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Ficción argentina

Comelo

Mempo Giardinelli
Un cuento de Mempo Giardinelli

Con Chaco for ever (Edhasa), que reúne relatos publicados e inéditos, el autor de El cielo con las manos regresa al relato breve. Aquí, una historia donde el horror aparece con una lenta violencia inimputable. 

Por Mempo Giardinelli. Foto gentileza Edhasa.

Roque camina, como todas las tardes al caer el sol, por las veredas del barrio. Recorre la avenida en sentido ascendente, atraviesa la plaza, trota en paralelo a los muros del Neuropsiquiátrico hasta las vías del ferrocarril donde se cruzan con la colectora de la autopista. Allí hace un giro y regresa, el mismo camino en sentido inverso. Tres kilómetros y medio de ida y otros tantos de vuelta. 

Así cada día. 

Muchas veces escuchó gritos, llantos, susurros, invocaciones y pedidos de auxilio desde adentro del Neuro, como todos llaman al enorme hospital amurallado que ocupa seis hectáreas arboladas, de pinos y eucaliptos cuyas copas se ven desde afuera. Hay puertas cada cien o doscientos metros, que están siempre cerradas con enormes candados. El largo muro que en esa parte tiene como tres cuadras de largo está sobrepintado de consignas políticas, algunas viejísimas, e infinitos grafitis y guarangadas. Y eso es todo. 

Hoy los gritos le parecieron algo más audibles, o quizás fueron más nítidos; es difícil precisarlo, piensa Roque. En un momento creyó escuchar una voz joven, no tan perentoria como triste. No, no lo llamaba. O sí, quién sabe. Roque se desentendió y siguió corriendo, a su ritmo habitual. 

Eso fue a la ida. Pero ahora, en el regreso, algo ha cambiado. Demora en darse cuenta, pero sí, de pronto hay en el aire un silencio acuoso, como si la tormenta que empieza a amenazar en el horizonte y que ya anunciaron los noticieros de la tele quisiera adelantarse. No se detiene, Roque, pero mientras piensa eso que está sintiendo ve a un enfermero que emerge de una de las puertas y se asoma a la calle justo cuando él está por pasar. 

Viste el típico uniforme blanco, sucio y sobrelavado que es símbolo de su oficio, unos mocasines marrones que llaman la atención por lo mugrientos, y el gorro chato calzado hasta las orejas. Le sonríe y asiente con la cabeza. 

Roque no cambia el ritmo de su marcha, y nada lo altera pero apura el paso, como si hubiera algo que temer. Piensa en desviarse, bajar de la vereda al pavimento, pero no lo hace. No puedo ser tan estúpido, se dice justo cuando pasa junto al enfermero, que tiende hacia él una mano como haría un viejo amigo. Casi un saludo, una venia no marcial, un leve manotazo en el aire.

Roque lo elude pero devuelve un cabezazo de persona educada, como le enseñaron. 

–Eh, amigo, sólo una ayudita –dice el enfermero, que tiene una nariz ancha y larga, de actor de cine francés, y labios gruesos como de mulata.

Roque se detiene sin dejar de trotar, con lo que de paso subraya su prisa por seguir. 

–Se nos fue la pelota al techo –dice el enfermero y señala arriba de la puerta y del muro. 

–Bueno, y yo qué puedo hacer –sin dejar de trotar en el mismo metro cuadrado, Roque, pero alejándose un poco del muro. 

–No puedo dejar a los muchachos, Don, vio que con estos tipos nunca se sabe... Pero le sostengo la escalera y usted la baja y listo, no le llevará ni un minuto... 

Roque mira hacia arriba del techo, calcula que en efecto todo parece muy sencillo, y, con súbita decisión, cruza la puerta y se introduce en el inmenso parque arbolado y mira alrededor y ve a un grupo de seres que le produce escalofríos. Son todos extremadamente flacos, ojerosos, se diría que cadavéricos. De caras angulosas, algunos tienen sonrisas patéticas, las manos a los lados, alguno blande una escoba, otro un paco de ropas. Parecen espectros de la guerra mundial, de esos que todo el mundo ha visto, fotografías de Auschwitz, Treblinka, esos sitios horrorosos. Todos se ven muy sucios y sus miradas son gélidas, como si las hubiesen mantenido durante la noche en cubitos de hielo, o en un frízer. Mientras los mira en rápido paneo, entre azorado y vencido por la conmiseración, ve que algunos se le acercan, lentos, torpes, como si les fuese dificultoso caminar. 

Entonces trepa velozmente la escalera para hacer el favor e irse, sintiendo que lo llena intensa y rápidamente una sensación de miedo, de asco, pero también de piedad, de angustia, y cuando ase los lados de la escalera y sube la pierna derecha siente que uno de los enfermos, o internos, no sabe cómo debería llamarlos, uno de los locos según le dicta su creciente pavura, de pronto unánime como una pesadilla, uno de esos locos de mierda se aferra a su peroné y le encaja un mordiscón que lo paraliza con un dolor agudo y quemante, como de infierno. 

 

Roque patea la boca, o la cara, del desgraciado y salta hacia atrás, como para huir, pero en el acto siente como si montones de garfios lo maniataran, y entonces cae al piso de tierra, medio de lado, y antes de reponerse siente otro mordisco, ahora en el abdomen. Lanza un manotazo hacia la cabeza que lo ataca y con la otra mano se apoya para erguirse. De un salto se levanta y da un par de largos pasos hacia la puerta y la calle y la libertad, pero inesperadamente es doblegado por el tackle de uno que lo hace rodar mientras otros dos gritan susurros contenidos que parecen de cuervos, y un tercero ríe como una torcaza y todos se avalanchan y entonces grita, Roque grita todo lo fuerte que puede y pide auxilio, clama socorro hasta que siente una patada en la boca que se estrella entre sus dientes como un tren y siente además que no tiene fuerzas para oponerse a esa manada de bestias silenciosas que pronuncian, ahora, una única palabra que retumba con extraña sonoridad, comelo, comelo, dicen, mientras el pavor y el dolor del final lo cubren entero y retumbando como en una pesadilla mientras las bestias proceden susurrando y riendo comelo, comelo, comelo...

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