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Corregir una oración

Por Lydia Davis

"Algunos días escribo sobre mí en tercera persona y otros en primera": compartimos uno de los ensayos de la autora de Ni puedo ni quiero, tomado del primer tomo en el género que entrega a librerías, Ensayos I, novedad de Eterna Cadencia Editora.

Por Lydia Davis. Traducción de Eleonora González Capria.

 

 

 

Esta mañana camino feliz por la casa y me sorprende lo que hago. En realidad, solo me sorprende un movimiento que hago por casualidad, pero ese movimiento me inspira a escribir una oración sobre lo que acabo de hacer. Suele ser una buena manera de abordar la escritura porque un elemento sorprendente puede encausar una serie de elementos más familiares que no se sostendrían por sí solos.

Así que voy en busca de mi cuaderno, que está abierto junto a mi trabajo “oficial”: una historia tipeada a máquina y prácticamente lista que necesita tres o cuatro cambios. Siempre está al lado de mi trabajo “oficial” porque cuanto más escribo en el cuaderno es cuando más debería estar haciendo otra cosa. Así que hoy anoto una frase sobre lo que acabo de hacer. La escribo en tercera persona. Algunos días escribo sobre mí en tercera persona y otros en primera. Ahora que lo pienso, entiendo por qué: cuando importa que yo sea quien lleva a cabo la acción, cuando yo soy el sujeto de verdad, entonces recurro a la primera persona. Cuando no importa quién lleve a cabo la acción, pero me interesa que alguien la lleve a cabo, entonces recurro a la tercera persona: es decir, me uso como fuente del material de escritura, pero me siento más a gusto con la tercera persona porque entonces yo (yo, la escribo) no me interpongo en el desarrollo que el personaje puede tener a partir de esa primera acción. (En los cuentos, el “yo” tiende a transformarse en “él”, un “él” gordito, femenino, amable, andrógino. En los últimos tiempos, lo más común es que se transforme en “ella”).

Así que escribo la oración y la corrijo enseguida. Después de la corrección se lee: “Ella camina por la casa balanceándose en puntas de pie, a veces silba y canta, a veces habla sola, a veces se detiene en seco en posición de combate”. Hoy corregí la oración enseguida; cosa que a veces hago y otras veces no. Tal vez dependa de cuánto me interese lo que escribo, aunque tal vez no lo revise si es muy simple o muy breve y sale perfecto a la primera. Hoy no está del todo bien y será que me interesa porque la corrijo: quiero que esté impecable. Y voy a revisarla hasta que quede impecable, más allá de que la observación sea importante o no, más allá de si vaya a “usarla” en el futuro. De hecho, casi nunca uso en mis cuentos las entradas del cuaderno a menos que la entrada se convierta en el cuento (como fue el caso, por ejemplo, de “Liminal: el hombrecillo” en Desglose, y otros).

Por lo general, no uso las entradas porque tiendo a escribir mis cuentos en una “respiración” ininterrumpida y, además, no funcionan si empiezo a entretejer distintos textos. Entonces, ¿para qué corrijo las entradas? No estoy segura, pero trataré de adivinar. Por un lado, me cuesta dejar una oración en paz si noto que algo está mal. Hasta se me hace difícil no corregir un error ortográfico en la lista de compras. Por otro lado, a la hora de escribir tiendo a seguir el instinto: no cuestiono mis impulsos. Así que si quiero corregir, no me digo a mí misma que no tiene sentido. Sigo mi instinto: quizás haya un motivo para hacerlo, un motivo que no entiendo en ese preciso momento, pero que se dilucidará más adelante. Quizás llegue el día en que use una de las entradas o varias en una obra más larga. Quizás vuelva sobre una entrada que escribí algunos años atrás y descubra que podría transformarse en algo más extenso. Y si está mal escrita, si le faltó revisión, me costará más descubrir lo que el texto quiere ser.

Además, corregir las entradas del cuaderno me sirve de práctica constante. Y quizás lo que resuelva en la versión final de una entrada inspire otra frase en un cuento nuevo sin que yo me dé cuenta. O tal vez el cuaderno sea un lugar para ejercitar no solo la escritura sino también el pensamiento. Al fin y al cabo, cuando se corrige una oración, no solo se corrigen las palabras sino también las ideas. Y, en general, cuando logro describir algo a la perfección, afino la agudeza de mis observaciones así como mi dominio de la lengua. Entonces, hay muchas formas de justificar el tiempo que le dedico a una única oración del cuaderno, una oración que quizás nunca use. Pero, ante todo, como dije, a la hora de escribir sigo mis impulsos (en el cuaderno) sin preguntarme si lo que hago es sensato, útil, incluso ético, etc. Lo hago porque me gusta o porque quiero, que debería ser el punto de partida siempre que se escribe. (En cuanto a la cuestión de la ética, me niego a publicar un texto si me parece poco ético, pero el acto de exploración que encierra la escritura es muy diferente del carácter definitivo y público de la publicación. La escritura no deja de ser privada hasta que se hace pública).

En el cuaderno también escribo mis cuentos. Todos mis cuentos comienzan en esas hojas y, de hecho, suelo escribirlos allí de principio a fin. Hay una buena razón para que así sea, aunque me tomó un tiempo comprenderla: en mi cuaderno nada tiene la obligación de ser permanente ni bueno. Allí tengo total libertad y por eso no me da miedo. Es imposible escribir bien (o, probablemente, hacer bien cualquier otra cosa) con la sensación de estar entre la espada y la pared. No me da miedo porque lo que escribo en mi cuaderno no tiene la obligación de convertirse en un cuento, pero si quiere, así será. En alguna medida, ya no me propongo escribir cuentos deliberadamente. Antes sí, y empezaba a tipearlos en la máquina de escribir en hojas en blanco (en la época que hice mi único taller, que fue con Grace Paley; debía de sentirme más profesional escribiendo así). Ahora los cuentos se me imponen. Pasaron años para que sucediera, y no sé cómo logré que sucediera, además de exigiéndome: si no se me ocurría ninguna historia, me sentaba, las inventaba y las escribía, sin importar qué tan incómoda o forzada fuera la situación y a pesar de que las historias no me terminaban de gustar.

Empecé por escribir cuentos largos porque pensaba que los cuentos tenían que ser largos. Los personajes se basaban en personas de las que no sabía mucho y, a veces, le acertaba a la naturaleza humana. Al menos, de vez en cuando la ambientación era buena, porque la conocía bien. Luego entendí que no hacía falta escribir cuentos largos; es más, podía escribir como se me diera la gana, y durante un tiempo para salir de un período de sequía me obligué a escribir dos cuentos de un párrafo todos los días. La mayoría de los textos no eran espectaculares, pero algunos eran buenos, y con eso bastaba. Después, durante un tiempo, solo me dediqué a escribir cuentos muy breves de oraciones cortas y prolijas.

Con el tiempo, ya no me hizo falta perseguir las ideas: la historia se me imponía o surgía sola. Ahora siento la necesidad de escribir la historia, de sacármela de encima. Nabokov dijo que nunca se propuso escribir una novela sino sacársela de encima. Quizás el cuaderno también funcione, para mí, como un lugar donde sacarme de encima todo, y cuanto mejor lo escribo, más me lo saco de encima. Algunas oraciones quieren ser cuentos enseguida. El último que se convirtió en un cuento enseguida (aunque era un borrador todavía) dice: “Fue necesaria la reina de Inglaterra para que mi madre dejara de criticar a mi hermana”. Y resulta que es cierto.

A veces, la entrada se convierte en un cuento; en otros casos, no es más que una oración o unas cuantas frases y nunca se transformará en otra cosa, al menos no en un futuro inmediato; a veces tengo la impresión de que quiere ser un cuento y vuelvo a la oración de vez en cuando, pero se niega a seguir crEciendo. Puede que sea demasiado escueta (o demasiado absurda) para dar forma a una historia bien desarrollada, por más sorprendente que sea. O será que se me escapa la idea e intento hacer avanzar el cuento en la dirección equivocada.

Hablando de no tener miedo al escribir, desarrollé de forma bastante involuntaria dos hábitos que me ayudan a no tener miedo. Uno es el hábito de comenzar todos los cuentos en mi cuaderno, donde no hay presión; el otro es que muchas veces hago lo que hice hoy: me siento frente a las páginas mecanografiadas de un relato que está prácticamente terminado y que no tengo intenciones de terminar, y en lugar de seguir avanzando, empiezo uno nuevo en el cuaderno y escribo hasta que no se me ocurre nada más. Es más fácil empezar un relato cuando no era lo que estaba en los planes. Mi inconsciente, o la parte del cerebro más exigida a la hora de escribir algo nuevo, está muy distendida y cómoda porque hay una tarea definida a la que volver cuando ya no tenga nada más que agregar, por el momento, al nuevo relato.

Mientras tanto, la historia mecanografiada queda a la espera. Lo mismo puede suceder al día siguiente. A veces tengo cuatro o cinco, o más, cuentos en progreso a la vez. Prefiero pensar que me queda mucho por hacer en lugar de nada, en lugar de la página en blanco. A veces, en medio de tantas actividades, pierdo de vista algunos cuentos que empecé y los olvido durante un tiempo, meses incluso. Pero tarde o temprano los retomo y los termino, y no les duele el tiempo que dejé pasar. Los veo con más lucidez.

El día del que hablo, tenía planes de terminar el último cuento de un libro. Le dediqué un tiempo, después advertí lo que hacía cuando caminaba por la casa, después anoté lo que estaba haciendo, después me puse a reflexionar en cómo era el proceso de escritura y de corrección para mí, y después decidí escribir esta descripción del proceso.

Por supuesto, hay una infinidad de cosas para decir sobre los cuadernos. Muchos escritores han llevado cuadernos. Kafka tenía un cuaderno lleno de ideas para cuentos, comienzos de cuentos, cuentos terminados, relatos de veladas que pasaba con amigos en cafés, y también quejas sobre su familia, la casera, los vecinos y demás. Las quejas sobre los ruidos que hacían sus vecinos en la vida real, al otro lado de la pared, se convirtieron en fantasías escritas sobre personas imaginarias que vivían al otro lado de la pared. El cuaderno de un escritor puede servir de registro o de espacio para materializar los pensamientos. Algunos pintores, como Delacroix, tuvieron cuadernos de apuntes increíbles. Y también hay escritores que solo publicaron sus cuadernos, como el francés del siglo XVIII Joseph Joubert.

A continuación está el proceso que seguí al corregir la oración:

CÓMO PUEDE CORREGIRSE UNA ORACIÓN

Versión final:

Ella camina por la casa balanceándose en puntas de pie, a veces silba y canta, a veces habla sola, a veces se detiene en seco en alguna posición de combate.

Así es cómo evolucionó desde las primeras versiones hasta la última:

Ella camina por la casa, se ve, con paso ligero y en puntas de pie… (mala rima aquí: ve / pie)

Ella camina…

… por la casa lentamente… (no sugiere felicidad)

… por la casa lenta, pero delicadamente… (demasiadas explicaciones)

… por la casa lentamente, con cautela… (le falta fuerza)

… por la casa lentamente, con cautela, balanceándose en puntas de pie… (verboso)

… alrededor de la casa balanceándose lentamente en puntas de pie… (bueno, me gusta, pero me quedo pensando demasiado y saco lentamente; listo, la primera parte está terminada)

a veces silba, a veces canta, a veces habla sola, a veces… (no: demasiados a veces)

a veces silba y canta (no: no se puede hacer las dos cosas a la vez)

a veces silba o canta (no, suena demasiado deliberado)

a veces silba y canta (bueno, está bien, puede ser una cosa después de la otra)

a veces se detiene en seco y se pone en posición de combate (no, hay demasiados verbos ahí, pero sé que tengo que terminar con en posición de combate: es la imagen culminante y sorprendente, lo que me impulsó a anotar la frase en primer lugar. También es una frase poderosa, y la palabra posición es una palabra poderosa)

a veces se detiene en seco en posición de combate (editando se resolvió el problema de los verbos)

1982, 2002, 2004

 

 

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