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Ensayos

Herzog y la naturaleza como la condena de la especie.

Por Matías Moscardi

"En el hielo y el fuego hay algo pre-apocalítptico: elementos al borde del colapso, pero no por la contaminación humana o los daños que le infringe el curso del mundo –Herzog no está interesado por esto– sino por la belleza misma: una naturaleza absolutamente desborda por el mismísimo poder de su belleza; una belleza insoportable como la del ángel rilkeano".

Por Matías Moscardi.

 

«Ya no tenemos idea de la cantidad de ratones que hay en el mundo, es inconcebible»: subrayé esa frase hace algunos años en Del caminar sobre hielo, de Werner Herzog (Entropía, 2015); así, descontextualizada, podría ser el comienzo de una novela de ciencia ficción distópica. Por otra parte, ¿no estaría incluida dentro de cierta rama de la ciencia ficción –Ballard, por ejemplo– la imagen de un barco inmenso que deviene teatro de ópera en el medio de una selva?

Hace poco vi algunos documentales de Herzog que me impactaron mucho, una especie de trilogía de los elementos –hielo, tierra y fuego–: Encounters at the End of the World (2007), situado en la Antártida; su contrapartida complementaria, Into the Inferno (2016), donde Herzog sobrevuela volcanes activos en distintas partes del mundo; y Cave of Forgotten Dreams (2010), cuyo escenario es la cueva de Chauvet, en el sur de Francia, que contiene las pinturas rupestres más antiguas de la humanidad. El efecto de estos tres documentales es similar al de la frase subrayada: ciertas imágenes parecen, por momentos, sacadas de una película de ciencia ficción. La cuestión me pareció curiosa tratándose de documentales sobre «fenómenos naturales» o «antropológicos», como si Herzog ubicara una imaginación del futuro en el centro de mismo de estos elementos de la naturaleza –hielo, tierra y fuego–, como si el género apareciera con un simple cambio de escala: un microscopio, un telescopio, instrumentos ópticos que conducen a la ciencia ficción.

En estos tres documentales, precisamente, Herzog aborda la naturaleza y la cultura de manera solapada, indisociable. Por eso, cuando sondea un volcán, lo hace a partir de las tribus indígenas que viven cerca o, incluso, de los regímenes políticos relacionados al volcán –como el caso del Monte Paektu, en Corea del Norte, donde Herzog aprovecha para filmar los modos de vida en el último gobierno comunista del mundo–, así como los regímenes de conocimiento científico que rodean la base de McMurdo, en la Antártida, o los estudios de arqueólogos y antropólogos en la cueva de Chauvet.

En el hielo y el fuego hay algo pre-apocalítptico: elementos al borde del colapso, pero no por la contaminación humana o los daños que le infringe el curso del mundo –Herzog no está interesado por esto– sino por la belleza misma: una naturaleza absolutamente desborda por el mismísimo poder de su belleza; una belleza insoportable como la del ángel rilkeano, imponente por su doble fuerza simultánea: de seducción y destrucción.

A su vez, bajo la mirada de Herzog, la Antártida parece un desértico paisaje lunar; los volcanes nos teletransportan, con la primacía de imágenes en escarlata, en rojo y carmesí, al planeta Marte; la cueva es, literalmente, en palabras de Herzog, «un instante congelado en el tiempo», «una cápsula de tiempo». Entonces, si los imaginarios culturales parecen indisociables de los paisajes, es lógico que algunas de sus capturas visuales activen un poder reminiscente: vemos a Pollock en los chorros explosivos de lava volcánica; los zapatos de labriego, de Van Gogh, aparecen, de pronto, en una imagen interior de la cabaña que construyeron los primeros exploradores de la Antártida; en las vetas de la madera está el esquí, en el árbol está el hueco de la canoa o la trampa de caza; las imágenes de animales en la cueva son un prototipo del cine –se las compara, incluso, por el dinamismo y movimiento que les da la superficie rocosa donde se encuentran, con la sombra danzante de Fred Astaire–. El arte, en definitiva, no parece ser un producto del ser humano sino su más preciado descubrimiento; el arte ya está ahí, en las cosas y en la naturaleza: la curva de la caverna genera la cinemática de las imágenes; las focas mismas suenan –en palabras de una bióloga entrevistada– como la mismísima música de Pink Floyd.

Si las divisiones entre cultura y naturaleza se funden en estos documentales, es porque Herzog procura que notemos ciertas semejanzas: el físico de la Antártida que estudia los neutrinos suena muy parecido al hombre de la aldea que habla sobre el dios que habita en el volcán. En un momento, Herzog le pregunta a un parco biólogo si los pingüinos pueden manifestar signos de locura. El tipo mira la cámara con cara de «qué pregunta estúpida» y responde que no, que simplemente pueden desorientarse algunas veces. Pero Herzog insiste en la escena siguiente: vemos a un pingüino que confunde el rumbo y, en lugar de encarar hacia mar como todos los demás, se dirige rumbo a las montañas, donde encontrará la muerte segura. George Canguilhem, en un artículo llamado «La monstruosidad y lo monstruoso» se pregunta: «En presencia de un pájaro de tres patas, ¿habrá que asombrarse de que exista una de más o de que sea apenas una la que está de más?». En Fitzcarraldo (1982) hay una escena imborrable: el hombre que financiará la expedición le dice a Brian Fitzgerald que todo el mundo tiene fascinación por el dinero, hasta los peces. Entonces, arroja un fajo de billetes a una fuente de la que sale un pez enorme que se come el dinero.

Fuego y hielo, lava y mar, piedra y agua, naturaleza y cultura, sabio e ignorante, las cosas calcan sus formas en otras pieles: Herzog busca fusionar los opuestos, hacernos ver que la perdurabilidad es una capacidad de abrirse y recibir, como una rúbrica, las formas exteriores de otros objetos y fenómenos. Del mismo modo, sus documentales no son documentales, ni películas, ni novelas: su voz en off los acerca a la literatura oral, la información al documental, las historias y sus personajes al cine, pero el producto final no parece encajar cómodamente en ninguna de estas categorías.

Hace poco, descubrí que Herzog aparece como actor en la primera película de Jack Reacher (Christopher McQuarrie, 2012) en el papel de un oscuro mafioso. Hay una escena genial: Herzog le habla a un tipo que trabaja para él. Este tipo acaba de cometer un error en la operación. Mientras, otro matón le apunta  con un arma a la cabeza. Herzog le cuenta una historia con moraleja: cuando estaba en una cárcel de Siberia, le agarró gangrena en uno de sus dedos. Para evitar la muerte, se arrancó el dedo de un mordisco –y entonces le muestra la mano, a la que efectivamente le falta un dedo–. «¿Qué harías por sobrevivir?», le pregunta, sugerentemente, Herzog. El tipo, desesperado, intenta arrancarse el dedo con los dientes pero fracasa. El matón lo ejecuta y Herzog dispara, a continuación, esta frase: «Nunca voy a entenderlo: ¿por qué siempre eligen la bala?». Ni la supervivencia es natural. Algo de ese desconcierto late en estos documentales: la naturaleza como la condena perfecta e insensata de la especie.     

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