, los ismos, cómplice de Huidobro en intentar ‘alfabetizar’ de arte contemporáneo en cada regreso a su país, ocupó el diario del padre para sus notas estéticas. Emar es un delirante de pura cepa, que asqueado de la sociedad de su época se refugió en una casa de campo a escribir, con la convicción de que jamás sería entendido en su país de engranajes coloniales. Es un asqueado de la imitación al Europeo en la oligarquía chilena, en lo clásico, pero también él tomó de ahí solo que de manera más contemporánea, es contradictorio y complejo”.

Como Edgar Allan Poe con Virginia Clemm, Álvaro se casó con su prima, Herminia Yáñez, en 1918. La llamaba, cariñosamente, Mina. Un año antes había terminado Torcuato, libro inédito, y un año después viajaría con su ella a París. Allí, la pareja vivió en una casa de calle Hegesippe Moreau. Se separarían en 1927. Emar se enamoraría de Pépéche, (apodo de Álice la Martiniere), con quien tendría un hijo,  pero se casaría nuevamente, al fin, con otra mujer: Gabriela Rivadeneira, a la que le llevaba 17 años de edad. En su estancia europea, un ping pong entre Francia y Chile, tomaría clases de pintura y dibujo en la Academia de la Grande Chaumiére. En 1938 se establecería en Chile nuevamente y allí expondría su obra visual, por primera vez, recién en los años 50. A la escena artística de su nación entraría como parte del grupo Montparnasse, junto a José Perotti, Henriette Petit, Manuel Ortíz de Zárate, Luis Vargas Rosas y Julio Ortíz de Zárate. César Aira apunta, en su prólogo a la edición de Mansalva de Diez, que el único empleo formal que tuvo Juan Emar en su vida fue el de Secretario de la Legación Chilena en Francia, en París.

“Nuestro Kafka”, dijo Pablo Neruda de Juan Emar (quizás, a falta de otra referencia más ajustada y cercana: propongo pensar en Mario Levrero, a quien, a su vez, siempre se lo piensa desde Kafka). Sin embargo, Moncada Mijic ve en esa analogía con el autor de La metamorfosis “una silenciosa manera de reducirlo, pues el vate no era muy amigo de la sombra en el campo literario”: “Creo que es una denominación de fácil referente, quizás intentando ser pedagógico, pero que también le resta singularidad a Emar. Quizás en el hecho de concentrarse a escribir mientras ocurrían cataclismos sociales, guerra, lucha de clases, también en provenir de un mundo conservador y practicar una renuncia absoluta a los honores del artista, aceptado por ‘los salones’, lo oficial, la academia. En esa renuncia a los resultados de la obra se podría asemejar, pero la imaginación de Emar tiene elementos de un absurdo menos sofocante que en Kafka, hay un humor más claro”, repasa. Vidal, por su parte, indica: "Emar no tiene nada que hacer con el peso existencial kafkiano, o muy poco. Su absurdo es más libre, tanto más estúpido, en el mejor y más feliz sentido de esta palabra". Aira propone leerlo cerca de Gombrowicz, en clave anticipatoria, pero también asociado a la escritura de hombres como Raymond Rousell y Macedonio Fernández.

“Mi mayor felicidad habría sido poseer una voz magnífica de tenor: de más está decir que no canto y que si canto lo hago como un cerdo”, escribió el asqueado. Y es que apunta bien Pedro Lastra cuando enseña que en Emar el narrador siempre está “incluido en el mundo ficticio como personaje de ese mundo”.

“Tengo sed y tengo también algo más de lo cual voy a hablar poco a poco y quedamente para no despertar a los espíritus que duermen. Pues estoy siempre rodeado por millares de espíritus, ¡oh no, no diré malignos!, pero sí, molestos, traviesos, majaderos y de tal sensible suspicacia, que a la menor cosa despiertan. Entonces vienen sobre mí y no me dejan ni siquiera trazar dos líneas en paz. Así es que hablemos en voz baja, dulcemente”.

La literatura de Emar -disparatada, febril y maravillosa, que también fuera pensada como surrealista, en la que Rafael Gumucio señala “el uso metódico, preciso, paciente del absurdo con una punta de refinada crueldad al final”-, comenzaría a instalarse en el papel de golpe. Miltín 1934, Un año y Ayer aparecerán publicadas a la vez, como un triple disparo, durante 1935 en Santiago; Diez saldría solo dos años después y, al finalizar este fuerte periodo de edición, Juan Emar dejó de publicar. "El silencio de la crítica y la indiferencia del público fueron totales, y bastante inexplicables dada la índole tan sorprendente de los textos", resume Aira.

De las tres novelas primeras se indica: “Éstas incluyeron principios propios del cubismo y del futurismo europeo que las acercaron decididamente tanto a los planteamientos constructivistas, como también al creacionismo de Vicente Huidobro. Asimismo, los temas se desplegaron en amplios espectros, colmados de humor negro, ocultismo, inconsciente y erotismo. Más tarde, en 1937, apareció Diez, libro que vino a confirmar la radicalidad de su propuesta artística”. Eso aparece en la entrada que la Biblioteca Nacional de Chile le dedica, bajo el título El escritor silenciado. Allí puede accederse a toda su obra publicada, incluídos sus escritos de arte, pero no a la enormidad de Umbral. Diez fue reeditado en 1973 con prólogo de Neruda por editorial Universitaria. “Nada especial ocurrió con aquellas ediciones en los años 30. Hasta 1973, Emar fue un desconocido”, explicaba el Premio Nacional de Literatura chileno Eduardo Anguita en el diario El Mercurio, en una nota de 1977 en la que recopila elogios de Neruda, Braulio Arenas, José Miguel Ibáñez, y de él mismo, al estilo ¡nosotros lo vimos primero!, en los que se relaciona su obra con la de Kafka, con la de Pirandello, con la de Sartre, Joyce y con la de Proust en cuanto al “tratamiento obsesivo que da al problema del tiempo y de la memoria”. En Miltín también encontramos: “Mi pensamiento va a velocidades fantásticas. Acabo de pensar cosas que nadie podrá jamás imaginar”.

"¡Qué iban a comprender su narrativa!", sacude Alejandro Jodorowsky: "Ahí estaba el loco Juan Emar, creando la verdadera prosa chilena", sigue. “Aunque en la retaguardia, Juan Emar fue el más importante narrador de la vanguardia chilena, y lejos de los amiguismos de los movimientos literarios de la década de los veinte, Emar sí fue y volvió de Europa, leyó a sus contemporáneos extranjeros y locales, y lo más importante, escribió  mucho y muy bien”, continúa explicando Vidal. “Las escenas de sus cuentos o novelas breves parecen juegos de ingenio, matemáticos y lingüísticos, a veces con ambiciones estéticas y poéticas más que narrativas, es decir, sus imágenes se sobreponen a sus argumentos, o sus argumentos se desprenden de sus imágenes, pero, y aquí su real maravilla, sin ser poetizante o literatoso y sin olvidar que está contando una historia. Emar se engolosina con su imaginación, no así con el lenguaje: describe el absurdo  con un carácter casi científico, es limpio, simple, de imágenes claras, tan surrealistas como naturalistas: cómo olvidar esa escena en Ayer, en que el protagonista junto a su mujer pasean por un zoológico y se encuentran con las fantástica escena de una avestruz que se come y luego defeca a una leona, y de esto, lo más importante, el sonido que emite al evacuarlo –Iiiiiii-. Este tipo de inventiva es, en ese momento, de carácter universal y por eso vienen con él Alfred Jarry, Macedonio Fernández, Felisberto Hernández, entre otros. Y lo local en sus textos,  qué gracioso y poco patético, tan distante a la ingrata realidad, se aparece tan ridículo y genial como los nombres de sus personajes, siempre o casi siempre con apellidos de pueblos de Chile: Rudencindo Malleco, Felipe Tarapacá, Guni Pirque, etc.”, agrega.

Después de que Pépéche llegara a Chile con el hijo que habían tenido en común, se mudaron a Cannes en 1953: pero Emar volvería de esa experiencia solo para instalarse en la hacienda Quintrilpe, en Vilcún, para dedicarse de lleno a su proyecto. “Ahora que escribo estoy tranquilo. Me rodea una paz sin igual”, se lee en Diez, pero podría haberlo dicho entonces. “Emar va y viene, de las narraciones breves al libro total, que todo lo incluye, del mundo entero al pueblo chico, y a su reducto en Vilcún, en la Araucanía, donde se acuarteló para escribir una novela interminable”, explica Yosa, y se refiere a los cinco tomos, obra de la que “no queda más que imaginarla”: “Es imposible encontrar el libro impreso, lo más cercano y posible de encontrar durante muchos años fue una copia del primer volumen, editado por Carlos Lohlé, y luego, con demasiado entusiasmo, era posible encontrar una publicación hecha por la Biblioteca Nacional, no hace mucho”. Moncada Mijic destaca, del conjunto de su obra, justamente, “esa obra gigante de la que pareciera que todas las anteriores fueron fragmentos preparatorios. Ahí se yuxtaponen múltiples ejercicios narrativos, se cristaliza un mundo absurdo inundado por el humor y la imaginación, parodiando de paso la territorialidad tan feudal del país, en una clave donde lo político se insinúa, pero sin asumir una radicalidad”.

Murió en abril de 1964. Para entonces, ya se lo había catalogado incontables veces como un “incomprendido”. “Uno de los más notables y olvidados valores literarios del país”, reseñaría Carlos Ruiz Tagle en el 71, por caso. Tendrían que pasar muchos años, hasta 1977, para que el primer pilar de Umbral fuese publicado bajo el nombre El globo de cristal,  y recién en 1996 la Biblioteca Nacional publicó la versión completa.

Gumucio escribió algo bonito de creer: “Ninguno de los libros de Juan Emar está completamente cerrado en sí mismo, todos piden a gritos un lector cómplice que los complete”.

“Juan Emar pareciera vivir en la casa de al lado, haber estado ahí todo el tiempo y uno no haberse dado cuenta. Emar no es como otros autores de los que uno ha escuchado hablar y se hace una idea prefigurada sin leerlos, o autores que uno ha leído en otra época o ha creído leer, como pasa con casi todos los escritores que uno lee en la escuela, que son autores que han existido antes de que uno llegue a sus textos. Emar, en cambio, aparece en un evento, como un misterio que se revela y a la vez, enrostrando la imposibilidad de su espera o del prejuicio por su escasa presencia en ediciones o en la crítica literaria. Lo que quiero decir es que Emar puede llegar tarde o temprano, pero siempre lo hace con una novedad infinita”, concluye Vidal.

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