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"Muchos escritores trataban a sus máquinas de escribir como seres vivos"

Por Martyn Lyons

"Considero a mi máquina de escribir como mi psiquiatra personal", dijo Paul Auster. Entramos a El siglo de la máquina de escribir (Ampersand), de Martyn Lyons, con este ensayo sobre el cambio tecnológico repleto de historias increíbles.

 

Por Martyn Lyons.

   

 

En 2006, cuando Larry McMurtry aceptó el Globo de Oro por el guion de Secreto en la montaña, le agradeció a su máquina de escribir (una Hermes 3000). En Colorado, Hunter S. Thompson, autor de Pánico y locura en Las Vegas (1972), llevó su máquina de escribir a la nieve y le disparó (y luego, se disparó a sí mismo)[1] (Solan, 2009: 33; Messenger, 2009: 16). A todas luces, la máquina de escribir no era simplemente una máquina sin alma: tenía una personalidad que se podía querer, valorar, injuriar o asesinar. Muchos escritores trataban a sus máquinas de escribir como seres vivos; tal es el caso de Paul Auster, quien se refería a su Olympia como a un “ser frágil y sensible” (Messenger: 16).

Era simplemente una herramienta que me permitía hacer mi trabajo —escribió—, pero una vez que se convirtió en una especie en peligro de extinción, uno de los últimos artefactos sobrevivientes del homo scriptorus del siglo xx, comencé a desarrollar un cierto afecto por ella. (Auster y Messner, 2002: 22-23)[2]

En el caso de Auster, la obsolescencia hizo que le tomara cariño. En palabras de Barbara Taylor Bradford: “Considero a mi máquina de escribir como mi psiquiatra personal. Allí vierto todos mis complejos, vacío mi cabeza" (Figg, 1983: 12). Lo que se desprende de su confesión es que más personas deberían escribir novelas a máquina en lugar de ir a terapia. Ian Fleming, por otro lado, convirtió a su máquina de escribir en un objeto de veneración. Después de escribir Casino Royale en 1952, le encargó una Royal Quiet Deluxe portátil personalizada en color dorado a un representante en New York y le pidió a un amigo que le llevara las partes de contrabando a Inglaterra en el Queen Elizabeth para evitar pagar tasas aduaneras (Fleming, 2015: 13). El “hombre de la máquina de escribir dorada” había elevado su herramienta de trabajo al estatus de ídolo pagano en alabanza a Mamón.

Aunque hubiera una mecanógrafa de intermediaria, entre autor y máquina de escribir existía una relación sutil, y este libro está dedicado a explorarla. Catherine Breslin (Unholy Child, 1979) la llamó una “conspiración íntima” (Anónimo, enero de 1981: 28). John Steinbeck tomó un instrumento afilado, quizás una llave, y grabó una inscripción tosca en la parte trasera de su Hermes portátil. Decía: “La bestia interior”. ¿Qué significaba eso para Steinbeck? Podemos especular, tal como lo hace el crítico Robert DeMott, que para él la máquina representaba la compulsión irresistible de escribir, el impulso interior que Steinbeck (como tantos otros autores) no era capaz de dominar del todo (Robert DeMott, 1996: 312-313). De hecho, Steinbeck prefería usar lápices, a los que meticulosamente sacaba punta como parte de su ritual previo a escribir, pero la máquina de escribir lo ayudaba a afinar las ideas. Para la mayoría de los escritores como Steinbeck, la máquina de escribir también representaba un paso importante que los acercaba a la publicación, a la finalización de un borrador antes de presentarlo a un editor. En ese momento de finalización, la máquina de escribir enviaba al escritor mensajes contradictorios. Es posible que el autor experimentara una fugaz sensación de euforia, pronto sustituida quizás por una sensación de desilusión al percatarse de que no había alcanzado realmente la perfección: encontrar el Santo Grial no dejaba de ser un logro esquivo. La máquina de escribir de Steinbeck, al igual que un libro viejo y ajado, tenía grabada su propia “nota al margen”, lo cual sugiere una relación ambigua con el dueño.

Para numerosos escritores, la máquina de escribir fue mucho más que una mera compañera fiel. Contribuyó de manera activa a moldear sus obras literarias. La máquina de escribir forzaba al escritor a ser preciso. Al sentarse frente al teclado, el escritor podía cristalizar sus pensamientos de un modo que el procesador de texto, con su infinita capacidad de hacer correcciones veloces, jamás podría lograr. Sin la comodidad de eliminar un error de forma manual y en el acto, y sin el lujo de la tecla para borrar, la máquina de escribir fomentaba la disciplina del autor e incluso la mezquindad con las palabras, puesto que la revisión solo sería posible una vez que el texto volviera a redactarse por completo. De este modo, la máquina de escribir colaboraba en el proceso creativo del escritor.

Sin embargo, a veces la máquina demostraba ser una compañera difícil y una fuente de frustración. En una ocasión, Ernest Hemingway se quejó de que su máquina era “dura como un whisky helado” (Hemingway, 1981: 45).[3] “Sufro tanto después de teclear”, se lamentaba el autor australiano Miles Franklin en 1933 (Franklin, 1993: 277). En sus viajes, Patrick White tuvo que pagar a las aerolíneas montos por exceso de equipaje, entre el que se encontraba su máquina de escribir, y soportó el incordio de llevar su Olympia a cuestas por las laderas de las montañas de Grecia, en el camino a visitar monasterios lejanos (White, 1981: 133, 158-159). En ocasiones, la máquina de escribir parecía una carga, pero se trataba de una carga indispensable. Su influencia era ineludible, pero a la vez impredecible.

Constituyen el objeto de este libro las muchas formas en que distintos escritores reaccionaron a la máquina de escribir y la incorporaron a sus rutinas de trabajo. Este estudio abarca tanto la ansiedad que experimentaban como el vínculo emocional que sentían al aproximarse al teclado. Examina cómo usaban la máquina y las relaciones que se desarrollaron entre la mecanografía y otros medios de escritura, incluidos el dictado y la escritura a mano de borradores. En la medida de lo posible, indago en las reflexiones de los escritores respecto de su propio trabajo en busca de pistas sobre cómo respondieron ante las nuevas tecnologías, cómo, dónde y cuándo usaban sus máquinas, y de qué modo ellas estructuraron o alteraron su creatividad. La máquina de escribir modificó las prácticas compositivas y dejó una marca profunda en la historia de la escritura. Ofreció a los escritores nuevas oportunidades en términos de velocidad, de distancia crítica o, impensadamente, de un resurgimiento de la oralidad. Al mismo tiempo, surgió una tensión nueva entre el impulso creativo del escritor y las limitaciones del instrumento; había una sospecha persistente de que la escritura mecánica no era realmente compatible con el trabajo literario de la mejor calidad. Unos pocos escritores resolvieron ese problema con un éxito espectacular. Hubo quienes se resistieron a la máquina de escribir y otros que la recibieron de brazos abiertos.

La modernidad ofreció nuevas oportunidades, pero también presentó amenazas para las prácticas de escritura tradicionales. Los escritores enfrentaron el desafío de la transferencia tecnológica tanto con entusiasmo como con escepticismo. En los ejemplos que presentaré en este libro, intentaré dilucidar qué pensaban que la máquina podía ofrecerles y cómo imaginaban que modificaría su escritura. Estas preguntas no pueden hacerse, y mucho menos responderse, sin considerar el amplio abanico de tecnologías de escritura disponibles a principios del siglo xx y los vínculos entre ellas. El impacto que tuvo la máquina de escribir tiene que estar integrado como parte de un análisis que abarque el uso de notas manuscritas y de borradores escritos a mano y luego revisados también a mano. La explosión de la presencia de máquinas de escribir en las oficinas de comienzos del siglo xx generó un sistema de dictado y transcripción, sistema que aprovecharon algunos escritores. Marshall McLuhan detectó un regreso a la oralidad en esa nueva síntesis de la palabra hablada y mecanografiada, e implícitamente la recibió de brazos abiertos (McLuhan, 1974). El dictado, en combinación con el uso de la escritura a mano y a máquina, completó el arsenal completo de recursos que tenían a disposición los escritores. En este libro, la atención está puesta en las relaciones internas entre esos recursos, los roles conectados de la voz, la escritura a mano y el texto mecanografiado, y la importancia relativa atribuida a cada uno, a medida que los escritores fueron migrando de un medio a otro.

Las tecnologías nuevas nunca suprimen por completo a las viejas, y la máquina de escribir no anuló las formas de escritura anteriores (como la pluma), del mismo modo que la invención de la imprenta no silenció irrevocablemente a la cultura manuscrita. Por el contrario, como diría Jacques Derrida respecto de las tecnologías desplazadas, se marca “el límite de una hegemonía estructural” (Derrida, 2003: 209-239).[4] En un famoso ensayo sobre las artes visuales, Walter Benjamin habló más poéticamente sobre la “contracción del aura” en la nueva era de la producción en masa (Benjamin, 2003: 47, 73). Sin embargo, lo manuscrito seguía irradiando una suerte de “aura”, a pesar de la creciente mercantilización de las obras literarias. Para citar nuevamente a Derrida: “Hay, habrá pues, como siempre, coexistencia y supervivencia estructural de modelos pasados en el mismo momento en que la génesis de los nuevos haga surgir nuevas posibilidades” (Derrida: 25).[5] En ese proceso, las tecnologías viejas, desplazadas de su otrora posición dominante, a veces adquieren una condición privilegiada o, incluso, sagrada. Hasta cierto punto, ese fue el destino del libro tradicional en la época digital, a pesar de (o quizás debido a) las profecías que auguraban la desaparición del códice, profecías que aún no se han cumplido. Mientras tanto, los adeptos a las viejas tecnologías siguen denigrando los métodos innovadores y sus tendencias democratizadoras. Ese fue el destino de la máquina de escribir: a muchos escritores al principio les resultó muy difícil conciliar la creatividad genuina con una máquina tan ligada a las mundanas tareas burocráticas.

En retrospectiva, el destino que tuvo la pluma de ganso en el siglo xix ilustra ese síndrome de manera vívida. Para la década de 1830, la invención de las plumas de acero destruyó el monopolio que había tenido por siglos la pluma de ganso. La nueva pluma ofrecía muchos beneficios: duraba mucho más que la otra y no había necesidad de endurecer la punta (a veces para ese fin era necesario hornear las plumas de ganso). Sin embargo, se la detestó porque parecía ser la generadora de obras mediocres y vulgares. En un ensayo de 1839, el crítico francés Sainte-Beuve condenó lo que llamó la “industrialización de la literatura” arguyendo que la producción masiva y la obsesión mercenaria con las ganancias jamás producirían arte de calidad (Charles-Augustin Sainte-Beuve, 1888-9: vol. 2, 444-471). En realidad, Sainte-Beuve no se refería específicamente a la pluma de acero, sino que respondía a una tendencia general a la cual pertenecía la pluma, es decir, a la moda de publicar ficción en fascículos en la prensa, moda que supieron aprovechar escritores “industriales” como Eugène Sue y Alexandre Dumas, quien, como veremos luego, fue un converso de la pluma de acero.

Los autores que se distinguían por evitar el proceso de “industrialización” literaria permanecieron muy apegados a sus tradicionales plumas de ganso. Victor Hugo conservó cuidadosamente las seis plumas con las que compuso Los miserables (cit. en Bon sin referencia). Por su parte, Gustave Flaubert aseguraba tener cientos de ellas y se llamaba a sí mismo “un hombre pluma”, con lo cual sugería que, como autor, tenía una profunda relación personal con sus instrumentos de escritura habituales (Flaubert cit. en Bon). Otro escritor francés, Jules Janin, concebía la pluma de acero como algo salvaje y sin gracia, poco idóneo para la sage lenteur (‘sabiduría parsimoniosa’) necesaria para lograr la perfección estilística. Jamás sería capaz de producir obras maestras porque era el instrumento prosaico de banqueros y contadores, solamente apto para escribir melodramas estúpidos y basura sensacionalista (Janin, 1836: 292-302). También la máquina de escribir tuvo una recepción gélida por parte de estetas y literatos. Truman Capote ofreció un paralelismo moderno al desdeñar el trabajo de Jack Kerouac por no considerarlo una obra de escritura, sino meramente mecanografía (Nicosia, 1994: 588). Pero hubo algunos escritores que, por el contrario, respondieron positivamente a las nuevas tecnologías. No solo adoptaron la máquina de escribir, sino también el estigma que le endilgaban algunos miembros de la elite literaria. Alexandre Dumas, quien escribió novelas a una escala proto-industrial, desafió a sus colegas adeptos a la pluma de ave y adoptó la pluma de acero en 1831. Como veremos luego, hay muchos paralelismos con el advenimiento de la máquina de escribir, que también cargó con sus propios estigmas y tuvo conversos entusiastas.

En las historias convencionales de industrialización, las innovaciones de mayor escala captan gran parte de la atención: las minas de carbón, las fábricas textiles, los ferrocarriles y los altos hornos que producían el acero para construirlos. Sin embargo, existe un lugar para aquellas tecnologías que son menos espectaculares pero que afectan de forma directa la vida de la gente común. La bicicleta, la máquina de coser y la máquina de escribir son ejemplos de esas “máquinas cotidianas”, tal como las llama David Arnold en su análisis de la contribución que hicieron para la modernidad de la India (Arnold, 2013: 11). Al igual que esos otros inventos, la máquina de escribir tuvo un impacto en las labores diarias de millones de personas y, en consecuencia, adquirió diferentes significados culturales en diferentes contextos. Este libro trata sobre una “tecnología cotidiana” que se ha ganado un lugar en la historia de la modernización.

Sin embargo, lamentablemente el papel de la máquina de escribir se ha dado por sentado. Como sugirió Catherine Viollet en su trabajo pionero sobre la semiología de la máquina, sigue siendo un punto ciego en la historia de las prácticas de escritura (Viollet, 1995: 193-208). No solo se la subestimó, sino que se la invisibilizó. Por un lado, los historiadores de técnicas de escritura dedicaron muchos libros al impacto de los tipos móviles y de la imprenta de Gutenberg en la cultura occidental y otras culturas; por otro lado, en tiempos más recientes, el galardonado libro de Matthew Kirschenbaum echó luz sobre las respuestas literarias ante el advenimiento del procesador de texto (Kirschenbaum, 2016). Entre la cultura de la imprenta y la época de la computación, el papel de la máquina de escribir quedó eclipsado. Parecería haberse escurrido silenciosamente entre las grietas. Pero si queremos comprender realmente las condiciones materiales de la producción de textos entre fines del siglo xix y mediados del siglo xx, el impacto de la máquina de escribir exige que se le preste atención.

En cierto sentido, se podría pensar en la máquina de escribir “como un agente de cambio”, frase que nos remite al conocido trabajo de Elizabeth Eisenstein sobre la imprenta (Eisenstein, 2010). Para Eisenstein, la invención de la imprenta fue una revolución que transformó drásticamente la vida académica y ayudó a moldear importantes movimientos históricos como el Renacimiento europeo, la Reforma protestante y la Revolución científica. Sería precipitado atribuirle algo tan grandioso a la humilde máquina de escribir. Es importante evitar la falacia tecnológica en virtud de la cual los nuevos inventos son los únicos responsables de todo cambio histórico de relevancia. No es mi intención incitar acusaciones de determinismo tecnológico, algo que en ocasiones asedió la tesis de Eisenstein sobre la “Revolución de la imprenta”. Los escritores son individuos; de hecho, son parte de una profesión que probablemente puede atribuirse una buena cuota de excéntricos. Eso hace que sea imposible sostener generalizaciones estrictas sobre ellos. La máquina de escribir afectó a los escritores, pero de formas diferentes y, muchas veces, impredecibles. Su influencia no fue uniforme en absoluto. La máquina de escribir marcó una diferencia, pero puede haber sido una diferencia diferente según el escritor que se considere. Puesto que los escritores componen un grupo tan variopinto, inevitablemente este libro tendrá una mentalidad abierta, a veces presentará argumentos divergentes que parecerán apuntar en distintas direcciones. Eso sencillamente es reflejo de la individualidad excéntrica y poco convencional inherente a la república de las letras. En su estudio de la recepción que tuvo el procesador de texto, Matthew Kirschenbaum sostuvo la misma “no conclusión”, una que vale la pena citar. Con buen tino, sugiere:

Cualquier análisis que imagine un solo artefacto tecnológico en una posición de autoridad frente a algo tan complejo y multifacético como la producción de un texto literario desde mi punto de vista es sospechoso y refleja una comprensión pobre del oficio del escritor. (Kirschenbaum: 7)

           

La máquina de escribir modificó la producción literaria en el sentido de que hizo posible que se acelerara, lo cual permitió escribir a mayor velocidad. Al mismo tiempo, el trabajo manual podía delegarse fácilmente en dactilógrafos profesionales. Se desprende de ello que el volumen de la producción literaria también podía crecer exponencialmente. Por ejemplo, es difícil imaginar cómo podría haber sido posible la exuberante producción de narrativa pulp de los años dorados de las décadas de 1920 y 1930 sin la ayuda de la máquina de escribir. Es mucho más difícil argumentar que la máquina de escribir influenció el estilo literario mismo, aunque hay quienes están convencidos de que efectivamente mejoró la calidad de lo que escribían. “Cuanto mejor es la máquina de escribir, mejor es lo que se escribe”, arguye Gary Provost en el libro 100 Ways to Improve Your Writing, de 1985 (anónimo, enero de 1981: 31).

Por otro lado, la escritora australiana Nettie Palmer sostiene que la máquina de escribir no cambió nada. Lo que realmente importaba era la genialidad del autor. En sus palabras:

Cuando leo una novela cuyo autor obviamente cree en sus personajes hasta el final, que divisa con claridad el esbozo de lo que será a grandes rasgos la última página mientras escribe la primera, siento que estoy leyendo algo que (salvo por casualidades del abandono) va a perdurar. Y ese libro podrá haber nacido de una escritura o reescritura con una pluma paciente, como resultado de mecanismos ensamblados y armarios con ficheros, o incluso de un dictáfono sensible a alarmas. No debería importar. Si el libro es suficientemente genial, ningún lector se dará cuenta (Palmer, 1988: 57-59).

Los lectores, queda claro, podrán no percatarse inmediatamente de cómo, cuándo y dónde se escribió el libro que están disfrutando, y podrán no entender qué circunstancias o presiones económicas determinaron su creación, como tampoco qué combinación de tecnologías de escritura estuvieron presentes en su nacimiento, pero eso no quiere decir que dichos factores no sean importantes en el proceso que da forma al resultado final. Quizás Palmer suscribía a una idea que todavía perduraba sobre la autonomía del escritor creativo, cuya mente imaginativa no se vería comprometida por las circunstancias materiales. Eso va de la mano con la perspectiva convencional del genio romántico. Desde esa perspectiva, Descartes siempre sería Descartes y Shakespeare siempre sería Shakespeare, independientemente de los múltiples caminos que tomaran sus textos para llegar hasta los lectores e ignorando las diferentes formas en que sus obras se reencarnaron para diferentes públicos lectores con el paso de los siglos. Sin embargo, en este libro, mi postura discrepa con la de Nettie Palmer. Yo sostengo que necesitamos conocer las condiciones de producción desde el aspecto material si queremos entender cabalmente tanto los procesos creadores como la recepción de las obras literarias. La máquina de escribir influyó en la producción literaria como también en la producción de otras formas de escritura al facilitar una mayor velocidad, un enorme volumen de producción y, en algunos casos, al fomentar un estilo más conciso.

Sería apresurado afirmar que la máquina de escribir modificó el estilo literario y muy difícil de corroborar como hipótesis generalizada. Esa es una cuestión que sigue abierta. Pero ya sea que la máquina de escribir haya generado una prosa más despojada y menos florida o no, es significativo que algunos escritores pensaran que había cambiado su estilo de escritura. Es sabido que Friedrich Nietzsche afirmó: “nuestros instrumentos de escritura también operan sobre nuestros pensamientos”, revelación a la que se acogió fervientemente el teórico de los medios Friedrich Kittler para respaldar la idea de que la máquina efectivamente cambió el estilo literario, tesis que mantuvo (y exageró) con una seguridad germánica (Kittler, 1999). Nietzsche no fue el único en percibir una transformación en su escritura y en atribuirla al uso de una máquina de escribir. T. S. Eliot descubrió que escribir a máquina lo llevó a acortar las oraciones y adoptar un estilo “breve, staccato, como el de la prosa francesa moderna”, si bien no queda claro qué escritores franceses tenía en mente y es incluso más incierto que esos escritores usaran máquinas de escribir (Eliot, 2009: 158).[6] Como veremos en mayor detalle en el capítulo ocho, Georges Simenon estaba absolutamente convencido del poder que tenía la máquina de escribir de moldear sus novelas. En 1955, un entrevistador en una radio francesa le preguntó si existía un vínculo entre su estilo y la escritura a máquina y, tras un breve intercambio, llegó a la siguiente conclusión: “¡O sea que no tendríamos al mismo Simenon sin la máquina de escribir!”. Simenon adhirió a esa postura con cierto énfasis: “Sin dudas” (Parinaud, 1957: 403). El respeto por la autonomía creadora del escritor individual no debería impedirnos evaluar el rol y la función de los instrumentos y los materiales con los que el escritor estaba conectado íntimamente.

La historia de la máquina de escribir nos obliga a considerar no solo el poder de la imaginación del autor, sino también la base material de su creatividad. Los autores no escriben libros, sino más bien textos; la forma en que esos textos se convierten en objetos físicos y los medios con los cuales adquieren un formato legible para el público son elementos fundamentales para la creación de significado (Stoddard, 1987: 2-14). De manera parecida, los historiadores de la cultura escrita enfatizan la importancia de los materiales y las tecnologías de escritura. El soporte y el medio con los que funciona la comunicación textual nos ayudan a entender su función e importancia. La presencia material del texto, junto con los instrumentos que lo componen, contribuyen al impacto que tiene y a su recepción. Tomemos un ejemplo histórico: es imposible concebir los antiguos textos cuneiformes sumerios sin reconocer su exclusiva dependencia de la arcilla como medio. Después del segundo milenio, la inscripción cuneiforme tuvo que competir con el alfabeto fenicio, que podía escribirse sobre materiales mucho más maleables y, gradualmente, se convirtió en un lenguaje cultural esotérico, como lo es el latín para Europa en la modernidad. (Lyons y Marquilhas, 2018: 33-56).[7] La supervivencia y las funciones cambiantes de la escritura cuneiforme sumeria estaban vinculadas directamente con la superficie sobre la que se inscribía. Las tecnologías de escritura y los soportes, ya sea seda, bambú, hojas de palma, pergamino o papel, podían tener repercusiones importantes en la naturaleza de la comunicación en las esferas de lo social, lo político y lo cultural. Ese es un motivo convincente para prestar atención a la materialidad física del proceso de escritura.

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