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Escribir no es una carrera de caballos

Tolstoi y su caballo favorito, Delir

Por Guido Arroyo

"Tardé varios años en entender que la escritura no se planifica, sino se genera mediante una rara simbiosis de trabajo y cauces naturales. Se trata de articular procesos y obsesiones proyectivas, teniendo conciencia que la concreción es solo una de las posibilidades, quizá la más remota".

Por Guido Arroyo.

Varias veces intenté escribir un poema largo.

Un texto desbordante compuesto por una centena de versos filosos, cuya música fuese meritoria de la tapa dura o la traición, ese otro lector que sin conocerlo, se apropia del ritmo y la lengua del poema.

Pero fracasé. Fracasé en el intento no solo una, sino varias veces.

§

Recuerdo la ocasión más rotunda. Por razones azarosas y no tanto, obtuve una beca de miles de dólares para terminar un libro de poesía. Según el plan de escritura aprobado, solo faltaba escribir un texto largo en prosa poética que titulé Lake Distric. Decidí lo siguiente: gastar todo el dinero en viajar durante dos meses por diversos lagos. El objetivo: dedicarme exclusivamente a escribir aquel poema. Así, como un escritor becado por el tono de su apellido, como si la belleza material de un paisaje lacustre pudiera caber en la página en blanco. El resultado fue una veintena de intentos erráticos, un compendio de páginas plagadas de experiencias aburridas: ningún atisbo de habla poética. Porque de eso se trataba el viaje: de escribir maquinalmente. Y el error radicaba y radica justamente allí: pensar la literatura como una práctica domesticable, creer que el raro oficio de escribir poesía puede tornarse pura técnica, pura repetición.

§

Lo más gracioso –ahora que lo pienso– era el instante previo a ensayar la escritura. Como les dije, fueron muchas las ocasiones que intenté escribir un poema largo. Solía realizar ajustes vitales para tomarme al menos diez días de vacaciones, agenciarme alguna cabaña situada en el frondoso sur de Chile y partir en modo Walden a lo Thoreau para encontrar la vida y la escritura, esa misma cosa. En cada viaje llevaba libros que suponía serían filiaciones determinantes. El Patterson de Williams Carlos Williams, el Pieces de Robert Creeley, o el My Lyfe de Lyn Hejinian que alternaba con el Réquiem de Anna Ajmátova; y más acá la Última carroña forma o el Solicitante descolocado de Leónidas Lamborghini, las Galaxias de Haroldo de Campos, o el notable Poema sucio de Ferreira Gullar.

Pero pese a disfrutar releyendo esas páginas, el poema largo no emergía, no lo hallaba, y entonces regresaba a Santiago, la capital de Chile, una ciudad que odio con afecto, con una serie poemas breves, inicios de ensayos, una leve gripe debido al frío y los pulmones cargados de aire puro.

§

Cuando uno escribe poesía debe empezar por la cicatriz. Hay que recorrer el dolor e ir a su comienzo. La cicatriz es sólida, el efecto final de una coagulación. Para escribir de ella, hay que abrirla de nuevo.

Eso me lo enseñó el difunto poeta Gonzalo Millán.

Se declaraba budista,

solía leer en voz alta haikús.

§

No creo que se pueda escribir desde la certeza. Como dice mi amigo narrador y editor Gonzalo Eltesh: la literatura en todas sus variables debe ser insegura. Y yo debería ahora robarle la frase y patentarla de la siguiente forma: la poesía, en todas sus variables, debe ser insegura.

§

Hablo así de las certezas porque fui un adolescente provinciano arrogante. Sudaba seguridad. Mi personaje era un lugar común: sensible poeta joven que todo lo anticipa. Tanto así que publiqué a los diecisiete un libro lamentable titulado Entre el olvido y la memoria. Incluso me atreví, sin conocer casi nada de budismo, a agregar en él una serie de haikús y tankas. Los escribí copiando la métrica basada en las febles teorías y traducciones de Juan José Tablada. El menos malo de mis haikus decía así:

Patas de buey

borraron la senda azul

perdida postal.

Eran cualquier cosa, como yo: un adolescente ansioso por la novedad de la escritura, por figurar públicamente como escritor y no por disfrutar de escribir: esa sensación de perturbadora belleza que se genera cuando repletas veinte páginas y no sabes si aquello tiene valor.

No me interesaba la demora inherente que demanda cualquier poema, ni la experiencia que suscita la lectura atenta del haikú, capaz de gatillar la llama de la creencia mediante una imagen sensible que nos trastoca. Por eso nunca logré escribirlos y en este viaje de seguro comprenderé por qué para un occidental es casi imposible comprenderlos, a menos que seas ciego, así como Borges era ciego.

§

Tardé varios años en entender que la escritura no se planifica, sino se genera mediante una rara simbiosis de trabajo y cauces naturales. Se trata de articular procesos y obsesiones proyectivas, teniendo conciencia que la concreción es solo una de las posibilidades, quizá la más remota.

Escribir no es normal. Lo normal es leer y lo placentero es leer –Bolaño dixit. Escribir poesía es un ejercicio de masoquismo. Un oficio que asumimos de forma extraña. Una práctica crítica que bajo el homogéneo capitalismo está totalmente lejana del ámbito productivo. Por eso la poesía sigue teniendo un cariz revolucionario, porque altera el ritmo de la fábrica donde nadie tiene o tendría tiempo para leer un poema. De todas las variantes artísticas que ofrece el lenguaje, quizá solo en la poesía siga sucediendo que dos o más personas puedan pasar horas debatiendo sobre la posición de una palabra o la materialidad sonora de un sufijo sin llegar a solución alguna.

Porque lo importante, en poesía, es la sustracción, la depuración de una imagen.

§

El cáncer más peligroso para una persona que quiere dedicar su vida a la literatura es la ansiedad. Aquella pulsión vuelve al escritor un amplificador del lenguaje de su época. Ese ritmo autoimpuesto impide comprender las torsiones que el tiempo va generando en la lengua, en su propio cuerpo. Y cualquier lector sensato debería comprender que los únicos poemas del siglo antepasado que seguimos leyendo son los que entendieron eso: que lo único que trasciende es el instante en que el lenguaje decanta en la biografía, ese momento de fusión extrema. Dicho de otra manera: se trata de la forma en que las arrugas del cuerpo se van transformando en versos, el modo en que la historia personal interviene nuestro pensamiento.

A veces me pregunto: existiría la poesía proyectiva de John Ashbery si Williams Wordsworth, en vez de tardar una treintena de años en terminar El Preludio, lo hubiera abandonado porque no le traía ni fama ni dinero; o: se entendería la poesía como una forma de intervenir la historia dominante si Ezra Pound, aquel filofascista que odiamos y amamos, habría dejado incompletos Los Cantos debido a que la autoridad decidió confinarlo al presidio clínico.

Imagino que no. E imagino también que sin esos y otros poemas cuya duración de escritura terminó traduciéndose en toda una vida de trabajo, la poesía hoy podría ser algo mucho más triste de lo que es. Y ya es lo suficientemente triste como para que en Chile Manuel Silva Acevedo haya ganado el Premio Nacional de Literatura.

Pero los premios tampoco importan, escribir no es una carrera de caballos.

§

El poeta Serbio Charles Simic realiza una pregunta radical:

¿Y si los poetas fueran capaces

de transmitir el sentimiento de un período histórico

mejor que nadie?

Acaso podríamos evitar los monumentos del horror y lograr que una sociedad entera, mediante el aprendizaje de un poema, una modulación o una voz, pudiera anular el trauma que genera cualquier acontecimiento trágico.

Acaso pasaría aquello que sugiere Bertolt Brecht en su poema Los tejedores de Kujan-Bulak honran a Lenin, donde los habitantes de la tribu africana entienden que para honrar las ideas de cualquier hijo de vecino, se debe poner en valor su discurso de forma comunitaria, y nunca –pero nunca– edificar una estatua en su honor?

§

¿Es acaso la escritura poética

la forma artística que más se resiste

al espectáculo?

§

Siempre me han generado una mezcla de risa y pena las personas que visualizan en la escritura poética un espacio prístino y puro como estatua. Esa apología a la inocencia neorromántica resulta absurda. La poesía escrita nació íntimamente ligada al poder, no solo a la forma de ejercerlo sino más bien de administrarlo. La poesía, entonces, no es el espacio de la subjetividad o la sentimentalidad o la experiencia (que tanto curte en España). El poema en formato escrito fue creado para cobijar la memoria, el poder de la memoria y la memoria del poder.

§

Mientras profundizo en la acumulación de años y arrugas y canas y kilos, más creo con firmeza lo siguiente: todo proyecto poético debería preocuparse en intervenir. Si escribir prosa es el poder, la poesía debe procurar desestabilizarla. Esa podría ser la tarea del poeta en estos bellos tiempos de wifi libre. Para ello se debe diluir cualquier planificación, olvidar el sueño Mallarmeano del artista total. La idea es solo un medio, no un fin. En muchas ocasiones lo que vuelve atractivo al poema es la distancia entre el proyecto inicial y lo que termina deviniendo en obra, las deformaciones que todo proyecto poético va generando en su tránsito a ser escrito y, si es que llega a pasar, publicado. En ese proceso de tachaduras escritas y vitales se afina la prosodia, su banda sonora, su música y canto.

§

Si uno no siente extrañeza, miedo o nervios al momento de escribir y editar un poema, es imposible que podamos generar al lector aquella sensación. Los diez años que llevo ejerciendo de editor me han enseñado justamente aquello. Cada vez que publiqué un libro cuyo escritura emergía desde la densidad vital, desde el problema y la incapacidad de encontrar una ruta de salida (es decir, de publicación), la experiencia fue placentera. No solo el libro tuvo éxito, se tradujo o debimos reeditarlo, sino además disfruté muchísimo más interviniendo el texto, construyendo una complicidad con el autor que en general se tornaba amistad, largas horas bebiendo o hablando, en confianza ante el lenguaje del otro.

Por contrapartida, las contadas veces que he publicado un libro sin mucho convencimiento, en general porque su autor ha estado completamente seguro de cada palabra, el resultado ha sido el olvido, la ausencia de diálogo. Creo firmemente que los escritores autómatas están diseñados para escribir novelas que generen tendencia y público, abrazar la fama y repetirse hasta el hartazgo para que tres o cuatro libros después, la misma crítica y el mercado que los ensalzó los haga pedazos pidiendo a gritos una nueva tendencia, una nueva generación. Y la culpa no la tiene el mercado ni la industria cultural, porque así opera. No hay que ver videos de Zizek en youtube para entenderlo.

§

Para terminar, quisiera volver al poema largo, que quizá encontré o creí encontrar.

Eso lo juzgarán ustedes en un rato.

Un viernes de invierno por la noche regresaba a casa después de una cena bebida con la brillante poeta Elvira Hernández. Iba triste, no por la cena sino porque atravesaba los veintiséis y la vida adulta me parecía (me parece) una miseria, y mi relación amorosa de ese entonces se diluía a pedazos y ni la cepa más sativa me hacía reír. Pero la cena había estado buena y cerca de las una de la mañana figuraba en un colectivo rodeado de adolescentes perfumados yendo de la comuna de Vitacura (un barrio de clase alta) a mi departamento en Santiago Centro (un barrio poblado de inmigrantes).

Iba distraído, observando las luces azulmetálico de la noche santiaguina. Estaba, en el fondo, en calma, receptivo, despojado de la ansiedad mental que tuve aquellos dos meses donde viajé mirando lagos, o las ocasiones que me encerré a escribir en diversas cabañas. En algún momento mi vista se detuvo en una sorpresiva y barrosa patina de hielo que estaba en el asfalto. Esa imagen me dijo: debes escribir del hielo, estás habitando una zona hielo. De inmediato sentí que allí podía surgir el poema largo que tanto había querido escribir. Recordé entonces la máxima de Beckett -que tanto ilustra esta breve teoría de escritura-: fracasa otra vez pero fracasa mejor.

Llegué a mi departamento cerca de las dos de la madrugada y comencé a escribir de forma obsesa, casi violenta, placentera. Escribí hasta que la ciudad retornó su ritmo maquinal de cualquier sábado. Escribí unas veinte páginas de forma inmediata, como si un flujo contenido hace años estuviera liberándose. Los días siguientes utilicé todo el tiempo que dispuse fuera del trabajo para escribir. En dos o tres semanas había terminado casi setenta páginas. Las titulé: La Música del hielo. El poema largo que había querido escribir desde hace años estaba allí. Aunque ni siquiera conocía mucho el hielo.

Las obsesiones provienen de un país que no posee bandera ni contornos.

§

Estos últimos cuatro años me he dedicado corregir y pulir este poema, afinar su paisaje sonoro, porque aún emergen tensiones vitales cuando regreso a él. Quizá cuando termine de decantar el lenguaje privado que está en esos versos, el texto podrá volverse libro y la voz podrá ser declinada por otro. O quizá no, y debamos siempre seguir escribiendo. Porque la poesía, demanda una entrega total y a cambio regala nada. O casi nada, una vida de sensaciones relativas e inestabilidad laboral. A veces la experiencia de una reedición o un premio a la trayectoria cuando tienes cincuenta, o un viaje anual al extranjero (al Instituto Cervantes ubicado Tokyo, por ejemplo). Pero quizá también un antídoto para el phatos que atraviesa nuestra época. Porque cuando nos acercamos a la poesía desde la inseguridad, anulando las certezas, tachando cualquier sendero, la escritura se torna una forma de comprender la mutación del propio cuerpo, sus vaivenes, el ritmo de su envejecimiento.

Bueno. Quizás eso sí es algo.

Es mucho.

 

Conferencia Plenaria dictada en XXIX Congreso de la Confederación Académica Nipona, Española y Latinoamericana (CANELA). Realizada en el Instituto Cervantes de Tokio, los días 27 y 28 de mayo del 2017. Proyecto embajada de Chile en Japón. Auspicio Dirección de asuntos Culturales.

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