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Arquitectura de palabras: los espacios en la literatura

Por Matías Moscardi

"La escritura es un modo de espacialización –podríamos decir: una arquitectura simbólica– y, como tal, está inherentemente relacionada con los espacios", escribe el coautor de Diccionario de separación.

Por Matías Moscardi. Foto: obra de Rachel Witheread.

 

Kenneth Goldsmith, autor de Escritura no-creativa. Gestionando el lenguaje en la era digital (Caja negra, 2015), es conocido como «el hombre que quiso imprimir en papel la totalidad de internet». El resultado de esta idea –que podría estar incluida en las Obras de Édouard Levé (Eterna Cadencia, 2018)– se expuso en un museo de México, por supuesto de manera parcial: una pila de hojas inmensa como la fortuna en la que el tío Rico nadaba, en su bóveda. Algo de este proyecto nos hace reír: pero no por lo absurdo, por lo inasible ni por lo excéntrico. Atrás de la carcajada seca que produce la sola idea de imprimir internet, podría pensarse una verdad simple y literal: la escritura ocupa espacio, incluso la escritura virtual. Y todavía más: la escritura es un modo de espacialización –podríamos decir: una arquitectura simbólica– y, como tal, está inherentemente relacionada con los espacios.

El tema el espacio captó la atención de lo que podríamos llamar «La triple B» de la teoría literaria: Bajtin, Benjamin, Bachelard. Con el concepto de «cronotopo», Bajtín quiso explicar cómo la literatura metabolizaba –no en términos de mera representación– las relaciones indisociables entre el tiempo histórico y el espacio real y simbólico. 

Benjamin, por su parte, estaba obsesionado con los espacios interiores y lo que él llamaba sus «fantasmagorías», las huellas que deja la historia, nosotros y los otros en los lugares donde estamos siempre de tránsito. En un libro hermoso llamado La poética del espacio (1957), Gaston Bachelard, por su parte, quería imaginar una fenomenología del espacio, dado que «no solamente nuestros recuerdos, sino también nuestros olvidos están “alojados”, nuestro inconsciente esta “alojado”. Nuestra alma es una morada y al acordarnos de las “casas” de los “cuartos”, aprendemos a morar en nosotros mismos». En otras palabras: los primeros espacios son el cuerpo y la mente, de los cuales los demás se desprenden y se configuran. Por eso, Bachelard habla de «espacios de lenguaje».

Michel de Certeau también mostró su interés por el tema en el primer volumen de su libro La invención de lo cotidiano (1980). Ahí mismo hace una distinción fundamental entre «lugar» y «espacio». Para de Certeau, un lugar es algo estable, quieto, donde cosas coexisten y punto; el espacio, en cambio, es siempre móvil: «un efecto producido por las operaciones que lo orientan, lo circunstancian, lo temporalizan y lo llevan a funcionar como una entidad polivalente de programas conflictuales o de proximidades contractuales». Jens Andermann tiene, para mí, otro de los grandes libros sobre el espacio: Mapas de poder. Una arqueología del espacio argentino (Beatriz Viterbo, 2000). Andermann estudia la composición del espacio en la literatura argentina del siglo XIX donde, según su hipótesis, «se fijan las condiciones de posibilidad que viabilizan la producción de determinados discursos identitarios». De acuerdo con Andermann:

…no hay espacios sino espacios de la representación, espacios significantes, porque no podemos imaginar un espacio sin inscribirle límites, alegorizarlo. A partir del trazado de límites, es semiotizado tanto el espacio interior como el exterior: lo que es excluido como lo otro sigue formando parte  –como diferencia– del universo semiótico que compone el espacio circunscrito.

Tanto de Certeau como Andermann coinciden, creo, en pensar el espacio como una escritura primigenia u originaria: la escritura de las cosas. Desde aquellos locus amoenus que aparecen en las Bucólicas de Virgilio, la literatura se preocupó por los espacios: por inventarlos, representarlos, pensarlos, reformularlos, cuestionarlos. Georges Perec escribió dos libros que tienen como protagonista al espacio: Especies de espacios (1974) y Tentativas de agotar un lugar parisino (1982). En el primero, escribe sobre distintos lugares arquetípicos y se las arregla para que cada texto sea ingeniosamente diferente en cuanto a su tonalidad, como si la escritura calara formalmente el espacio del que habla. En Tentativas de agotar un lugar parisino, Perec directamente se sienta todos los días en un café esquinero de París y empieza a anotar todo lo que ve. Por su puesto, el agotamiento del título no se cumple: nada logra acabar simbólicamente con la constante renovación del espacio, con su movilidad –lo que prueba, de alguna manera, aquello que decía de Certeau.

Varios críticos subrayaron la particularidad de los espacios en la obra de Kafka: puertitas diminutas que, de pronto, son el acceso a lugares tan inmensos como siniestros. La versión de El proceso (1962), de Orson Welles, con el genial Anthony Perkins en los zapatos de Joseph K., empieza con un detalle crucial en cuanto al espacio: un contrapicado tomado al ras del piso y levemente corrido como un cuadro mal colgado hace que la puerta del dormitorio de K se vea inmensa y torcida. Esto significa que Welles encontró cómo traducir el lenguaje espacial de Kafka al lenguaje espacial del cine.  Borges toma de Kafka, en parte, su obsesión por los laberintos y los espacios paradójicos: «La biblioteca de Babel» es su homenaje declarado.

Antes que ellos, Lewis Carroll imaginó las extrañas topologías que encontramos en Alicia en el país de las maravillas (1885) y A través del espejo y lo que Alicia encontró allí (1871). Los espacios de Carroll, por momentos, son tan hermosos como pesadillescos: una distancia mínima separa este matiz. Seguramente inspirada por la lectura de Carroll, María Elena Walsh compuso una canción punk para niños: «El reino del revés». Dice así:

 

Me dijeron que en el reino del revés

Nadie baila con los pies

Que un ladrón es vigilante y otro es juez

Y que dos y dos son tres

Vamos a ver cómo es

El Reino del Revés

 

El espacio es, en primer lugar, un reino: lo que implica que está atravesado por el poder. En segundo lugar: se trata de la invitación a otro tipo de organización de la espacialidad. Es decir: no es un llamado a un ingenuo lugar de fantasías sino a dar vueltas las cosas en términos políticos, como si los espacios contuvieran en su interior, además de su obvia inmanencia, información cultural sobre los roles sociales, modos de razonar y de hacer cada cosa que hacemos, como bailar con los pies: ¿quién dijo que tenemos que bailar con los pies? ¿El baile con los pies no será un invento de los boliches?

Quedarse adentro o afuera también es un fenómeno espacial: por eso Escher dibujaba espacios y formas que interrogaban el sentido común de estas disposiciones. En sus dibujos de bandas de Möbius, vemos cómo el afuera surge en tanto efecto de continuidad del adentro y viceversa. Esto quiere decir que los espacios no son pura materialidad sino que contienen como un código computacional encriptado modos de pensar, organizar e intervenir la realidad.

Si de esto se encarga, antes que la literatura, directamente la arquitectura, lo cierto es que los espacios simbólicos ayudan a pensar los espacios reales. Sin ir más lejos, en uno de los libros de Perec que mencioné al principio, Perec nota que muchas veces, sobre todo en los edificios, nunca recorremos el lugar donde vivimos. Por eso, recomienda subir o bajar, deambular en otros pisos, visitar la terraza, probar todos los ascensores, recorrer todos los pasillos. Yo –que vivo en un primer piso– me percaté que nunca había subido más allá. Lo hice después de leerlo y tenía razón. Fue como un efectivo truco de magia: había otro mundo adentro del mismo.

 

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