El producto fue agregado correctamente
Blog > Ensayos > François Jullien: "La modernidad ya no está de moda"
Ensayos

François Jullien: "La modernidad ya no está de moda"

Filosofía contemporánea

"En la descoincidencia, el arte y la existencia descubren su origen común": un capítulo tomado de la novedad de El cuenco de plata con traducción de Silvio Mattoni, De dónde vienen el arte y la existencia.

Por Francois Jullien. Traducción de Silvio Mattoni.

 

La modernidad ya no está de moda. Ya sea que se considere que está superada (lo posmoderno denuncia en ella un remanente de la Ilustración). Ya sea que se considere que siempre es sólo un objeto de invocación fácil (como una apelación a la salvación: “¡Modernidad, modernidad!”), pero que no podría mantener sus promesas. Ya sea que se considere en cambio que no hay que ser más “decididamente”, sino “moderadamente” moderno (Rémi Brague cuando invierte la fórmula de Rimbaud, quien por su parte dijo “absolutamente”): se denuncian entonces los estragos de un forzamiento ideológico que sólo desemboca en un atolladero histórico. Ya sea que se considere simplemente que nunca existió. Que no hemos sido “nunca modernos”, como lo tomó por título Bruno Latour, y lo mostraría suficientemente Galileo, héroe reconocido de semejante modernidad, que deja ver también, en la misma página en la que dibuja, con la maestría de un artista del Renacimiento, las sombras de la luna vistas por primera vez en el  telescopio, cómo trazaba paralelamente el horóscopo de Lorenzo de Médici. Pero creo que existe una modernidad no relativa ni invocada en todo momento, –la reivindicada por los “modernos” contra los “antiguos”, o por Galileo contra Aristóteles–, sino la que constituye un acontecimiento singular: cuando Europa, en el umbral del siglo XIX al XX, vuelve a poner en cuestión no tanto sus ecuaciones precedentes, sino la posibilidad de una adecuación de conjunto. No rompe entonces tanto con el protocolo de su razón, o cambia de razón de las cosas, sino que muestra que sólo la descoincidencia es viable –en filosofía, el “sistema” ha muerto. Ya no se cambia más de sistema, sino que se evalúa la imposibilidad de un sistema que pretenda mantener todo en concordancia, y se confronta con ello.

Ahora bien, esto pasa simultáneamente en los diversos campos del pensamiento, de la ciencia al arte. En física: cuando ésta descoincide de las ecuaciones gravitacionales de Newton que servían como leyes universales de la naturaleza al descubrir que estas últimas no son más que una formulación relativa, de validez parcial y localmente adaptada. Tal como en psicología: cuando a partir del estudio del síntoma y de la represión Freud hace notar de qué modo el inconsciente, que ignora tanto el tiempo como la contradicción, forma un “sistema” aparte, que descoincide del sistema particular de la conciencia canalizada por la tutela moral (social) del espíritu. Lo mismo pasa en pintura: la pintura descoincide respecto de la “Naturaleza” e inclusive respecto del paisaje, pinta a Cristo en amarillo o el rostro a la vez de frente y de perfil. Ya no se deja llevar a la facilidad de mantener las formas dentro de la “circunscripción” de contornos, como si se pudiera asignar un lugar propio a la cualidad de las cosas y encerrarlas en una esencia: la manzana desborda sus trazos. Y en primer lugar renuncia a la perspectiva cuyo truco y cuya ilusión denuncia como “ilusión de verdad”. Porque hay entonces, muy generalmente, una alteración de la ecuación ontológica (de la ontología como soporte de adecuación universal) de tal modo que lleva a pensar otra lógica donde ya no hay una ecuación única e inclusive donde la desadecuación resulta productiva. Por más que la Historia trate luego de integrar, según la función que se le atribuye, esa potencia de novedad desactivando su peligro para el poder soberano del espíritu, quizás solamente empezamos a explorar en qué se sostiene.

Pero la fisura respecto del pensamiento que por oposición llamamos clásico (de hecho, todo el pensamiento precedente) proviene en primer lugar del hecho de que adecuación y adaptación, que hasta ahora consideré juntas, se interpretaron en realidad una mediante la otra: la adecuación, que se ha hecho la definición misma de la verdad, que por lo tanto se creería de estructura lógica, no sería más que una adaptación. Salió así a la luz un interrogante que agrieta, cada vez con mayor osadía, el fundamento del gran monumento de la Coincidencia, y hasta hace que dicho fundamento aparezca tal cual es, para exhumarlo. Hume comienza preguntando si la causalidad, que desde los griegos es la gran instancia  explicativa del mundo, no sería más que un encadenamiento que el hábito establece en el espíritu. Kant, que con su revolución copernicana amplía este interrogante a todo el conocimiento, expone que no es  nuestro conocimiento el que llegaría a “acomodarse” a los objetos, o el espíritu el que entra en adecuación con la cosa, sino que son esos “objetos” los que van a ajustarse a nuestra capacidad de conocimiento,  adaptándose a la forma de nuestra sensibilidad así como a las categorías de nuestro espíritu. Nietzsche finalmente lleva esta sospecha hasta concluir que lo que tomamos como la adecuación constitutiva de la verdad no es más que una adaptación a la vida: tomamos como verdadero, für wahr halten, lo que responde a nuestras exigencias vitales y satisface a nuestra voluntad de poder. Lo que “creemos” la objetividad del conocimiento no sería más que un acomodamiento a las necesidades orgánicas de la especie, a tal punto que la verdad ya no es verdad, sino “valor”, y tal vez incluso un error, pero un error que se justifica en la medida en que es útil para nuestra supervivencia.

El hecho de que la adecuación ya no esté fundada en el Ser, o más bien que ya no haya más adecuación que se deba fundar, es decir que la adecuación ya no sea más que una coincidencia cuyo carácter adaptado no logra disimular lo que puede tener de fortuito, que no se puede justificar, es lo que destronó a la Naturaleza. Ésta es destronada como objeto último de la adecuación, a la vez como su fundamento y su garante. Ya no hay más “naturaleza” a la cual (en la cual) el sabio estoico pueda ajustar la conducta o Alberti la pintura. Pero entonces ¿con qué sustituir la Naturaleza? ¿Algo que la sustituya en el comienzo, pero que precisamente no sea asignable como un comienzo, de lo contrario caeríamos en las facilidades de la Coincidencia? ¿Con qué sustituir por consiguiente lo que ella nos hacía “creer” como un desarrollo inmanente, global y coherente, en lo cual tanto el pensamiento como la conducta puedan hallar
su anclaje y cuya legalidad sea normativa? La modernidad consistió en atreverse a enfrentar el fin: tomar nota de la muerte de la Naturaleza. Denunciando en ella una naturalización de la trascendencia,  atreviéndose a pensar que la praxis, en cualquier ámbito que sea, ya no sea obedecer y conformarse; que
las reglas ya no están dadas, sino que deben inventarse: que lo fortuito no es separable de lo adaptado, sino que puede ser, como lo da a entender el mismo término de coincidencia, su condición oculta. Consistió en plantear ya no la “Naturaleza”, en su necesidad universal, sino el juego como término primario.

El “juego” trastoca todo fundamento. No solamente porque trastoca la Naturaleza como fundamento, sino más básicamente porque impide pensar un fundamento posible, deshace todo pensamiento de un soporte o de una garantía, como un modo último, universal y normado, de funcionamiento. El juego es la antítesis de la Naturaleza, no porque la contradiga, sino porque denuncia su tranquilizadora legalidad. “En el principio era el juego” (lo que decía ya a su manera el clinamen), por ende no hay Comienzo o Principio inscripto en el Ser, es la propuesta de la modernidad que no solamente rompe con la Naturaleza y su clasicismo, sino que invierte su prejuicio que, al mismo tiempo, deja discernir. O bien, si nos quedamos en los términos del “Ser”, hay entonces un “juego” del Ser, como bien advirtió Nietzsche, que es su esencial “duplicidad”. Ya no es que el Ser se oponga a la apariencia, como pretendía la ontología, que por tanto baste con separarlo de ella, sino que es el Ser lo que se disimula en su misma aparición, se enmascara para manifestar su verdad: “Ya no creemos que la verdad siga siendo verdad sin sus velos, hemos vivido demasiado para eso” (Prefacio de La gaya ciencia). Ese juego es el “juego del mundo”, Weltspiel, como lo nombró Nietzsche, de tal modo que “mezcla” en él “el ser y el parecer”, mischt Sein und Schein.

Por consiguiente, ese juego no es segundo, sino primero. No es el juego secundario de un mundo sublunar, lacunar, donde por falta de ser se mezcla con el azar que lo hace decaer de la perfecta regularidad de la marcha de los astros (en Aristóteles). Sino que es un juego divino, ein göttliches Spiel, que “se juega más allá del bien y del mal”, antes incluso de las oposiciones mediante las cuales creemos poder disociar lo que puede establecer así y erigir como “realidad”. Ese juego en sí es sin “en sí”, deshace la adecuación del en-sí y su uso, desarma entonces la gran funcionalidad de la Naturaleza y, como tal, es entonces propiamente lo “inútil”, das Unnützlische, al mismo tiempo que, como el juego del niño Dionisos, lo más libre que hay, lo más alegre y lo más inocente. De modo que ya no podemos explicar el mundo, “creyendo” poder justificar en el Ser el encadenamiento adecuado de las causas y los efectos, y ya no podemos más que interpretarlo como otras tantas variaciones y reconfiguraciones de dicho juego. “Juego” de la huella o de la diferancia, como lo nombró Derrida: de la diferencia más previa (más “vieja”) que no es la diferencia originaria (del Ser al ente), que no es entonces presencia, sino también “borramiento de la presencia”; que no pertenece más al horizonte del Ser, puesto que es ese juego el que “lleva y bordea el sentido del ser” y que por lo tanto no tiene propiamente “sentido” o que no “es”. De ese juego originario es que la descoincidencia expresa a su vez la condición de posibilidad: al deshacer la adecuación-adaptación de la que se vale la Coincidencia, es decir, al sospechar siempre en ella un juego entre lo fortuito y lo adaptado, la descoincidencia hace que reaparezca, debajo de ella, lo previo sin fundamento del juego. Así también se abre a posibilidades inauditas, restablece las condiciones de una libertad que todavía no se ha dejado identificar: el arte moderno se pensó como la exploración y la explotación de esa libertad de juego.

En efecto, habrá que pensar esa originariedad del juego, en lugar de la Naturaleza, invirtiendo no solamente las construcciones de la ontología, sino también sus condiciones mismas, remontándose antes de la adecuación-adaptación y por consiguiente también de la adecuación del sentido, vale decir, pensar de dónde obtiene su exigencia la des-coincidencia, si queremos cruzar el umbral de la poesía moderna –si pretendemos entrar en la poesía de Mallarmé. Siempre me sorprendió que se pueda presentar a Mallarmé a continuación de los otros poetas y como integrable de antemano dentro de la historia de la poesía. Porque debajo de lo que se llama la revolución poética en Francia a finales del siglo XIX, se juega mucho más que una revolución: la poesía de alguna manera se desnaturaliza allí para buscarse en su “pureza”. Ahora bien, ¿estamos incluso hoy en condiciones de tener en cuenta esta mutación, aun antes de comprenderla: de suponer la alteración y el desarreglo que le causa al espíritu y en primer lugar señalar qué nueva inteligencia requiere (por ejemplo, para leer “El virgen, el vivaz y el hermoso presente...”)? Porque no es sólo que el sentido quede más confuso o que la referencia se deje más vaga, o que el significante prevalezca sobre el significado: “Bibelot abolido de inanidad sonora...”. Ni siquiera que se haya pasado de la “descripción” que “vela” a la “alusión” que “sugiere”, como lo propone el mismo Mallarmé (en “Crisis de verso”), como si se tratara elementalmente de una cuestión de lenguaje. Sino que se trama un cambio más en profundidad que hace desfallecer las condiciones mismas de lo que llamamos poesía: la lógica de adecuación, es decir, de la adaptación a lo que resultó normado por el espíritu, se deshizo hasta el punto de que el poema, en su principio, es Juego. El “AZAR”, escrito en mayúsculas como su insignia, es en adelante su título propiamente inexplicable: “Un golpe de dados jamás abolirá el azar”. Porque (último verso): “Todo Pensamiento emite un Golpe de Dados”.

En lugar del Ser, Mallarmé prefiere comenzar por la nada. La “nada” de las burbujas: “Nada, esta espuma, verso virgen...”; o del pensamiento: “Nada al despertar que no hayan...”. En lugar de la Naturaleza, Mallarmé llama “fondo de un naufragio” o “desastre” (“caído de un desastre oscuro”) a esa Descoincidencia originaria. Ésta deshace la sintaxis disociando la frase, liberándola de las articulaciones reguladas de la gramática (también está out of joint), o de los cortes ordenados del verso, para desplegarla en un continuo hiato, de encabalgamiento en encabalgamiento. No se trata para nada de licencia poética, es decir, de una tolerancia ocasional con respecto a las obligaciones de la lengua, sino de que el “sentido” ya no tiene base; y en lugar de saturarse, no deja de “tacharse”: “El sentido demasiado preciso tacha...”; de desviarse y de trasladarse. La imagen poética ya no procura poner de relieve una adecuación de las cosas para fijarla mejor en el espíritu y hacer captar su sentido; sino que también es descoincidencia que suscita, por irrupción, un esclarecimiento de conciencia (ya en Baudelaire: “Cabellos azules, pabellón de tinieblas tensado...”). En Mallarmé volviéndose Mallarmé – como el hombre “se vuelve” el hombre– la escena “evocada”, que se desarrolla de verso en verso, no se transforma, hablando propiamente, sino que se separa y se desolidariza de sí misma, para no instalarse, hasta negarse e invertirse. En “Santa”, el instrumento musical es sustituido, sin transición, por el ala del ángel, promovido a “plumaje instrumental”. El “sándalo viejo” y el “libro viejo” exhibidos en los dos pri meros cuartetos son ostensiblemente retirados de los dos siguientes: “sin el viejo sándalo/ Ni el viejo libro...”. Su soporte es quitado de la escena, la adecuación que organizaban y que servía de base a la representación es abiertamente contrarrestada. Para no dejar que la “evocación” se hunda en su adecuación descriptiva, que la convertiría en un cuadro en el que confiaría complacientemente el espíritu, la escena descoincide de sí misma hasta que la contradicción se haya vuelto legítima: “... Música del  silencio”.

La poesía moderna practica la descoincidencia; es su puesta en práctica y no hace sino celebrarla. De allí que leer esa poesía sea dedicarse a “trabajos prácticos” de descoincidencia que tienen de nuevo una virtud ética, al mismo tiempo que poética: hacer desadherir de las construcciones normalizadas del espíritu que obstruyen el auge de la vida así como de la conciencia. Rimbaud en la “Carta del vidente” (a Paul Demeny, 15 de mayo de 1871) proclama que la descoincidencia no solamente deriva del arte sino  también de la existencia, es decir que se despliega en el arte porque procede de la existencia. Al releerla una vez más, me impresionó cómo todo se entrelaza (se amontona en ella: el ímpetu de la juventud) alrededor de esa única exigencia. Porque se trata en verdad de descoincidencia: a lo cual contribuye el “largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos”. O según la famosa fórmula de esa carta: “Yo es otro” –descoincidencia en el seno del sujeto. Pero ¿cómo convertir la descoincidencia –tanto el desencaja-miento como el desborde de toda adecuación instalada– en algo que sin embargo sea metódico? Pues por un lado, como salida de la adecuación y de su moralidad, la poesía es “veneno” y “locura” –“encanallamiento”. Es la vía de quien se ubicó lo más que pudo “fuera de norma” (“el gran enfermo”, “el gran criminal”, “el gran maldito”): “Se trata de tornar el alma monstruosa”. Pero al mismo tiempo que es desordenadora, es “razonada”, es la obra del “supremo Sabio” (del Vidente). Además tal descoincidencia, descoincidencia obstinada, por la cual uno no deja de “trabajarse”, tiene legítimamente en Rimbaud la ambición que no se dejó de indicar: una penetración audaz y arriesgada fuera de lo ya adquirido, de lo ya acaecido –en lo cual es propiamente existencial– hacia lo que llama alternadamente lo “nuevo”, lo “inaudito”, lo “desconocido”. Así, la descoincidencia sería una promoción, e inclusive la única confiable. Porque la “enormidad convertida en norma”, es decir, la exaptación que se vuelve, al ser adoptada, adaptada, el poeta descoincidente será, concluye Rimbaud, “multiplicador del progreso”. De  un progreso no lineal ni tranquilizador (el progreso de los progresistas), sino que por su misma “mul tiplicación” sigue siendo exploratorio y, como tal, imposible de contener dentro de un orden que sea  delimitable y ya ni siquiera discernible.

En efecto, la descoincidencia es promocional e incluso contiene algo que, a falta de ser prometedor, es proyectivo debido a que su distanciamiento fuera de una coherencia afirmada y por ende atascada, implica ya un futuro. Dado que desarma una adecuación que se hundió en la positividad, la des-coincidencia adquiere una potencia propulsiva por alejamiento. Su negatividad, debido a que posee la inteligencia de lo que rechaza y va en contra de una normalidad habitual, extrae de esa disidencia una virulencia. Por lo cual la descoincidencia no es solamente ruptura; no es pasivamente un quiebre o un desgarro –no es una herida. La descoincidencia no se restringe dentro de la disonancia. Está ya lejos de la fisura baudelaireana (“Yo, mi alma está fisurada...”) en el “largo”, en el “inmenso”, en el intenso “desarreglo” rimbaudiano. La primera, por pérdida de timbre y de brillo, torna más punzante su resonancia; su negatividad por “debilitamiento” es un asordinamiento que aumenta indefinidamente en intimidad (el spleen). Pero dado que el segundo es concertado, su negatividad es activa y productiva. Vale decir, la descoincidencia no es que falle, sino que hace remontar a su principio. Cuando Klee, luego de otros, concibe el arte como “la falla en el seno del sistema”, expresa su fuerza de ruptura y la distancia  que introduce el arte que, como tal, es liberador y hace un hueco en el acuerdo y la funcionalidad del mundo. Pero dado que no da cuenta de dónde viene la falla, no puede aclarar tampoco lo que el rechazo que instaura contiene en sí como procesualmente creativo.

Pues en verdad es porque supo desolidarizarse hasta ese punto de la pintura anterior, dedicarse rigurosamente a deshacer la adecuación (con la “Naturaleza”) que sostenía a esta última y la fortalecía, que la pintura moderna pudo ser hasta ese punto inventiva, y supo arriesgarse y aventurarse hasta ese punto. Porque la creatividad no proviene tanto de una libertad declarada –que no vemos de qué milagro podría venir – sino más bien de la disidencia que se introduce respecto de las coherencias establecidas de las cuales el mismo distanciamiento enseguida resulta promotor. En efecto, es un gran acontecimiento en el pensamiento el advenimiento de la pintura que llamamos “moderna”, si al menos se entiende con ella la pintura que viene después del impresionismo, ya que este último hace culminar sutilmente la coincidencia del momento o de la “impresión”, al mismo tiempo que desemboca ya en otra cosa, como es lo propio de toda “culminación”. Porque si la pintura moderna desconfía de una coincidencia entre la pintura y lo “real”, sospecha de su carácter fortuito y por consiguiente arbitrario que se procuraba disimular, es porque al hacer también su revolución copernicana a su manera comprende que lo “real” llegó a “regularse” con el arte del pintor –y por tal motivo es que voluntariamente se desregula y pinta “tan mal”. Sabemos desde hace mucho tiempo que lo bello, dado que es plenamente coincidente, dado que se apoya en su adecuación-satisfacción, ya está muerto y no funciona más. Pero en adelante la coincidencia-verdad de la pintura clásica, que se basaba en la “naturaleza”, ya sólo parece un montaje óptico que a su vez no es más que un forzamiento del espíritu. Lo prueba la perspectiva, esa conquista del espíritu (de la verdad) de la que estaba tan orgulloso el Renacimiento y que no es más que una coincidencia artificial debida a la inmovilización y a la exclusividad del punto de vista. Por eso (para que no haya así una “fuga”) lo que está adelante ahora es retrasado: las mesas de Cézanne caen hacia el exterior, listas para salir del cuadro, para hacer tambalear el orden perceptivo y resaltar la compotera; e incluso la perspectiva no es tanto abandonada sino abiertamente falseada (“El hombre en la chimenea” de Picasso). O bien el título del cuadro descoincide ostensiblemente de lo que vemos figurarse allí (todos los “Violín” o “Guitarra” del cubismo).

También es el motivo por el cual el arte moderno, antes que pretender disimular el carácter inevitablemente fortuito de la coincidencia, decide asumirlo abiertamente. “Bello, dijo Lautréamont, como el encuentro fortuito sobre una mesa de disección de una máquina de coser y un paraguas”. De allí que la obra moderna se conciba en tensión entre coincidencia y descoincidencia, o bien entre adaptación y exaptación. A la vez organiza una coincidencia: que una cosa se encuentre con otra –que “caiga” al mismo tiempo que ella– con la cual se busca un acuerdo. Pero por otra parte, de una manera o de otra, hace descoincidir ese acuerdo para que éste no se instaure como adecuación que se inscribiría en el “Ser” y sobre la cual podría apoyarse el espíritu, y dejando que se apagara así la capacidad de tomar conciencia de la conciencia. Hace que aparezca en la obra lo negativo, lo único de donde puede provenir la conciencia y que hace una obra, en la descoincidencia. Porque la descoincidencia en arte designa finalmente eso: lo negativo que hace obra –en lo cual efectivamente la pintura ya no pretende apoyarse en una “naturaleza”, sino que se constituye como juego; ya no se concibe por conformidad con algo real que está siempre ya dispuesto, sino que busca su pertinencia en su propia regla de juego, y a través de ella, su consistencia. Pero al no poder ya contar más que consigo misma, la obra tampoco puede complacerse en sí misma (lo “bello”). Ya no puede contar sino con su capacidad para extraerse y “mantenerse afuera” de aquello que, adecuado y adaptado, no emerge más o no tiene impulso.

Con lo cual el arte es una lección ya no solamente de vida, como tanto se ha dicho, para decorar la vida o porque uno esculpiría su propia vida. Aunque se estetice la vida tanto como se quiera, la noción de “arte de vivir” resulta desafortunada: está comprometida con la renuncia a lo arriesgado propio de la sabiduría y replegada en la conveniencia. En cambio, la exigencia de des-coincidencia propia del arte, y que aclara más radicalmente la modernidad, pone de entrada en marcha, inscribiéndola en lo sensible, la capacidad propia de la ex-istencia. En la descoincidencia, el arte y la existencia descubren su origen común, y en primer lugar en contra de la “Creación”: descubren que lo nuevo –lo inaudito– es efectivamente posible, pero precisamente debido a que no es ingenuamente un comienzo. Debido a que procede de un desprendimiento y un desatascamiento que hace mantenerse afuera del encierro en un mundo y su adecuación adaptada. O bien que por una salida de los goznes bajo los cuales se mantienen selladas las posibilidades, out of joint –posibilidades que no sospechábamos–, llega una audacia que, en su desafío, puede volver a desplegar lo infinito y permite al fin comenzar. Lo que hace aparecer cada obra de arte, en suma: que una primera mañana del mundo, entonces, se torne fugazmente al alcance.

 

Artículos relacionados

Miércoles 24 de julio de 2019
La sabiduría del gato

El texto de apertura de El tiempo sin edad (Adriana Hidalgo): "La edad acorrala a cada uno de nosotros entre una fecha de nacimiento de la que, al menos en Occidente, estamos seguros y un vencimiento que, por regla general, desearíamos diferir".

Por Marc Augé

Lunes 23 de agosto de 2021
La situación de la novela en la Argentina

“El problema de discutir las tradiciones de la narración en la Argentina plantea, al mismo tiempo, la discusión acerca de cómo la literatura nacional incorpora tradiciones extralocales”. Un fragmento de la primera clase de Las tres vanguardias (Eterna Cadencia Editora).

Por Ricardo Piglia

Martes 16 de febrero de 2016
Morir en el agua

La sumersión final: algunas ideas en maelstrom alrededor de Jeff Buckley, Flannery O'Connor, John Everett Millais, Edvard Munch, Héctor Viel Temperley, Alfonsina Storni y Virginia Woolf.

Martes 31 de mayo de 2016
De la fauna libresca

Uno de los ensayos de La liberación de la mosca (Excursiones) un libro escrito "al borde del mundo" por el mexicano Luigi Amara, también autor de libros como Sombras sueltas y La escuela del aburrimiento.

Luigi Amara
Lunes 06 de junio de 2016
Borges lector

"Un gran lector es quien logra transformar nuestra experiencia de los libros que ha leído y que nosotros leemos después de él. (...) Reorganiza y reestructura el canon literario", dice el ensayista y docente en Borges y los clásicos.

Carlos Gamerro
Martes 07 de junio de 2016
La ciudad vampira

La autora de La noche tiene mil ojos, quien acaba de publicar El arte del error, señala "un pequeño tesoro escondido en los suburbios de la literatura": Paul Féval y Ann Radcliffe, en las "fronteras de la falsa noche".

María Negroni
×
Aceptar
×
Seguir comprando
Finalizar compra
0 item(s) agregado tu carrito
MUTMA
Continuar
CHECKOUT
×
Se va a agregar 1 ítem a tu carrito
¿Es para un colectivo?
No
Aceptar