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La literatura y los vicios: un problema de adicción

Por Matías Moscardi

"¿El lenguaje no será la adicción inaugural de la especie?", se pregunta el autor de Las palabras. "desde el vino que inspiró los poemas de Li-Po, el opio y la absenta que fumaban y bebían los malditos franceses, pasando por las drogas psicodélicas de los beatniks, hasta la cocaína de los yuppies. La literatura bien podría una sustancia más en esta serie".

Por Matías Moscardi.

 

 

En la película La adicción (1995), de Abel Ferrara, Lili Taylor encarna a una estudiante de filosofía que, en el proceso de escribir su tesis doctoral, se transforma en vampiro, luego de ser mordida. Por supuesto, sus reflexiones filosóficas empiezan a desvariar y a estar atravesadas por la sed. En un momento, llega a esta enigmática conclusión: «Tomamos para olvidar que somos alcohólicos». A la vez que es su propio suplemento, la adicción se borra a sí misma por medio de sí misma, como un narrador omnisciente. ¿El lenguaje no será la adicción inaugural de la especie?

En «Yo fumaba muy bien», de Alejandro Zambra, un narrador que acaba de dejar su vicio escribe con desencanto y nostalgia: «Los cigarros son los signos de puntuación de la vida. Ahora vivo sin puntación, sin ritmo. Mi vida es un tonto poema de vanguardia». Por alguna razón, la asociación de Zambra no suena en absoluto excéntrica; todo lo contrario: parece natural, como si la escritura fuera el sustrato material que alimenta el vicio de la literatura. Y tiene sentido, dado que escribir es una práctica que muchas veces estuvo asociada a la ingesta de sustancias en el imaginario histórico: desde el vino que inspiró los poemas de Li-Po, el opio y la absenta que fumaban y bebían los malditos franceses, pasando por las drogas psicodélicas de los beatniks, hasta la cocaína de los yuppies.

La literatura bien podría una sustancia más en esta serie. En Black out (2016), María Moreno ubica al bar como cuadrilátero de disputa por un lugar en el campo intelectual porteño; y afirma: «Nosotros bebíamos ginebra porque queríamos escribir; ya comprendíamos que en nuestra literatura la ginebra es estructural». Que el alcohol forme parte de la literatura quiere decir, entre otras cosas, que beber y escribir tienen más de una cosa en común. Cabe agregar a esta serie el complemento fundamental de la escritura: la lectura. Esto escribe Alan Pauls en su libro Trance (2018): «Leer no es solo una pasión de la imaginación: es una práctica diaria, un trabajo, una misión, una militancia, un ritual de burócrata, un tratamiento, una disciplina, una fe, una costumbre, un pecado, una inversión, un compromiso, una deuda, un hobby, una droga». No es casual que en su novela El pasado (2003), cocaína y lenguaje aparezcan asociados al punto tal de que una termina devorándose al otro como un pacman entrópico: Rímini pierde gradualmente el manejo de las lenguas que conoce. Precursores de la adicción a la lectura son los monjes de El nombre de la rosa (1980), hojeando el libro prohibido de Aristóteles. En la misma línea están Alonso Quijano o Madame Bovary, leyendo sin frenos hasta romper lazos con el mundo.

En una novela increíble de J.G. Ballard llamada Noches de cocaína (1996) sucede exactamente lo contrario: somos nosotros, los lectores, los que vamos atrás de la zanahoria. En la novela, de hecho, jamás aparece ninguna sustancia, ninguna escena de excesos y desborde, nada: todo sucede a espaldas del narrador. Sin embargo, el título ya clavó su aguijón especulativo en nosotros; leemos rápido, pasamos las páginas con ansiedad: queremos llegar a la noche prometida, la noche que nunca jamás llega.

Descubrimos, entonces, que el lenguaje tiene sus propias compulsiones, sus vicios inherentes. Sin ir más lejos: hablar es uno de ellos. Y hasta tiene nombre: se llama verborragia. Leer y escribir también pueden ser vicios del lenguaje. Para ocultarse como vicio, la literatura tiene que alojar otros y de este modo disimular su propia compulsión: el alcohol y el cigarrillo son clásicos literarios. No pasa una sola página de El largo adiós (1953), de Raymond Chandler, en donde el detective Philip Marlowe no esté fumando, tomando whisky, armando un cigarrillo o preparando café. Con la misma frecuencia, los personajes de Menos que cero (1995), de Bret Easton Ellis, se la pasan a puro Tiki-Taka en Beverly Hills, en una cuenta regresiva que lo socava todo, hasta las últimas consecuencias: «Y mientras baja el ascensor, y pasa el segundo piso, y luego el primero, y luego más abajo, me doy cuenta que el dinero ya no importa. Que lo único que pasa es que quiero ver lo peor». Cuando le preguntan a Gilles Deleuze sobre el alcoholismo, traduce el mismo síntoma de los personajes de Bret Easton Ellis en una fórmula maravillosa: «Un alcohólico es alguien que no deja de dejar de beber, no deja de llegar al último vaso (…) No busca la última copa, busca la penúltima». En esa eterna postergación del alcohólico, se visibiliza una pulsión literaria: ¿algún lector se imagina leyendo el último libro, algún escritor escribiendo sus últimas palabras? ¿No existen lectores que incluso llegan a demorar la finalización de un libro que les gusta para extender indefinidamente el placer de la lectura?

David Foster Wallace, en su kilométrico libro La broma infinita (1996 –donde el escenario es nada más y nada menos que una clínica de rehabilitación, y el tema una película que mata por la cantidad de placer que genera– escribe: «La razón de ser de la repetición es la falta de razón de ser». Otra vez, la repetición se borra como tal: en cada acontecer, se transforma en diferencia, deja de ser interrogada, es asumida hasta sus penúltimas consecuencias, como si el deseo siempre tuviera una ficha para seguir jugando el juego de la compulsión.

¿Hay una cura para lenguaje? ¿Podríamos, como los monjes budistas, dejar de hablar alguna vez? En un poema de Santiago Llach incluido en su libro La raza (1998), leemos: «una chica dijo/ adicto significa no dicho./ Inventaba etimologías». Esa etimología falsa tiene, sin embargo, un efecto inversamente verdadero: hay algo de la dicción en la adicción. En su famoso texto crepuscular «Análisis terminable e interminable», Freud esboza la posibilidad de que el psicoanálisis, como la tristeza, no tenga fin: hablar de uno mismo puede ser, también, la eterna adicción del narcisista. 

Una vez, en 2017, le pedimos al poeta chileno Yanko González que nos grabara un audio para reproducir en una habitación a oscuras, en el XI Festival de Poesía de Acá, que organizamos en Mar del Plata. Al final del audio, después de mandarnos saludos, agregó: «Y recuerden: cuidado con la tristeza, que es un vicio».   

 

 

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