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Ficción argentina

El último reflejo de la tarde

Alejandra Zina
Un cuento de Alejandra Zina

Una mujer al volante en la ruta, dos nenas y una parada en una estación de servicio. Compartimos uno de los siete relatos de Hay gente que no sabe lo que hace (Paisanita Editora).

Por Alejandra Zina.
Foto de Noelia Monópoli.

De lejos parecen dóciles, la mayor en el asiento del acompañante, la menor atrás. Hace una hora que no le hablan. La mayor tiene puesta una capelina color caramelo que le va grande y la sostiene con una mano para que no se le caiga sobre los ojos, la menor lleva un sombrero de cowboy con la cinta de cuero ajustada debajo del mentón. El cielo turquesa está tan limpio como una hoja canson sin usar. 

 

Hasta acá llegamos, dijo Mara, en voz baja pero sabiendo que la estaban escuchando. Sentía la blusa pegada a la espalda y las palmas pegadas al volante. Estacionó el Ford Sierra a la sombra de unos pinos y se apuró para llegar a las cabinas. 

Se sentó en la silla, puso el tubo contra la oreja y, antes de marcar, repasó mentalmente lo que iba a decir cuando oyera la voz del otro lado de la línea. No daba más. Ella hizo todo lo posible para que las cosas salieran bien, pero qué, ¿tenía que callarse la boca? 

Una avioneta a chorro cruzó el cielo dejando un trazo blanco en diagonal. 

Al final, solo llegó a dejar un mensaje en el contestador avisando que tuvieron que parar en una estación de servicio y que iban a llegar más tarde de lo que pensaba. Colgó y se quedó unos segundos mirando los micros, camiones y coches que zumbaban unos metros más adelante. No pensaba en nada. Tenía sed y un poco de hambre, el autoservicio de la estación no era gran cosa pero se veía una máquina de café, una heladera y unas góndolas. Suspiró y caminó hasta el auto. Las nenas balanceaban sus brazos colgados en el aire, como si estuvieran en un bote, tratando de llegar al agua con la punta de los dedos. Les había pedido especialmente que no bajaran las ventanillas ni hicieran gestos que llamaran la atención. 

–¿Quieren tomar algo? 

Las chicas no contestaron, miraban el piso o cualquier lugar con tal de evitarla. 

–No sé ustedes pero yo me muero de sed. Me comería un pebete de jamón y queso. ¿Qué les parece? También pueden quedarse sentadas sin comer nada, igual van a tener que bajar y venir conmigo –dijo Mara, agachándose un poco para quedar a la altura de sus caras. 

La nena con sombrero de cowboy abrió grande los ojos y esperó a ver qué hacía su hermana. Era la más afectuosa de las dos, siempre la buscaba para que la ayudara con la tarea de la escuela o le pedía que le hiciera el budín de pan que era su postre preferido, pero si la otra se empacaba la seguía como un perrito. La mayor se mordió el labio y, sin soltar el ala de la capelina, abrió la puerta empujando varias veces con el hombro. 

 

Fue Mara la que tuvo la idea de llevarlas al zoológico de animales sueltos: mostrarles por primera vez ese lugar donde podían tocar a las fieras, aprovechar que los días empezaban a ponerse calurosos, salir un poco de la ciudad. 

Las nenas se adelantaron, caminaban abrazadas, con los sombreros que ella les había comprado en un puesto de la ruta, haciendo polvareda con los pies, un matrimonio de enanos obligado a moverse a punta de pistola. 

 

Mara se sirvió un café doble y a falta de pebete se llevó una baguet en la que apenas se distinguía una feta rosa y otra amarilla. Mientras las nenas deambulaban entre las góndolas, se sentó a esperarlas en una mesa contra la ventana. Tardaban tanto que cualquiera hubiera dicho que era el último paquete de galletitas y la última chocolatada de sus vidas. 

–Va a ser más cómodo si se sacan los sombreros –les dijo antes de dar otro mordisco al pan gomoso que la empleada calentó en el microondas. 

La menor se aflojó la cinta debajo del mentón y dejó caer el suyo sobre la nuca, la mayor quiso quedarse con la capelina puesta para llevarle la contra pero al final se la terminó sacando porque se le caía sobre la nariz. En la otra mesa había tres tipos vestidos con camisas y pantalones de grafa. Los tres cascos amarillos apoyados sobre la mesa. Uno hojeaba el diario, otro sumergía la medialuna adentro de un vaso humeante y el tercero miraba por la ventana el movimiento de autos que entraban y salían de la playa, compartían la mesa pero era como si estuviera cada uno por su lado. 

Las nenas comían y tomaban observando todo con el ceño fruncido y la boca formando un piquito de carne rosada. Copian a la madre, le había dicho él cuando se lo hizo notar. Pero es tan feo, habría que enseñarles a no mirar así. Las pocas veces que Mara intentó hablarles terminaron mal. ¿Quién era ella para decirles esas cosas? Tendría que haberlas ignorado, eso tendría que haber hecho, haber manejado como si nada y no parar en esa estación donde ahora estaba merendando un chiste de jamón y queso y un café con gusto a petróleo. Pero no iba a llorar. No iba a quebrarse cuando llegaran a la casa, ni cuando él la abrazara, ni cuando cerraran la puerta del cuarto para hablar. 

Uno de los operarios, en realidad el único al que podía verle la cara porque los otros dos estaban de espaldas a la mesa de ellas, dijo algo a sus compañeros torciendo un poco la boca, los otros dejaron lo que estaban haciendo y miraron hacia afuera. El que hablaba tenía los mofletes como si hubiera tomado unos cuantos vasos de vino, pero debía ser rosácea o alguna alergia, y la ceja izquierda se le veía cortada por una cicatriz, lo que le dejaba dos cejas cortitas de un lado y una larga del otro. 

Mara también miró hacia fuera, pero enseguida volvió la cabeza, iban a pensar que estaba parando la oreja. Agarró su vaso térmico y dio otro sorbo al café, su hígado iba a pasarle factura. Las nenas despegaron las tapas de las galletitas y se pusieron a lamer el relleno con una concentración científica. 

El tipo de la ceja cortada se fijó la hora en su muñeca y cuando levantó la cabeza uno de sus párpados se le cerró en un latido nervioso. Volvió a mirar hacia afuera como si estuviera esperando algo. Se había formado una fila larga, los playeros llenaban tanques de nafta y medían el aceite mientras algunos clientes examinaban las ruedas o acariciaban la carrocería de sus coches. 

Al lado del Ford Sierra vio estacionada una trafic blanca, sucia de barro, que no estaba cuando ellas llegaron. Quizás era eso lo que estaba mirando el tipo de la mesa de al lado, quizás estaban esperando al transporte de la empresa que venía a buscarlos. 

La mayor se volvió a poner la capelina y habló en nombre de las dos. 

–Vamos al baño. 

–Solas no –dijo Mara con autoridad, y se levantó para acompañarlas. 

–Somos grandes, nosotras nos arreglamos –contestó la más chica. 

Era pelearlas o dejarlas ir. 

Las nenas salieron agarradas de la mano, Mara las siguió con la vista hasta que se perdieron por una puerta lateral. Uno de los tipos que estaba de espalda volteó la cabeza de golpe, tenía los dientes grandes y separados. 

–Cocoritas, eh –dijo arrastrando las vocales y volvió a girar sobre su silla sin sonreír ni esperar ningún comentario de ella. 

Estaba por darle la razón, pero tuvo miedo de que se le escapara una verborragia descontrolada. Hubiese sido un error. Tenía que dejar todo eso adentro, quieto como el agua turbia de una pecera. Se levantó y fue a buscar una gaseosa, a su vuelta los hombres estaban enfrascados en una charla a media voz. Se turnaban para opinar, los que no hablaban escuchaban con atención, como si estuvieran considerando hacer o no hacer algo. De golpe, el de la ceja cortada salió para el lado de los baños. Mara amagó con levantarse y se volvió a sentar. 

 

La iluminación del autoservicio se hizo más intensa, la blancura de esas lámparas le trajo la madrugada que pasó en la guardia con la puntada en el pecho que terminó siendo neumonía. Afuera, los rayos de sol pasaban rasantes por el baúl y el techo de los autos y encandilaban con un resplandor blanco. 

Los dos operarios parecían inquietos, espiaban a través del vidrio, se miraban la muñeca, tecleaban los dedos sobre la mesa. Hay un plan, pensó Mara, y está fallando. Ella también tuvo un plan que había fallado. 

–¿Lo están leyendo? –preguntó señalando el diario sobre la mesa. 

Los hombres miraron hacia los costados como si no supieran de qué estaba hablando, el más joven le pasó el manojo de hojas sucias y desordenadas. 

–Gracias. ¿Están trabajando por acá? –hablar de cualquier cosa la tranquilizaba. Cuando un taxista le daba mala espina sacaba cualquier tema de conversación y eso la ayudaba a no pensar y de paso distraía al que manejaba, así se olvidaba de violarla, matarla o entregarla para que le roben. 

–Sí, en el obrador. 

Mara asintió con la cabeza, se acordaba haber visto el cartel de camino al zoológico. 

–Lo que creció la construcción no tiene nombre. Mi marido también trabaja en el rubro –no estaba casada pero se acostumbró a decir mi marido cuando hablaba con desconocidos.

–Ajá –dijo el muchacho y volvió a darle la espalda. 

El de dientes grandes y separados sacó un cigarrillo suelto del bolsillo de la camisa y se lo puso detrás de la oreja. 

–Che, ahí viene –dijo cabeceando hacia afuera. 

 

Mara también las vio venir por la ventana, la más chica tenía los ojos hinchados y dos velas de moco le bajaban de la nariz. La mayor apretaba la capelina contra el pecho y caminaba unos pasos más adelante siguiendo una línea del piso. El tipo de la ceja cortada venía detrás, una mano apoyada en el hombro de la más chica. Los tres entraron al bar. 

–Las escuché gritando, se habían quedado encerradas en el baño –dijo soltando el hombro de la nena y empujándola suavemente para que fuera con ella. 

Mara dejó que los bracitos se enroscaran a su cintura. 

–Esas puertas son duras para los chicos –dijo uniéndose a sus compañeros, que ya estaban agarrando los cascos para irse. 

Mara le dio las gracias sin mirarlo y acarició la cabeza que temblaba contra su panza. Cuando la nena se calmó la separó de su cuerpo para limpiarle la cara y le puso de nuevo el sombrero de cowboy que colgaba de su cuello. La mayor se había desplomado en una silla, tenía la frente y las raíces del pelo húmedas de sudor. 

–Vamos a casa –dijo Mara. 

Las dos asintieron y no se le despegaron hasta que llegaron al coche. Se sentaron en los mismos lugares que habían ocupado antes, envueltas en un silencio suave; adentro hacía mucho calor y bajaron las ventanillas. Apenas se encendió el motor vieron venir al puma del otro lado de la ruta. Entre el alambrado y la banquina. Corría como corren los fugitivos, a toda velocidad y sin mirar atrás. Unas horas antes habían estado en su jaula, le habían dado leche con una mamadera y habían acariciado su lomo áspero. ¿No podemos tener uno?, preguntaron las dos hermanas y entre ellas se contestaron con grititos de alegría como si se tratara de un deseo cumplido. Ahora el puma daba zancadas larguísimas, plegando las patas delanteras hacia atrás y pegando latigazos en el pasto con su cola larga. 

–¿Cómo se escapó? –preguntó la mayor con un hilo de voz. 

Mara negó con la cabeza y apagó el motor. 

–Lo van a pisar –dijo la hermana, que se había tirado encima de ella para verlo mejor. 

–Salgan. 

 

Bajaron del auto. Mara las agarró de la mano y corrieron hasta la línea blanca del pavimento, desde ahí siguieron la huída que desataba bocinas, frenazos y algunos alaridos. El puma se fue achicando hasta hacerse un gato anaranjado, el último reflejo de la tarde.

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