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Desembalo mi biblioteca

Por Walter Benjamin

"Adquirir libros no es para nada solo una cuestión de dinero o de conocimiento en la materia. E incluso ambas cosas juntas no alcanzan para erigir una verdadera biblioteca, que siempre tiene algo de impenetrable e inconfundible al mismo tiempo". Un fragmento tomado de El coleccionismo (Godot).

Por Walter Benjamin. Traducción de María G. Tellechea y Martina Fernández Polluch.

 

[Fragmento]  

 

 

De todas las maneras de agenciarse libros, la que goza de mayor notoriedad es escribirlos uno mismo. Respecto de esto, algunos de ustedes se divertirán recordando la gran biblioteca que Wuz, el pobre maestrito de Jean Paul, con el tiempo logró armar al ir escribiendo para sí todas las obras cuyos títulos le interesaban de los catálogos de las ferias y que nunca podría haber comprado. En realidad, los escritores son personas que escriben no por ser pobres, sino por estar insatisfechas con los libros que podrían comprar pero que no les gustan. Y a ustedes, damas y caballeros, esa les parecerá una definición disparatada, pero todo aquello que se dice desde la perspectiva de un verdadero coleccionista es disparatado. De todas las maneras comunes de adquirir libros, para los coleccionistas, la más decente sería la de tomar prestado sin posterior devolución. El tomador de libros en préstamo a gran escala, tal como lo tenemos aquí ante nuestros ojos, resulta ser un coleccionista aguerrido no solo por el fervor con el que protege el tesoro rescatado y hace oídos sordos a todas las advertencias de la vida acorde a derecho, sino mucho más porque él tampoco lee los libros. Si quieren creer en mi experiencia: ha sido más frecuente que, dado el caso, alguien me devolviera un libro a que lo hubiera leído. Y eso de no leer los libros, preguntarán ustedes, ¿vendría a ser algo propio de los coleccionistas? Eso sí que sería lo último. No. Los especialistas les pueden confirmar que es algo de lo más antiguo y, a modo de ejemplo, menciono la respuesta que France tenía preparada para aquel ignorante que, mientras admiraba su biblioteca, realizó la pregunta obligada: “Y usted, ¿leyó todo esto, señor France?”. “Ni una décima parte. ¿O acaso usted come todos los días con su porcelana de Sèvres?”.

Por cierto, verifiqué el derecho a una actitud semejante. Durante años –mínimo durante el primer tercio de su existencia–, mi biblioteca consistía en no más de dos o tres estantes, que cada año crecían apenas unos centímetros. Esa fue su etapa marcial, dado que ningún libro podía ingresar a ella cuyas palabras yo no hubiera inspeccionado, que yo no hubiera leído. Y si hubiera seguido así nunca habría llegado a algo que por su dimensión se pudiera denominar biblioteca sin la inflación que, al cambiar bruscamente el acento de las cosas, hizo que los libros se convirtieran en algo con valor propio, como mínimo, en algo difícil de conseguir. Eso es lo que, al menos, parecía suceder en Suiza. Y desde ahí realmente comencé a hacer mis primeros pedidos importantes de libros a última hora y así pude albergar cosas irremplazables como el “Blauer Reiter” o La leyenda de Tanaquil escrita por Bachofen, que en aquel entonces aún se hallaban en la editorial. Ahora, dirán ustedes, después de tantas idas y vueltas deberíamos llegar a la ancha avenida de la adquisición de libros: la compra. Sí, es una avenida ancha, pero eso no significa que sea fácil de transitar. La compra de un coleccionista de libros no se parece en nada a aquella en librerías que hace el estudiante que necesita un manual o un señor de mundo que le quiere hacer un regalo a su novia o un viajante de negocios que quiere acortarse el viaje en tren. Las más memorables las hice de viaje, estando de paso. La propiedad y la posesión están subordinadas a la táctica. Los coleccionistas son personas con instinto táctico: según su experiencia, cuando conquistan una ciudad extranjera, la librería de usados más pequeña puede significar un fuerte, la papelería más retirada de todas, un enclave. ¡Cuántas ciudades no habré explorado en las marchas que perseguían el objetivo de conquistar libros!

Es cierto también que solo una parte de las compras más importantes surge de la visita a un librero. Los catálogos cumplen un papel mucho más significativo. Y por más que el comprador conozca muy bien un libro que pide por catálogo, el ejemplar siempre tendrá algo de sorpresa y el pedido, algo de azaroso. Además de desilusiones dolorosas, pueden ocurrir los hallazgos más felices. Recuerdo haber pedido un día para mi colección de libros infantiles un libro con ilustraciones a color solo porque contenía cuentos [Märchen] de Albert Ludwig Grimm y había sido publicado en Grimma, en Turingia. De Grimma, a su vez, provenía un libro de fábulas que este mismo Albert Ludwig Grimm había publicado. Y ese libro de fábulas con sus dieciséis ilustraciones era el único testimonio, en el ejemplar que yo poseía, de los comienzos del gran dibujante alemán Lyser, quien vivió en Hamburgo a mediados del siglo pasado. De modo que mi reacción a la consonancia de los nombres había dado en el clavo. Así redescubrí también trabajos de Lyser, a saber, la obra El libro de cuentos de Lina, que era desconocida para todos los estudiosos de su obra y merece una referencia más detallada que esta que hago yo, la primera que se hace al respecto. 

Adquirir libros no es para nada solo una cuestión de dinero o de conocimiento en la materia. E incluso ambas cosas juntas no alcanzan para erigir una verdadera biblioteca, que siempre tiene algo de impenetrable e inconfundible al mismo tiempo. Quien compra por catálogo debe tener un fino sentido del olfato además de las cuestiones mencionadas. Fechas, lugares, formatos, antiguos propietarios, tipos de encuadernación, etc.: todos esos datos tienen que decirle algo, y no solo en sí y por sí mismos, sino que estas cosas tienen que tener una consonancia y, según la armonía y la agudeza de esa consonancia, debe poder reconocer si un libro está hecho para él o no. Aunque distintas son las habilidades que un remate exige de un coleccionista. Al lector de catálogos, lo que le tiene que decir algo es el libro en sí mismo y, eventualmente, el propietario anterior, si es que se conoce la procedencia del ejemplar. Quien quiera participar de un remate debe distribuir en igual proporción su atención entre el libro y la competencia y, además, mantener la cabeza en frío con el fin de no obsesionarse con la competencia –como sucede a menudo– y en algún momento terminar ofreciendo un precio más alto con el solo objetivo de salir airoso y no de adquirir el libro. En cambio, uno de los recuerdos más lindos de un coleccionista es el instante en el que acude a la ayuda de un libro –al que quizá nunca en la vida le había dedicado un pensamiento, ni mucho menos un deseo– y, por el simple hecho de verlo tan desamparado y abandonado en el mercado a cielo abierto lo compra, otorgándole así la libertad, tal como lo hace el príncipe con una bella esclava en los cuentos de Las mil y una noches. Es que, para el coleccionista de libros, la verdadera libertad de todos los libros se halla en algún lugar de su estantería.

De las experiencias más memorables y excitantes que he vivido en un remate, entre los extensos estantes con volúmenes franceses de mi biblioteca se destaca aún hoy en día La piel de zapa de Balzac. Fue en 1915 en el remate de la colección Rümann en lo de Emil Hirsch, uno de los más grandes conocedores de libros y, al mismo tiempo, uno de los comerciantes más refinados. La edición de la que estamos hablando es de 1838, publicada en Place de la Bourse, París. En este momento, al tomar el ejemplar en mis manos, no solo veo el número de la colección Rümann, sino incluso la etiqueta de la librería en la que el primer comprador lo adquirió hace más de 90 años a alrededor de la ochentava parte del precio actual. Dice: “Papeterie I. Flanneau”. Fue una linda época, en la que uno podía comprar obras tan espléndidas –pues los grabados en acero de ese libro fueron diseñados por el mejor dibujante francés y realizados por los mejores grabadores– como un libro así, en una papelería. Pero yo quería contar la historia de la adquisición. Había visitado el remate en lo de Emil Hirsch previamente, le había echado el ojo a unos cuarenta o cincuenta volúmenes, pero a este, con el ardiente deseo de no dejarlo ir nunca más. Llegó el día del remate. La casualidad quiso que, en el orden de lo que iba a ser subastado, viniera la serie completa de ilustraciones sobre papel chino en fascículos separados justo antes del ejemplar de La piel de zapa. Los ofertantes se encontraban sentados a una larga mesa; en diagonal frente a mí estaba el hombre que congregó todas las miradas luego de hacer su oferta inicial: el barón de Simolin, el famoso coleccionista de Múnich. Él estaba concentrado en esa serie, tenía rivales con los que llegó por un breve lapso a un álgido combate, cuyo resultado fue la mayor oferta de todo el remate, un precio muy por encima de los 3.000 marcos imperiales (rm). Nadie pareció haber esperado un monto tan alto; entre los presentes se sintió cierta agitación. Emil Hirsch pasó por alto el asunto y, ya sea para ahorrar tiempo o por otras cuestiones, pasó al siguiente número sin que el resto de los congregados le prestara mayor atención. Anunció el precio; yo superé ligeramente la oferta con el corazón latiéndome en la garganta y la clara conciencia de que no estaba en condiciones de competir con ninguno de los grandes coleccionistas que se hallaban presentes. Sin embargo, el rematador, sin requerir la atención de la congregación, avanzó hacia la adjudicación con fórmulas clásicas como “nadie más”, dando tres golpes, cuyos intervalos me parecieron interminables. Así y todo, como aún era estudiante, para mí la suma seguía siendo bastante elevada. La mañana siguiente en la casa de remates, sin embargo, ya no es parte de esta historia, y en su lugar, prefiero hablar de un evento que me gustaría denominar como el negativo de un remate. Sucedió en una subasta berlinesa el año pasado. Se encontraba ofertada una serie de libros bastante variada en cuanto a calidad y temas, entre los cuales había solo algunas obras difíciles de conseguir sobre ocultismo y filosofía de la naturaleza que eran valiosas. Fui haciendo mis ofertas por algunas de ellas, pero noté que, cada vez que hacía una, un señor de las filas de adelante parecía estar esperando a que yo hiciera la mía para hacer la suya subiéndola hasta donde fuera necesario. Luego de repetir este mecanismo la suficiente cantidad de veces, perdí todas las esperanzas de conseguir el libro que más me había interesado aquel día. Se trataba de los Fragmentos del legado de un joven físico, una publicación difícil de conseguir que había realizado en dos tomos Johann Wilhelm Ritter en 1810 en Heidelberg. La obra no se ha vuelto a imprimir, pero el prólogo, en el cual el editor había hecho una descripción de la propia vida en forma de necrológica del supuesto amigo muerto, que no era otro sino él, siempre me había parecido la prosa más importante y personal del Romanticismo alemán. En el momento en el que gritaron el número tuve una iluminación. Dado que mi oferta no podía sino proporcionarle infaliblemente el número al otro, tenía que abstenerme de ofertar. Me contuve con fuerza, me quedé callado. Lo que yo esperaba sucedió: no hubo interés ni ofertas, el libro volvió a remate. Me pareció inteligente dejar que pasaran algunos días. En efecto, cuando volví luego de una semana, encontré el libro en la librería de usados, y la falta de interés que se le había demostrado me benefició en la compra.

Cómo no te van a invadir los recuerdos tan pronto como empezás a sacar libros de la montaña de cajas mientras van viendo la luz del día o, más bien, de la noche. Nada muestra más claramente cuán fascinante es este acto de desembalar como lo difícil que es dejar de hacerlo.

Había empezado al mediodía y ya era medianoche antes de que me comenzara a ocupar de las últimas cajas. Pero, justo al final, llegaron a mis manos dos ediciones rústicas descoloridas que, en un sentido estricto, no deberían estar en una caja de libros: dos álbumes en los que mi mamá había puesto pegatinas cuando era niña y que yo heredé. Son las semillas de una colección de libros infantiles que incluso hoy en día sigue creciendo, aunque ya no en mi jardín. No existe ninguna biblioteca que esté viva y que no haya hospedado una cierta cantidad de criaturas librescas provenientes de regiones fronterizas. No hace falta que sean álbumes de pegatinas o  libros con la historia familiar, tampoco dedicatorias o encuadernaciones de pandectas o de textos espirituales en su interior: algunas personas sienten apego por volantes y folletos, otras por facsímiles manuscritos o copias a máquina de libros imposibles de conseguir y, con todas las de la ley, también las revistas pueden constituir los bordes prismáticos de una biblioteca. Pero volviendo a esos álbumes: la herencia es de hecho la forma más certera de arribar a una colección. Pues la actitud del coleccionista frente a sus posesiones se origina en el sentimiento de compromiso del que posee frente a lo que posee. Es decir que es, en el sentido más elevado, la actitud del heredero. Por eso, el título más noble que puede tener una colección es su posibilidad de ser heredada. Cuando digo esto, soy perfectamente consciente –es importante que lo sepan– de que este tipo de evolución del ideal que existe de la actividad de coleccionar renueva en muchos de ustedes la convicción de que esta pasión les resulte anacrónica y refuerza la desconfianza frente a la figura del coleccionista. Nada está más lejos de mí que tener la intención de tambalear esa visión o esa desconfianza de ustedes. Y solo una cosa habría que decir al respecto: el fenómeno de coleccionar pierde su sentido si pierde su sujeto. Por más que las colecciones públicas sean menos objetables en términos sociales y, en términos científicos, más útiles que las privadas, a los objetos solo se les hace justicia en las privadas. Por lo demás, yo sé que al prototipo, del que hablo aquí y el que he representado frente a ustedes, un poco ex officio, se le viene la noche. Pero como dice Hegel: recién con el crepúsculo levanta vuelo el búho de Minerva. Recién en el momento de su extinción será comprendido el coleccionista.

Ahora ya ha pasado la medianoche y todavía queda la última caja medio vacía. Me vienen otros pensamientos a la mente. Pensamientos no, sino imágenes, recuerdos. Recuerdos de ciudades en las que he encontrado muchas cosas: Riga, Nápoles, Múnich, Danzig, Moscú, Florencia, Basilea, París; recuerdos de los lujosos salones del Rosenthal de Múnich, de Stockturm, la torre de Danzig, donde residía el difunto Hans Rhaue, del sótano lleno de humedad de Süßengut, Berlín N; recuerdos de las habitaciones en las que se encontraban estos libros, mi cuartito de estudiante en Múnich, mi pieza en Berna, de la soledad en Iseltwald a orillas del lago Brienz y, finalmente, mi cuarto de niño, del que salieron solo cuatro o cinco de los varios de miles de volúmenes que comienzan a apilarse a mi alrededor. ¡Felicidad de coleccionista, felicidad de individuo particular! Nadie tuvo menos que ocultar pero nadie se sintió mejor que él, quien, con la máscara de Spitzweg, pudo continuar con su existencia difamada. Pues en su interior se asentaron espíritus, al menos pequeños espíritus, que ocasionan que para el coleccionista –según mi entender, para el coleccionista hecho y derecho– la propiedad sea el vínculo más profundo de todos los que uno puede tener con las cosas: no porque ellas cobren vida en él, sino porque él mismo es quien vive en ellas. De esta manera, expuse ante ustedes una de sus guaridas, cuyos ladrillos son libros, y ahora él desaparece dentro de ella en su justo derecho.

 

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