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Ficción argentina

La 17

© Fernanda García Lao
Un cuento de Guillermo Saccomanno

Una mujer sola en un gran hotel balneario, fuera de temporada, negociando con los fantasmas de su pasado. La desgracia empuja este relato del autor de libros como Animales domésticos y Cámara Gesell, que forma parte de su nuevo volumen: Cuando temblamos (Planeta). "Hay muchos motivos para empezar a beber. Pero uno solo para dejar: el miedo...", arranca.

Por Guillermo Saccomanno.

1.

Hay muchos motivos para empezar a beber. Pero uno solo para dejar: el miedo, pensaba ella. Más el miedo que la vergüenza. Y no precisamente el miedo a olvidarse la llave de paso del gas abierta en la cocina del hotel, donde había una pérdida. Aunque este miedo también estaba. La cuestión es que había dejado de beber. Como quien deja atrás otra vida. Con hijos y todo. Incluyendo su única familia, una hermana en Australia. Pero, en su caso, los hijos la habían dejado. Después que pasó lo que pasó, cuando hizo lo que hizo, después, el juzgado se los entregó a los abuelos paternos. Pero además los chicos habían querido vivir con sus abuelos paternos. Y olvidarla. Como ella había olvidado. O trataba de olvidar. Había dejado atrás una vida. Esa vida tan diferente a la de ahora. Al irse para siempre de aquella, se había venido acá. 

Acá es este caserío chato aplastado por el cielo en la costa patagónica, un balneario pobretón con un solo hotel, este edificio construido en los 50, y unas pocas casas bajas que alquilan piezas en verano y después, durante el resto del año, médanos vivos, sudestadas, el mar barriendo la playa, la espuma en el viento, la nada. Ser la conserje de este hotel no definía del todo su trabajo. Era la conserje, pero también la portera, la serena y la vigilante: había un 32 herrumbrado en un cajón del mostrador de la conserjería. Sabía usarlo. Pero dudaba que funcionara. Lo mismo, la computadora. Desde que la había atacado un virus, meses llevaba muerta. No obstante todos sus cargos (conserje, portera, serena, vigilante), su trabajo fuera de temporada se reducía a llamar a una mapuche para que limpiara de vez en cuando. La india venía, como mucho, una vez al mes. Y no era ningún prodigio. Pero al menos quedaba después un punzante hedor amoniacal en todas partes generando una atmósfera de restauración y pureza. Duraba poco esa ilusión. El salitre corroía el exterior del edificio, que pedía una mano de pintura. La humedad se apoderaba de los cuartos. Las telarañas se reproducían. La arena se filtraba por debajo de la puerta principal cubriendo la alfombra de la recepción. En esta época del año, agosto, sudestadas, bajo cero, quien viniera a parar acá estaría huyendo, además de sí mismo de algo peor. Como había huido ella y se había conchabado acá. (Porque inspiraba piedad, lo sabía y le reventaba que se la tuvieran, la habían empleado los dueños, un matrimonio de jubilados que recién venía en noviembre.) Este hotel, el único que permanecía abierto para nadie después de Semana Santa hasta fines de noviembre. Cuando el invierno, como ahora, arrasaba la costa, el hotel era la caparazón que blindaba su soledad. 

 

2.

Esta noche se había dormido, como de costumbre, con la radio portátil encima de la tele apagada. Si quería ver tele debía, además de arreglar el televisor, poner al día la cuenta de cable. Con la radio era suficiente. La radio, bajo el volumen, la acompañaba. Le gustaba dormirse con un programa de corazones solitarios y boleros melosos. Al despertarse en la madrugada para ir al baño, la apagaba. Así, esta noche. Se estaba quedando dormida cuando sonó el timbre. 

Eran dos. Gemelos. No mucho más de veinte debían tener. La edad de sus hijos. El mismo corte de pelo, la misma flacura, la misma palidez. Y el mismo arito. Camperas negras iguales, jeans iguales, zapatillas iguales. Difícil señalar quién era el varón y quién la chica. Romeo y Julieta andróginos. La despabilaron pasada la medianoche. Habían llegado caminando. Dedujo que habían bajado del micro en la ruta, en el cruce, donde casi nunca frena, a menos que baje alguien. Lo que es inusual. Raro y sospechoso. El micro pasa dos veces en el día, una al mediodía y otra, a la medianoche. A veces ni siquiera. Pero estos dos no eran sospechosos, pensó. Raros, sí. Raritos, más bien teniendo en cuenta su juventud. Aunque con esas caras, la misma en realidad, tenían un aire de viejos. A viejo se puede llegar a los veinte, se dijo. Lo sabía por experiencia. Le dieron pena. Ternura y pena. No traían equipaje. Pagaron por esa noche. Que se quedara con el vuelto, le dijo la ojerosa, que parecía ser la chica aunque tenía voz ronca, de muchacho. Se marcharían al día siguiente. Ah, están de paso, dijo ella. Todos lo estamos, dijo el otro con una voz afeminada. Tal vez era la chica. Algunos más de paso que otros, dijo. Nosotros, por ejemplo, dijo uno. Callate, querés, le dijo el otro. Imposible discernir quién era quién. De pronto esos dos la asustaban. Pero no quiso indagar en ese miedo. Les preguntó si querían café. No querían. La siguieron por la escalera. 

Subir la agitaba. Y le dolían las várices. Los dos se detuvieron ante la 17. La 17, la desgracia. Fue redundante: La desgracia, les dijo. En la quiniela, aclaró. Habrá que jugarle, dijo. No le contestaron. Mejor otra habitación, dijo. No, dijo uno. Nos gusta, dijo el otro. O la otra. Ella les abrió la puerta. No anda la calefacción, dijo. Pero les puedo dar una estufa eléctrica. No se moleste, le contestó uno. Les daba igual. Entraron. Y cerraron. Ni tiempo le dieron a preguntar a qué hora querían que los despertara, si iban a desayunar. Permaneció inmóvil, jadeando todavía, sola en el pasillo. 

 

3.

Volvió a su cuarto. El informativo contaba miles de muertes en una guerra lejana. Las muertes estadísticas, tan distintas de una muerte individual y cercana. Prefería no pensar en eso. Al beber había pensado que era posible anestesiar la memoria. Todo lo contrario. Después, al dejar la bebida, pensó que esa muerte volvería a remorderle. Sus hijos no comprendieron por qué había acuchillado al padre. Y sin comprensión, pensaba, no había perdón. Además, pensó, perdón por qué. Lo había declarado en el juzgado, no se sentía culpable después de lo que él le había hecho. Había olvidado. Había olvidado como sus hijos la habían olvidado. Aunque a veces la memoria regresaba. Como esta noche. Cambió el dial. Buscó música. El vendaval cargaba de estática la transmisión. Apagó la radio. 

Pudo oír el ruido de las camas. La 17 estaba justo sobre su cuarto. Por el ruido se dio cuenta. La desgracia tenía camas de una plaza, separadas por la mesa de luz. Por el ruido, lo supo, estaban apartando la mesa de luz y juntando las camas. A esta altura de su vida, pocas cosas lo sorprendían. No era asunto suyo. Que hicieran de su vida lo que más les gustara. La comprensión era otra de las lecciones no escritas que se aprenden cuando se deja atrás todo. 

Escuchó el viento. También unos golpes de madera. Se había soltado la puerta de la caja protectora de la bomba de agua en los fondos del hotel. Le daba más fastidio que pereza ir a cerrar esa puerta. Pero si no silenciaba esa puerta, no pegaría ojo en toda la noche. Además, considerando la precariedad de la instalación eléctrica, más le valía cuidar la bomba. Sólo faltaba un cortocircuito, quedarse sin luz ni agua, para rematar la depresión. Lo presintió, el insomnio ya estaba aquí. Tragó un valium sabiendo que tardaría en surtirle efecto. Esos dos la habían desvelado con el ruido de las camas. Y ahora esa puerta sacudida por el viento. Mejor cerrarla antes de que uno de los gemelos, el ojeroso, seguro, viniera a reclamarle. Se puso un abrigo de cordero. Fue al cuartito de las herramientas, agarró alambre, una pinza. Salió. Y se adentró en la noche y el viento. 

Al flanquear el edificio pudo ver que había luz en la 17. Las sombras se recortaban en el vidrio. El rectángulo de luz con las dos sombras idénticas se proyectaba sobre el pasto. Miraban la noche. Ninguno de los dos se movía. Ella se movió con sigilo, evitó el rectángulo de luz amarilla que proyectaba la ventana. Resistió la tentación de espiarlos. Y se puso a arreglar la puerta de la bomba de agua. Le entró arena en los ojos. Se agachó de espalda al viento. 

Cuando volvió a pasar bajo la ventana de la 17 la luz seguía prendida. Pero esta vez no vio a nadie en la ventana. Le pareció oír un grito de mujer. Pero podía ser el viento. El viento. Hay veces que chilla como una mujer el viento. 

No era sugestionable. Pero que esos dos hubieran elegido la desgracia era para cruzar los dedos. No iba a cruzarlos. Y se acordó del tiempo que pasó en Ezeiza. La cárcel fue su escuelita de alcohólicos anónimos, pensaba. Se acordó de Reneé. Tenía un nombre ambiguo. Podía ser de hombre, pero también de mujer. Dicen que los gatos se reconocen de entrada. Fueron como los gatos. Pero ahora no le convenía pensar en Reneé. Ella la había ayudado en el período de tembladera. Y no sólo. A cambio, ella le enseñó a leer. Había una biblioteca en el penal. El único problema era cuando había una requisa, cuando las celadoras entraban a palos en las celdas reventando todo. También los libros. Ahora estaba parada en la oscuridad, mirando la luz de la desgracia. Y se acordaba de Reneé. 

Se apuró a volver a su cuarto. Sobre la mesa de luz siempre tenía una jarra de agua. Tomó un vaso. Y después otro. Toda la jarra. Aun sabiendo que le hincharía la vejiga. Que tendría que levantarse cada cinco minutos. Y así fue. Empezó a tocarse. Pensó en Reneé. Tuvo ganas de llorar. Acongojada, se durmió. 

Un sueño pantanoso. Caminaba chapoteando en la oscuridad. Oía risas. Risas de chicos. No mucho más. Hasta que despertó. La madrugada empezaba a clarear. El viento no había amainado. Sin embargo, desde el fondo del hotel, donde estaba la bomba de agua, unos árboles, los piletones y el tendedero, unos pajaritos cantaban. La negrura por fin quedaba atrás. 

 

4.

Se levantó, se lavó. Debía estar presentable: tenía huéspedes. Una camisa y un vaquero limpios, un pulóver decente. No le cerraba el vaquero. Pero cubriría la panza con el pulóver. Se calzó unas botas de gamuza. Elegante como para ir al Banco Provincia a pedir un préstamo. Puso la radio. Un locutor y una locutora se alternaban informando sobre esa guerra. Hacía siglos la humanidad desayunaba cadáveres. No era lo mismo la muerte masiva, anónima, y la muerte cercana. Se preparó el primer café de la mañana. Tomó, como todas las mañanas, el losartán para la hipertensión. Llamó a la panadería, encargó medialunas. Esos dos querrían desayunar. La pasión despierta el hambre, pensó. Eran jóvenes. Nadie contestaba en la panadería. Muy temprano. Cortó. 

Dio vueltas por la cocina, encontró pan de unos días atrás, abrió la llave del gas. La pérdida en el caño la obligaba a mantener la conexión cerrada y a abrirla lo indispensable. Abría la llave de paso y al terminar de calentar el agua o cocinar, debía acordarse de cerrarla. Encendió un mechero, depositó la cafetera en la llama azulada. Después, la tostadora. Abrió la heladera, sacó manteca, mermelada y leche. Tendría que disculparse si le pedían jugo de naranja. Ni una naranja. Miró la hora. Las siete y media pasadas. Estaba precipitándose. Esos dos no se iban a levantar temprano. No debía preocuparse por el desayuno. Apagó la tostadora, guardó la manteca, la mermelada y la leche. Cortó el paso del gas a la cocina. 

Sus días transcurrían con una lentitud de cámara lenta. Pero esta mañana precisaba moverse. Se le ocurrió plumerear y barrer la recepción, sacar la arena que se filtraba por debajo de la puerta. No usó la aspiradora. Temía hacer bochinche, despertarlos. Agarró una escoba. Al terminar, enderezó los cuadros, unas marinas descoloridas. 

Subió la persiana que daba al mar. La sudestada levantaba unas olas violentas. Una marejada blanca avanzaba hacia los médanos. Unas nubes aceradas venían en esta dirección. Casi seguro que al mediodía iba a aflojar el vendaval, y asomaría un sol débil, plateado. 

Miró la hora. Casi las nueve. Después de barrer la arena del lobby, qué. Se instaló en la conserjería. Hacía tiempo que no ordenaba los papeles, los impuestos, los pagos y los impagos. Encontró la solicitud de moratoria de la municipalidad. Con lo que le iban a pagar esos dos alcanzaría para un par de cuotas. Una vez que se marcharan, si es que se marchaban, iría a la municipalidad. Pero si no se marchaban, si decidían quedarse, entonces qué. No había motivos para que se quedaran, se dijo. Nadie, fuera de temporada, pasaba acá más de una noche. Después de clasificar papeles, abrió el libro de huéspedes. Anoche se le había pasado registrar a esos dos. Se dio cuenta de que no les había dicho cómo se llamaba y ellos tampoco. Seguía pensando cuál sería el varón, cuál la chica. Después de todo, qué le importaba. Un nombre, un apellido no decían mucho de quien los portara. Los dramas que todos arrastramos parecen ser tan únicos como el número de documento de identidad, pero en el fondo son intercambiables. Así pensaba ella. 

Fue leyendo los nombres y apellidos en el registro, tratando de recordar pasajeros. Caras, voces, gestos, tics, manías, defectos. Los defectos eran los que más decían de la gente. Hombres, mujeres, chicos. Más de una vez, en los meses de soledad, por las noches, sentía que algo de todos ellos perduraba en el lugar. Hubo noches en que escuchó sus pasos. Y noches en que escuchó sus voces. Las risas de los chicos. A menudo las risas de los chicos. Esos ecos le devolvían una urgencia en ir al almacén, comprar una botella de ginebra y basta. Pero resistía el impulso. Aunque esos chicos se rieran de su tentación, no le doblarían el brazo en la pulseada. 

 

5. 

Eran las once y no aguantaba más. Era una obsecuencia subirles el desayuno cuando no se lo habían pedido. Abrió otra vez la llave de paso del gas, prendió la cocina, puso la cafetera. Después, prendió la tostadora. Como la conexión telefónica interna entre la conserjería y las habitaciones estaba arruinada y el desperfecto, en esta época, podía esperar, tendría que golpearles la puerta. Subió al primer piso. El silencio, el viento. Silbaba en el pasillo el viento. La respiración entrecortada. Le faltaba el aire. Las escaleras la agotaban. Tosió. Fue una tos para indicar presencia. Tosió más fuerte. Se quedó parada frente a la 17. 

Dos golpes tímidos. Quizá debía ser más ruda. Si esos dos tenían el sueño pesado, sus nudillos eran inaudibles. Esperó antes de insistir. Esperar. Esperó. Increíble lo que puede durar medio minuto, la eternidad que es un minuto entero. Y los pensamientos que se atropellan. La espera, contra lo que se cree, no es un estado pasivo. La espera no es inercia. La espera es una acción imperceptible, de tan imperceptible quieta, muda, que exige un temple. Siempre le había gustado ese dicho: «armarse de paciencia». La paciencia como arma. Yo, que estuve años adentro, sé lo que vale la paciencia. La defiende a una de la ansiedad, te protege de tu peor enemiga, vos misma. Después de aquella vez que quiso cortarse las venas con la tapa de una lata de sardinas, Reneé, mientras la vendaba, se lo advirtió: «Es la primera y última vez que te salvo. Tenés que aprender a cuidarte solita, sola, solita y sola. Armate de paciencia», le había dicho. «Tenés unos cuantos años por delante acá adentro. Con suerte, te ganás la condicional. Y aun cuando te la ganés, el tiempo que tenés por delante hasta salir de la leonera es un ocho acostado. No entendió qué le quería decir Reneé. A veces le gustaba hacerse la graciosa, tomarle el pelo. «El ocho acostado, el infinito», le dijo Reneé. «Armate de paciencia si querés salir cuerda». Le costó, pero pudo. Y todos esos años, ahora, cabían en un minuto frente a la puerta de la desgracia. 

Otra vez, dos golpes, más sonoros. Secos, exigentes. No apoyó la oreja en la puerta ni espió por la cerradura. A ver si del otro lado abrían y la encontraban en esa posición. Una ridícula. Qué pasaba si los dejaba dormir un rato más. Al fin de cuentas, llegar hasta aquí les había requerido un viaje largo. Debían tener los huesos todavía molidos por el viaje. Si dejaba dormir un rato más a los chicos (y pensó los chicos, no lo huéspedes, no los pasajeros), que durmieran nomás, no pasaba nada. Pero, se preguntó, y si no dormían. Y si. No quería soltarle la rienda a la imaginación. La mala noche pasada le estaba calentando la cabeza haciéndole pensar lo peor. Bajó otra vez a la conserjería, cruzó el lobby y salió al día. Aire puro. 

 

6.

Subió un médano y bajó hacia la playa. El viento levantaba unas olas como garras. Los embates de la sudestada la despejaron. Se quedó un rato mirando el mar. Es cierto que el mar tiene un efecto hipnótico, en especial cuando arrecia una sudestada y las olas se elevan amenazantes. Pero ella no miraba tanto el mar y su furia como un misterio mayor. Esos dos, ahora estaba convencida, habían venido a suicidarse. Se acordó de la conversación: Ah, están de paso, había dicho ella anoche. Todos lo estamos, le habían contestado. Algunos más que otros, le contestaron. Nosotros, por ejemplo. Quién era ella, se preguntó, para meterse en sus vidas y hacerlos cambiar de idea. Nadie cambiaba a nadie. Volvió al hotel. Casi corriendo volvió. Fatigada, sin aliento, se paró frente a la 17 y golpeó. Una, dos, tres veces. Su presentimiento se confirmaba. Tardó en animarse a mover el picaporte. La puerta se abrió sola. 

La ventana del cuarto también estaba abierta. El viento salado y gélido que entraba le enfrió el sudor. Las camas hechas, separadas. Nadie hubiera podido decir que esa habitación había tenido huéspedes la noche anterior. 

Miró la hora. Abandonó el hotel sin llavear la entrada. Salió trotando, interrumpiendo la carrera para reponer la respiración. Le dolía el pecho. Quiso cortar camino. Cruzó entre yuyos y cortaderas. Resbaló en un barrial, pero no perdió el equilibrio. Tal vez no fuera tarde para llegar al cruce, alcanzar a esos dos antes de que tomaran el micro del mediodía. Pero cuando llegó al cruce, al subir al asfalto, vio que el micro se alejaba hacia el horizonte. Pronto sería invisible. Y ellos también, invisibles. No se puede confiar en nadie. Así son las cosas en este mundo. El cansancio vencía su desesperación. Estuvo por sentarse a un costado de la ruta, en el refugio de la parada de micros. El viento doblaba los pajonales del otro lado del asfalto. No daba más de las várices. Se volvió hacia el hotel. Y al ver lo que veía se llevó las manos a la cabeza. El humo brotaba en nubes grises y negras por la puerta del hotel. El gas, se acordó. El gas abierto. Había olvidado la cafetera en el mechero y la tostadora encendida. No tenía fuerzas para correr ni para pedir ayuda. Tampoco voluntad. 

De las casas de alrededor empezó a salir alguna gente. Viejos, mujeres, pibes. No hombres: viejos, mujeres y pibes. Porque los hombres se habían ido a la capital, donde había un trabajo, una changa, un billete. Por más que quienes se le acercaban hicieran un pasamanos con baldes, esa manga de raquíticos no podría apagar el fuego. El hotel ardía. Y con las llamas ardían también los nombres en el libro de huéspedes, los fantasmas que recorrían el hotel por las noches y también las risas de los chicos. 

 

Volvió al hotel. Las llamas emergían en ráfagas por las ventanas de la planta baja. Caminó despacio. Pronto el fuego envolvió el primer piso. El viento alentaba el incendio. Lo rápido que ardía. El fuego bramaba en el viento. Se despegó de los vecinos que la rodeaban. Avanzó hacia el incendio hasta sentir que se quemaba la cara.

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