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Giorgio Agamben y un autorretrato en su estudio

Espacios de trabajo

"En el desorden de las hojas y de los libros abiertos o amontonados uno sobre el otro, en las posiciones desordenadas de las lapiceras, de los colores y de las telas colgadas en la pared, el estudio conserva el testimonio de la creación". A sus 76 años, el filósofo italiano repasa su vida en estos ensayos publicados por Adriana Hidalgo. Compartimos un fragmento.

Por Giorgio Agamben.

 

Una forma de vida que se mantiene en relación con una práctica poética, cualquiera que sea, está siempre en el estudio, está siempre en su estudio.
(Su, ¿pero de qué modo ese lugar, esa práctica le pertenecen? ¿No es verdad más bien lo contrario, que ella está a merced de su estudio?)

En el desorden de las hojas y de los libros abiertos o amontonados uno sobre el otro, en las posiciones desordenadas de las lapiceras, de los colores y de las telas colgadas en la pared, el estudio conserva el testimonio de la creación, registra las huellas del laborioso proceso que conduce de la potencia al acto, de la mano que escribe a la hoja escrita, de la paleta a la tela. El estudio es la imagen de la potencia: de la potencia de escribir para el escritor, de la potencia de pintar o esculpir para el pintor o el escultor. Intentar la descripción del propio estudio significa entonces intentar la descripción de los modos y las formas de la propia potencia, una tarea, al menos a primera vista, imposible.
¿Cómo se tiene una potencia? No se puede tener una potencia, sólo se la puede habitar.

Habito es un frecuentativo de habeo [tener]: habitar es un modo especial del tener, un tener tan intenso como para no poseer nada más. A fuerza de tener algo, lo habitamos, nos volvemos suyos.

Los objetos del estudio siguen siendo los mismos y en las fotografías que los retrotraen a años de distancia hacia lugares y ciudades distintas parecen invariados. El estudio es la forma de su habitar, ¿cómo podría cambiar?

En el tarjetero de mimbre junto a la pared en el centro del escritorio, tanto en el estudio de Roma como en el de Venecia, se ve a la izquierda una invitación a la cena en ocasión de los setenta años de Jean Beaufret que en el anverso lleva la frase de Simone Weil: “Un 14 15 homme qui a quelque chose de nouveau à dire ne peut être d’abord écouté que de ceux qui l’aiment” [Un hombre que tiene algo novedoso que decir al principio sólo puede ser escuchado por quienes lo aman]. La invitación data del 22 de mayo de 1977. Desde entonces ha permanecido sobre mi escritorio.

Se conoce algo sólo si se lo ama o, como decía Elsa, “sólo quien ama conoce”. En indoeuropeo, la raíz que significa “conocer” es ho- mónima de la que significa “nacer”. Conocer significa nacer juntos, ser generado o regenerado por la cosa conocida. Y esto y no otra cosa significa amar. No obstante, precisamente un amor así es muy difícil de encontrar entre aquellos que creen conocer. Antes bien, con frecuencia sucede lo contrario: quien se dedica al estudio de un autor o de un objeto termina concibiendo por ellos un sentimiento de superioridad y casi una suerte de desprecio. Por este motivo es bueno quitarle al verbo “conocer” toda pretensión meramente cognitiva (cognitio [conocer] en latín es en origen un término jurídico, que designa el procedimiento de requisitoria de un juez). En lo que me atañe, pienso que no puede tomarse un libro que se ama entre las manos sin sentir un vuelco en el corazón, ni conocer de veras a una criatura o una cosa sin renacer en ella o con ella.

La fotografía con Martin Heidegger a mi izquierda, en el estudio de Vicolo del Giglio en Roma, fue tomada en el campo de Vaucluse en uno de los paseos que se sucedían durante el primer seminario de Le Thor en 1966. Medio siglo más tarde, no consigo olvidar el paisaje de la Provenza inmerso bajo la luz de septiembre, las piedras claras de los bories,  la escarpada y amplia joroba del Monte Ventoux, las ruinas del castillo sadiano de Lacoste encaramado en las rocas. Y el firmamento nocturno tan febril y tachonado de estrellas que la gasa húmeda de la Vía Láctea parecía casi querer aliviarlo. Es acaso el primer lugar donde quise esconder el corazón, y allí, intacto e inmaduro como era, debe de haberse quedado, aunque ya no sabría decir dónde: si debajo de un macizo en Saumane, en una cabaña del Rebanqué o en el jardín del pequeño hotel en el que cada mañana Heidegger impartía su seminario.

 

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