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La nómade

Un perfil de la autora de Los galgos, los galgos y Eisejuaz, entre otros títulos.

Por Valeria Tentoni.

“Creo ser de las pocas personas que han llegado a ser felices a todo trapo: he tenido toda mi medida de felicidad, y también he tenido toda mi medida de dolor”. Sara Gallardo Drago Mitre nació en una casa vieja de calle Libertad al 1200 de Buenos Aires en 1931 y murió en la misma ciudad, 57 años después, durante un ataque de asma nocturno. “Murió de eso, allí”. Estaba de visita.

“Hay secretos que obligan a cambiar de horizonte”: se había estado moviendo como quien se sacude para que caiga lo que no pertenece estrictamente al cuerpo, buscando quizás aligerarse del tremendo peso del mundo. Llegó desde Buenos Aires a Europa en barco, a sus 17, por primera vez. Más tarde su periplo la desparramaría por el resto del mapamundi: América Latina (1960), Medio Oriente (1965), norte de la Argentina (1968), Cataluña y Provenza (1971), luego Cruz Grande, La cumbre, en Córdoba, a la muerte de su segundo marido, y de allí de vuelta a Europa, de nuevo en barco, con sus hijos y su perra galga, que terminaría perdiéndose. Barcelona (1977), un pequeño pueblo en Suiza (1980), Roma (1982): “Guiada por dos deseos: escapar de Buenos Aires, donde todo recuerda insoportablemente la tragedia y sus enigmas, y al mismo tiempo inventarse una vida completamente distinta, en el anonimato de otras culturas que no esperan de ella nada en particular”, encuentra Leopoldo Brizuela por razones. “La escritura se lleva puesta a cualquier lugar del mundo y ella anda de una parte a otra sin asiento fijo; ser escritora es para ella una fatalidad, una misión, un destino inevitable”, dice Elena Vinelli. “Yo camino, pesada de grandezas”, seguirá ella en sus libros. Para uno de sus personajes escribe la línea: “La tranquilizó como tranquiliza oír el idioma natal en una comarca desconocida”.

“Tenía como una necesidad de desprenderse que llevaba a lo práctico: cambio de lugares, de países. Regalaba sus cosas y empezaba de nuevo”, contó Griselda Gambaro. A Sara Gallardo le gustaban las casas con pocos muebles, prácticamente vacías.

“Toda mi vida es bastante irreal”, aceptaría. De humor áspero, el asma la atacaba desde chica y le impedía dormir. Se pasaba la oscuridad habitando su imaginación: “La noche no es más que un accidente”, escribiría en Los galgos, los galgos. Pero, también: “La historia cambia siempre durante la noche, aunque por desdicha o por fortuna los ciudadanos se enteren de tales cambios solo al despertar”, en “Una nueva ciencia”, la historia de Giacomo Pizzinelli, quien había observado las nubes durante treinta y siete años para proyectar la influencia de sus formas en la historia (ahora tenemos a la Sociedad de Apreciación de Nubes). Para Gallardo, ese cuento compone a su vez una prueba de su “profundo desprecio por la información”: “Quiero decir que la realidad no es lo que parece ser, no es lo de ahora”.

Su prosapia era tremendamente conocida: estaba vinculada con “todos los niveles de la clase que había planeado y dirigido a la nación desde 1880”, dice Brizuela, aclarando la pertinencia de estos datos en el sentido que sigue: “La experiencia de la generación de los abuelos y los padres de la escritora, los libros que éstos leían y escribían para legitimarse –con su ardua tensión entre positivismo obligatorio y catolicismo raigal– constituyeron no solo la materia misma, política, de su escritura, sino, mucho antes, el marco en que Sara Gallardo se concibió a sí misma y a su futuro, de una manera doblemente anacrónica”. La nutrida biblioteca familiar que la recibió fue, entonces, su primer recorrido de lectura.

Ella, desde luego, describiría a su círculo con palabras más amorosas: “Mi madre era una mujer de belleza extraordinaria. De enorme gracia; un personaje increíblemente fantasioso. Mi padre es un historiador. Una vez compró un campo porque tenía muchos bañados. No servían para nada... pero tenían muchos pájaros. Mi abuelo fue el biólogo Ángel Gallardo y de él aprendí que la naturaleza es lo único real”, respondió a Daniel Pilmer para la revista Para ti. “Mi abuelo era un naturalista y esto hizo que sus hijos, entre ellos mi padre, y el mundo se transforme enseguida en algo natural”, agregó ante Esteban Peicovich.

En honor a este último familiar se llamaría la escuela en la que Sara asistía a clases, junto a sus hermanos. “El colegio se llamaba Angel Gallardo. Iban todos mis primos y era como muy absurdo. Todo como una burbuja. Un día mi hermana Marta se perdió en un club de Hurlingham y fue a la policía. Le preguntaron: ¿Cómo te llamás? Marta Gallardo. ¿Dónde vivís? En la chacra Gallardo. ¿A qué colegio vas? Al Angel Gallardo. No, nena, no me tomés el pelo, le respondió el policía. Y todo era verdad. Mi familia era como una burbuja. La burbuja Gallardo”, contaría en una de sus últimas entrevistas. También una de las estaciones de la línea B de subterráneo lleva el nombre del ministro que posa junto a Albert Einstein en una foto de 1925 tomada en el Colegio Nacional Buenos Aires.

No era el único ancestro notable: Sara era también tataranieta del general Bartolomé Mitre y bisnieta de Miguel Cané, autor de Juvenilia. Su papá, el historiador Guillermo Gallardo, se casó con Sara Drago Mitre de Gallardo, quien fallecería recién a los 97 años, “vinculada por los lazos de la sangre con los más ilustres linajes de la tradición cultural argentina”, según la despide el diario cuyo directorio integrara. Su papá, Jorge Drago Mitre, era nieto del fundador de ese medio.

Tuvo cinco hermanos, junto a los que creció en una quinta ubicada en Bella Vista, más tarde en un campo en Chascomús: ahí fue donde, dice, se puso en contacto con la pampa, que la impresionaría para siempre, con eso que llama “realidad gauchesca” y aparece en sus libros. En verano, ensillaban caballos para cabalgarlos y arriaban vacas.

Empezó a escribir a sus 13, entusiasmada por la sentencia de su padre: “Qué buen libro, parece escrito por un hombre”. De chica era enfermiza y se pasaba las madrugadas ahogándose, las temporadas encerrada en su habitación. A cambio recibía libros y más libros. Era muy alta, tenía la cara alargada, una dentadura prominente y ortodoncia (un “alambrado” que la embellecería; a los 17, dice, ya era muy linda). Apenas sonreía, ocupada, quizás, en despejar los fantasmas de sus noches interminables. En su familia la apodaban “la Seria”: “Lo inevitable puede aceptarse también sin sonreír”, escribiría en “Georgette y el general”.

“Mi bicicleta siempre fue un caballo. Yo peleaba pero me sentía un jeque, un mohicano, un gaucho. Me sentía rechazando lo femenino, que sin embargo me encantaba. Creo que porque era fea. Por suerte no me daba cuenta del todo. (Bondad de mi madre que nunca hizo un gesto de horror al verme). Y de verdad era una persona muy fea”, ahondaría con Peicovich.

De adulta, Gallardo escribiría historias para chicos que pueden y no pueden dormirse, como Teo y la TV, la alucinante aventura a la manera de Carroll de un nene que avanza en un nuevo mundo imposible, Las siete puertas y Dos amigos: “Leer libros es como sentarse a una mesa, agarrar un pastel con las dos manos, y meterle diente”, diría.

Elena Vinelli, en el prólogo a la primera reedición de Eisejuaz (¡treinta! años después de que la publicara por primera vez, escrita tras la experiencia de una serie de viajes a Salta, en los 60) en la colección dirigida por Ricardo Piglia y Osvaldo Tcheraski, cita, de Gallardo: “Escribir es un oficio absurdo y heroico”. Y apunta al “circuito difuso que dibujó la historia de las instituciones bajo el dominio de una cultura masculina” cuando se refiere a esa omisión –que más que omisión puede ser pensada como borrón, y no solo de esta escritora–, de su obra del canon literario actual. Uno que la ha vuelto “casi desconocida por el gran público”.

Se apunta la inquietante condición de las primeras personas que Gallardo compuso: son todas de hombres, salvo la de Enero (su primera novela, publicada en 1958 y escrita en 1955, durante su primer año de casada), donde, además, el personaje que lleva la historia es una tímida mujer de voluntad y deseo silenciados por un brutal ecosistema machista. Disfrutaba de crear personajes masculinos: “La literatura escrita por mujeres necesita de un vigor viril”, concluiría, siguiendo el eco de la voz de su padre.

“El corazón se le aprieta de miedo. Alguien que no es ella piensa en ella”, escribe para Nefer, una chica que cabalga y cabalga buscando perder un embarazo (“un hongo negro y creciente”), fruto de una violación. “La angustia le nubla los ojos y lentamente dobla su cabeza, mientras con la otra mano arrea modestos rebaños de miguitas por el hule gastado de la mesa”. Está a punto de pedir ayuda a una abortera, una mujer maldita de apellido Borges, pero no se anima y en esa cobardía está cifrado su destino.

“La novela Eisejuaz viene a contradecir la concepción dicotómica que opone la ‘escritura femenina’ a la ‘escritura masculina’ como si hubiese, en la escritura misma, ciertos rasgos de diferenciación sexual”, reflexiona Vinelli. Encontramos esa “subjetividad masculina que es, a su vez, un sujeto trágico”: Lisandro Vega, el indio obediente que oye voces y no distingue la propia. Sara también había tenido “diálogos con el más allá” de chica, mientras limpiaba floreros en la capilla.

En la edición más reciente de esa obra, el prólogo es de Martín Kohan: “Estamos ante un libro excepcional”, asegura. Uno que nos coloca en “estado de vacilación”: “Hay en Sara Gallardo una originalidad tan radical, que lo más justo es inscribirla en esa zona de la literatura latinoamericana de los libros que no se parecen a nada, y que no encajan ni aun en el canon de la heterodoxia finalmente establecida, y que no van a aparecer o a recordarse sin dejar de ser un descubrimiento”, dirá allí sobre esa novela de párrafos asombrosos:

Díganme. Vengan aquí; prendan sus fuegos aquí; hagan sus casas aquí, en el corazón de Eisejuaz, ángeles mensajeros del Señor Ángel de tatu, para bajar al fondo, para saber, cuero de hueso para aguantar. Ángel de la serpiente, silencio. Vengan, díganme, prendan sus fuegos, hagan sus casas, cuelguen sus hamacas del corazón de Eisejuaz.

Manuel Mujica Láinez le escribiría a Sara, tras recibir el ejemplar: “¡Qué libro extraño y bello has logrado! No imagino cómo se te ocurrió, ni cómo te atreviste a emprenderlo. ¡Qué audacia! (…) Ojalá la gente comprenda lo valioso de tu texto”.

“¿Irá tal vez a tejerse una tela para mi corazón?”, se pregunta Éste También. A su primer marido, el escritor y guionista Luis Pico Estrada, Gallardo le dedicó Pantalones azules, de 1963. Kohan encuentra en las tres obras mencionadas al momento una insistencia en elementos como “la falta, la culpa, la posible redención, la presión de la Iglesia, el silencio inexorable”. El temor reverencial, la confesión como pedido de disculpas y aullido de auxilio, la silueta del pecado ensanchándose amenazadoramente: el silencio abrumador, advierte Kohan, será de los personajes en Enero y Pantalones azules, pero de Dios en Eisejuaz.

Brizuela indica en la nota preliminar a la Narrativa breve completa donde se incluye esta obra, que Pantalones azules es “aparentemente opuesta por su temática y punto de vista” a Enero. También dirá que la obra de Gallardo nos encuentra con “una ética tan ajena a las modas literarias como reacia a repetirse, (…) una personalidad tan disconforme con lo que era y escribía, como incapaz de cualquier tipo de impostación, de traición a sí misma”.

“Nuestro mal es no aceptar el límite”, se lee en “El hombre en la araucaria”, esa suerte de Barón rampante que se pasa veinte años haciéndose un par de alas, que abandona a su mujer y sus hijos para pasar las horas en el árbol. Sara se divorcia de Pico Estrada durante los años 60: Agustín y Paula, sus dos hijos, están con ella, que se gana la vida como periodista. Delfina, venida también de su primer matrimonio, viviría poco. Tendrá, todavía, un cuarto hijo, Sebastián, con el filósofo Héctor A. Murena, su segundo esposo. “Son tres estrellas: lindos, buenos, inteligentes. Yo soy como un dique alrededor de un manantial: trato de contenerlos y encauzarlos. Soy, en realidad, como cualquier madre que procura disimular su posesividad y su autoritarismo con modales dulces y sentido del humor”, dirá sobre sus hijos a Pliner. Y luego: “Tenía vocación intelectual y elegí tener cuatro hijos. Elegí jugarme mucho en el amor. He librado una batalla permanente, lenta pero implacable, para abatir al personaje que de chica sólo conocía héroes y mártires”. En 1977 explicaría: “Ser madre, ocuparse de los quehaceres de la casa, de la vida cotidiana, me vuelve al mundo de todos los días”.

“Nos besamos, y toda la alegría del mundo estaba en nosotros”, aparece en una escena de “Historia de los galgos”, dedicada a sus tres hijos. “Bien dicen que el amor despierta el amor”, después.

De su “monumental y atípica” obra periodística se valorará su estilo, una manera inconfundible de acercarse a temas, en apariencia, intrascendentes, “una organización arbitraria, casi caprichosa del texto, que parece derivar de sorpresa en sorpresa”, como indicará el autor de Una misma noche. Realizó corresponsalías, redactó columnas para revistas y diarios, entre ellos La Nación, Atlántida, Confirmado y Primera Plana. Al periodismo le deberá, también, buena parte de los viajes que la mantuvieron en tránsito.

“Y está esa cara de Sara. Modiglianesca cara que allá por el 65 hacía temblar las redacciones como si fuese una Juliette Greco de boutique, más fraguada en el Richmond de Florida que en las cuevas que la porteñería nunca tuvo”, escribe Esteban Peicovich al encontrarla en Barcelona, a donde había llegado en un barco italiano: “Fue raro llegar a una ciudad en donde no nos conocía nadie. Muy solos, con la perra, los baúles, hasta el lavarropas (que después me dio vergüenza porque era más elemental que los de acá). Bueno, y frazadas, sábanas, libros. Sorprendidos por la perra (aquí no se ven galgos) la gente nos paraba en la calle. La perra fue como una contraseña”, contaría de esa experiencia.

“¿Por qué no soportamos que se nos pesque en pleno ejercicio del, llamémoslo, ocio creador? ¿Por ser un momento de intimidad absoluta?” En 1968 se publicaría Los galgos, los galgos, Primer Premio Municipal de Buenos Aires y Premio Ciudad de Necochea. Con ella se confirma su vocación de narrar con esos abiertos horizontes rurales, esa falsa intemperie, por escenario. En 1977 se publica El país del humo (“América es el país del humo, un país imposible de catequizar”), dedicado a su segundo esposo, fallecido dos años atrás (“No comprendo que se diga que los matrimonios se disuelven con la muerte. Esos lazos son eternos”). Lo había escrito retirada en una casa que Manuel Mujica Láinez le había ofrecido en Córdoba, Cruz Chica, para que se quedara con sus hijos. No le dedicó el libro entero al padre de Misteriosa Buenos Aires, sino una de sus secciones, Trenes. Y es que en El país de humo está contenido el relato “Un solitario”, inspirado en quien fuera su pareja: “Hay gente de diversas clases. Cavadores, trepadores, soñadores. Alberto Frin era la cuerda en tensión de un instrumento que tiembla”, se lee ahí. Después se fue a La cumbre, y recién ahí pudo retomar la escritura.

“¿Qué es el día, qué es el mundo cuando todo tiembla dentro de uno?”, escribiría en Enero. Y también: “Cuando cierra los ojos es como si los abriera a su interior, donde crece y vigila su desdicha”. “Tiene el corazón hecho una trenza”, dice de Nefer. ¿O lo dice de ella, de la que iba a ser en el futuro? ¿Cómo supo Sara Gallardo cómo escribir tamaña angustia, tamaño dolor? “Hay una verdad. No soportamos que los ojos del mundo se posen sobre lo que amamos”: la muerte quizás no sea otra cosa que la poderosísima última mirada que nos dedica el mundo.

Pliner la decribiría así: “Tiene una boca enorme. Los dientes son tan grandes que parecen más. Tiene la mirada triste. Aún cuando se ríe a borbotones, sacudiendo su cuerpo largo y huesudo. Es una mujer en carne viva. Que a veces se engolosina con las palabras. Que resiste a la tentación de tenerse lástima y se vuelve despiadada consigo misma”. Quizás sea porque le dijo cosas como “me incluyo entre las mejores. Pero con mucha vergüenza. Soy mucho menos buena de lo que me gustaría y a veces me siento como un aprendiz frente a mis libros”.

Pedro Mairal contó, en la presentación de un libro de ensayos críticos sobre la obra de Gallardo: “Cuando entrevisté a la hija de Sara, Paula Pico Estrada, para un programa para canal Encuentro, me contó que Sara Gallardo se iba a un departamento que nadie sabía que tenía, en Paseo Colón, y le decía a su familia que se iba a Bahía Blanca, a trabajar en la radio. Llamaba por teléfono y tapaba el auricular para que sonara como de larga distancia”. Y agregó: “No tenía un cuarto propio, tenía un bulín propio. Eso la muestra como alguien que estaba dispuesta a ir muy lejos en su escritura”, sobre quien definiría como “la campeona de la elipsis, de dejar las cosas sin explicar”.

La rosa en el viento, de 1978, será su última novela. También estará dedicada a Murena, pero, esta vez, a su memoria. ¿Quién es allí el doctor Borg, cuyas manos son “como dos piedras, secas y duras”? ¿Quién era la abortera Borges? ¿Borg es Borges? “Recuerdo una entrevista radial hecha en la ciudad de Córdoba a Sara a poco de editar El país del humo. La entrevista era grabada, no en vivo, y el entrevistador propuso una suerte de juego de asociación libre: Borges, dijo. Diamante, contestó Sara. El entrevistador: Sábato. Sara: Mamarracho. La entrevista nunca fue emitida…”, reveló su hijo Agustín.

“No importa, ya no importa, todo nace y después muere, pero nada importa (…) Nada es tanto… Todo viene y después está”, dice en un libro, y sigue en otro, distinto: “Porque no se puede volver atrás, el tiempo viene y todo crece, y después de crecer viene la muerte. Pero para atrás no se puede andar”. “Toda afición crece o muere”, graba en “Un secreto”. “En materia de recuerdos todo se equivale”, dice en su historia de los trenes “puestos a morir”. “La verdad está en los recuerdos intersticiales”, en su último libro.

“Era magnífica. E inocente”: así la despidió Gambaro.

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