El producto fue agregado correctamente
Blog > Ensayos > La mano del jardinero Wittgenstein
Ensayos

La mano del jardinero Wittgenstein

Por Federico Penelas

La obra de Ludwig Wittgenstein (1889-1951) es una acumulación, un torbellino de revueltas, y la colección de Galerna dirigida por Lucas Soares acaba de dedicarle un tomo, escrito por el Doctor en Filosofía Federico Penelas, del que aquí compartimos un adelanto.

Por Federico Penelas.

 

 

Wittgenstein es una mano que silba. Así al menos fue concebido el monumento en su homenaje que se emplazó durante 2018 en Skjolden, Noruega, cerca del escarpado solar junto al lago Eidsvatnet, en donde el filósofo vienés construyó su pequeña cabaña en el año 1914 para poder concentrarse en la elaboración de los pensamientos que años después culminarían en la publicación de su célebre Tractatus Logico-Philosophicus.

Una mano que silba. Una mano abierta, la palma hacia la tierra, con los dedos desplegados como queriendo apoyarse con firmeza o abarcar una totalidad dispersa. Una mano de cuya muñeca surge una boca que silba. Wittgenstein era reconocido por sus habilidades como silbador, y es fácil imaginarlo silbando en soledad frente al lago. Según los artistas involucrados en el proyecto, la elección de la mano hace referencia directa a los textos wittgensteinianos de los últimos años en los que, como ya veremos, se discute con el filósofo inglés George E. Moore la perspicuidad de oraciones como “esta es mi mano”, en tanto ejemplos de proposiciones que escapan al desafío escéptico. Los artistas quedaron impresionados al leer el texto de Ludwig e imaginar qué habría sentido al leerlo su hermano Paul, el gran pianista que había perdido un brazo durante la Primera Guerra Mundial. Lo que a los artistas se les escapó es que Paul murió en 1961 y que esos textos de Ludwig recién se publicaron, reunidos bajo el título de Sobre la certeza, en 1969, dieciocho años después de la muerte del autor. Pero la inquietud persiste si pensamos en el mismo Ludwig escribiendo esos pasajes a la luz de la figura de su hermano manco.

Las melodías silbadas por el monumento son dos. Una de ellas, en homenaje a ese vínculo fraterno entre Ludwig y Paul, es la transcripción realizada por este último de la versión para piano realizada por Brahms de la chacona Partita en Re menor para violín de Bach. La otra es una obra de estilo neoclásico compuesta en 1943 por el músico noruego Harald Sæverud en sus caminatas por la zona donde Wittgenstein había construido su cabaña. La obra, concebida como un mensaje antinazi en plena ocupación alemana, se titula “Balada de la revuelta”.

Una mano que silba una revuelta, así se lo celebra a Wittgenstein allí donde una y otra vez buscó refugio para su alma y su pensamiento. La elección de los artistas parece más que adecuada, y merece ser desglosada como primera aproximación al autor que nos convoca.

Pocos filósofos merecen más que Wittgenstein ser pensados bajo la figura de la revuelta, pues el vienés hizo del desplazamiento filosófico una constante bajo el modo de la búsqueda permanente de la autenticidad del pensar. Su primera gran revuelta fue la de romper con la figura del padre y abandonar sus estudios de ingeniería para desembarcar en la filosofía a través de su primer acercamiento al filósofo alemán Gottlob Frege y luego, por sugerencia de este, al Trinity College de Cambridge, donde fulguraban los británicos Bertrand Russell, Alfred Whitehead y el ya mencionado Moore. Eran momentos en que, vía el desarrollo del programa logicista de fundamentación de las matemáticas y la necesidad de atender teóricamente al lenguaje en pos de desarrollar modos de formalización que superaran las falencias expresivas de lo desarrollado por Aristóteles en su estudio de los silogismos, comenzaba a desplegarse lo que décadas después sería nombrado como “el giro lingüístico en filosofía”. Wittgenstein se inserta en los inicios de la segunda década del siglo XX en dicho programa filosófico decimonónico, y muy rápidamente deviene protagonista no solo de las discusiones sobre filosofía de las matemáticas, sino que comienza a encarnar, quizás con mayor conciencia que los mismos Frege y Russell, la revuelta antimetafísica anclada en el estudio de las condiciones de posibilidad del pensar bajo el formato de la pregunta por las condiciones de posibilidad de la significación lingüística.

Sin embargo, su devenir filósofo en Cambridge no se dio sin presentar sus propias revueltas al interior de la nueva tradición filosófica que comenzaba a forjarse. En principio, su aproximación a la filosofía se dio desde muy temprano en franca oposición a los diversos cánones de producción filosófica que se iban consolidando en las universidades europeas. Su desapego de la historia de la filosofía; su convicción de que lo importante era presentar el resultado de sus cavilaciones sin concentrarse mayormente en la argumentación; su desprecio por la adopción de formas burocráticas de escritura (estado del arte, citas, bibliografía), lo llevaron a chocar una y otra vez con sus tutores, colegas y autoridades universitarias. Su cautivante brillantez hizo que, a pesar de esas fricciones, le fuera tolerado a lo largo de su vida filosófica un estilo en sus escritos, sus apuntes para los estudiantes, sus clases y sus intervenciones en los debates públicos, totalmente a contrapelo del creciente profesionalismo académico del mundo anglosajón que le sirvió siempre de interlocutor.

Esta revuelta en el estilo era a su vez síntoma, al menos claramente durante su primera etapa como filósofo, de un modo más profundo de diferenciarse del entorno de Cambridge y, posteriormente, de los diversos círculos europeos, especialmente los de Viena y Berlín, que tomaron su Tractatus en la década del veinte y del treinta como referencia ineludible a la hora de desarrollar la idea misma de análisis filosófico. La tarea de trazar límites al pensamiento identificando el límite en el lenguaje se conjugaba en Wittgenstein con su convicción de que lo que realmente importaba era aquello de lo que no se podía hablar, lo que quedaba del otro lado, más allá de la capacidad representacional del lenguaje. Si bien es posible remontar hacia su admirado Frege la distinción entre lo decible y lo mostrable, lo que resultaba ajeno a sus interlocutores era esa valoración de lo que aquel joven Wittgenstein llamó “Lo místico”. Lo importante es lo que la filosofía no puede decir, esto es, todo lo que la filosofía tradicionalmente pretendió de forma inútil decir. Lo que resta, pues, es señalar con sinsentidos los límites del sentido. Y esa fue la empresa revulsiva en la que finalmente se embarcó mientras combatía en la Gran Guerra como soldado voluntario de una nación que él desde el principio supo que sería derrotada, sin nada que justifique su decisión de ir al frente más que la lealtad a sus compatriotas o su desprecio al que no pone el cuerpo allí donde las palabras son impotentes. Mientras navegaba a bordo de un barco de guerra por el Vístula hacia terreno enemigo; mientras tenía por misión iluminar con una reflector las orillas del río buscando objetivos; mientras que, justamente por ser el portador de la luz, era el primer blanco posible de la artillería rusa, entonces, pensó, escribió o, como le gustaba consignar en su diario personal, “trabajó” en la tarea de dar con la forma lógica general de la proposición, consciente de que no hacía más que llevar a cabo la absurda pero ineludible tarea de indicar el ámbito de lo significable, de lo pensable, a través de balbuceos semánticos, como si el libro fuera un gesto, una mueca, un silbido que llamara la atención, como su reflector, sobre un territorio delimitado.

“De lo que no se puede hablar, hay que callar”, consignó famosamente Wittgenstein en el final de su primer gran texto. “Lo que no se puede decir no se puede decir, y tampoco se puede silbar”, dejó anotado su amigo el filósofo inglés Frank Ramsey en un texto de 1929 publicado póstumamente. Suele leerse la frase en término burlón, pero Wittgenstein no podría estar más de acuerdo. Sus caminatas silbando en Noruega, sus encuentros en esa misma tierra con su gran amor, David Pinsent, para interpretar lieder de Schubert en dúo de piano y silbido, no latían en la memoria del soldado austríaco embarcado en tierra polaca o luego prisionero de guerra en tierra italiana, como testimonios de un modo de representación de lo Místico. El silbar no representa nada, no tiene un poder que las palabras no tienen; pero silbar a Bach o a Brahms frente a la magnificencia de un fiordo, acompañar melódicamente con su silbido el piano interpretado por el hombre amado, ir voluntariamente a la guerra en medio de la decadencia de una nación, escribir sobre lógica bajo las balas enemigas, esas acciones sí son capaces de mostrar lo importante, lo indecible.

Tal fue la coherencia del autor del Tractatus que, tras escribirlo, tras darlo a publicar a sus amigos filósofos una vez fue liberado del campo de prisioneros, no volvió a Cambridge, y terminó como maestro de escuela en zonas rurales de la Austria de posguerra. Todo lo importante que podía decirse era terreno de la ciencia, los balbuceos del Tractatus ya podían descartarse, ya podía apagarse ese reflector que meramente esclarecía destacando lo que estuvo allí siempre. Esa fue la revuelta del Wittgenstein de la posguerra: ser consecuente con el silencio filosófico; no desmentir en la acción la máxima con que había cerrado su texto; no abrazar la inautenticidad en procura del confort académico que su gran capacidad de abstracción podía asegurarle.

Es por eso que el silbo del monumento en Skjolden muestra tanto; apela a, quizás, la acción del cuerpo de Wittgenstein más destacada por muchos de quienes lo conocieron. Pero, además, hay en el silbo un punto crucial que también da cuenta de ese llamado a no pretender que las palabras desborden su linde. Silbar no es cantar; hay en quien silba, siempre, una modestia. Por más virtuoso que sea el silbador, nunca se presentará como virtuoso. Silbar a Schubert es casi cómico; no puede servir jamás de plataforma para alarde alguno. No hay sobreactuación a mano; el silbo está siempre vulnerado. Encontramos así en el silbido de Wittgenstein, en la elección de los artistas noruegos, la síntesis que permite ver la enseñanza metafilosófica del Tractatus no solo como la asunción hasta las últimas consecuencias de algunas ideas fregeanas, sino también como expresión del espíritu de denuncia que fuera propio del contexto cultural vienés bajo el fuego dialectico de Karl Kraus y el círculo de colaboradores de su periódico Die Fackel (La antorcha), al que el joven Wittgenstein se sentía fuertemente unido. Ese fuego tenía como objetivo iluminar una y otra vez la fatuidad expresiva de buena parte de los productos culturales en boga o emergentes, señalándola como síntoma de la decadencia que parecía encarnarse en la cultura europea, especialmente austríaca, en el pasaje hacia el siglo XX. Entre las personalidades que escribieron en la publicación de Kraus cabe destacar, por las afinidades conceptuales con lo que terminaría decantando en el Tractatus, las figuras del arquitecto Adolf Loos y del músico Arnold Schönberg. El desborde insustancial en el modo de expresión fue confrontado, entre otras propuestas artísticas, por el antimodernismo de Loos y el dodecafonismo de Schönberg. A su vez, era el blanco predilecto de los epigramas satíricos de Kraus, quien, en los albores de la civilización hipermediática que hoy nos constituye como seres humanos, identificaba la práctica de la escritura periodística como el más claro y pernicioso ejemplo del declive que censuraba. Un poco más tarde, el alemán Oswald Spengler cristalizaría buena parte de ese diagnóstico en su obra La decadencia de Occidente (1918-1923), libro que atraería la atención de Wittgenstein en su silencio filosófico de la posguerra. Se ha señalado que tanto el krausismo, en tanto inspirador de la proposición final del Tractatus, como la consecuente deriva spengleriana del Wittgenstein maestro de los años 20 constituyen más bien una revuelta conservadora.

En 1929, doce años después de haber terminado de escribir, en el frente, lo sustancial de lo que finalmente sería el Tractatus, y siete de que se publicara su traducción al inglés, Wittgenstein decide volver al trabajo filosófico, produciéndose así su retorno a Cambridge. Comienza entonces un período de una década en la que realiza su última revuelta, y con ella termina de configurarse como uno de los filósofos más importantes del siglo XX. La revuelta del que vuelve y al volver ya no se enfrenta a una tradición pasada ni se inserta transformándola desde adentro en una tradición vigente o incipiente. La última revuelta de Wittgenstein es la revuelta contra sí mismo o, mejor dicho, la revuelta del que leal a la deriva de su pensamiento desecha lo que laboriosamente había elaborado en su juventud y por lo que se había ganado un nombre sumamente reconocido en buena parte de los círculos filosóficos europeos ligados al análisis filosófico. La escalera ya no debía ser arrojada una vez usada; la escalera misma era un estorbo que no permitía caminar serenamente en terreno llano.

Así, a la revuelta propia del giro lingüístico, a la que Wittgenstein se sumó y consolidó imponiendo sus propias revueltas idiosincráticas y antitéticas con buena parte de lo vigente o en ciernes, le siguió, tras el retorno a la actividad filosófica, la revuelta que condujo al pensador austríaco a ser protagonista de lo que podemos denominar “el giro pragmático”. Si nos es lícito presentar a grandes rasgos las líneas principales en la historia de la semántica filosófica, podemos subsumirlas en dos grandes bloques. Por un lado, el “determinismo semántico”, la concepción según la cual los significados preceden y son condición de posibilidad de las prácticas lingüísticas históricas; y, por el otro, el “indeterminismo semántico”, la concepción que considera a aquellas prácticas como precediendo y constituyendo a los significados mismos. Si el joven Wittgenstein había ofrecido en el Tractatus la máxima y desbordada expresión del determinismo semántico, en sus textos de la década del treinta en adelante ninguno de ellos publicados en vida, con Investigaciones filosóficas como cristalización cabal de años de nueva investigación, el retornado al fragor filosófico de Cambridge finalmente sentó las bases más sólidas, y a la vez más escabrosas, de la tradición indeterminista.

Es por eso que la mano elegida por los artistas noruegos es tan apropiada para recordar al Wittgenstein maduro, complementando así el silbo místico del joven determinista. La mano como símbolo de la praxis frente al ojo como símbolo de la contemplación. La mano en tanto sinécdoque del cuerpo, en tanto configuradora de sentido, en tanto partícipe del cambio. De la forma lógica general de la proposición a la diversidad de juegos de lenguajes asentados en formas de vida humanas, demasiado humanas. Se trata, en última instancia, de la mano con que Rafaello Sanzio retrató a su Aristóteles en el célebre fresco “La escuela de Atenas”. En contraposición al índice que surge del puño de Platón para indicar lo Uno supramundano, la del Estagirita es una mano de múltiples dedos hacia la tierra.

Una mano como la de Wittgenstein, terrosa al fin. La mano del jardinero.

 

---

1 Sebastian Makonnen Kjølaas, Marianne Bredesen y Siri Hjorth

2 Karl Wittgenstein, quien se convirtió a fines del siglo XIX en el poseedor de unas de las fortunas más grandes del mundo como principal referente de la industria austríaca del hierro y el acero, había llevado adelante cursos de ingeniería en su juventud.

La expresión “giro lingüístico” debe ser atribuida al filósofo austríaco Gustav Bergmann, quien formó parte del Círculo de Viena. Lo notable es que lo que realmente escribió Bergmann, en lo que constituiría el primer uso de la expresión, fue: “el giro lingüístico que inició Wittgenstein en el Tractatus” (Bergmann, G., “Logical Positivism, Language, and the Reconstruction of Metaphysics”, en Rorty, R. ed., The Linguistic Turn. Essays in Philosophical Method, Chicago, Chicago University Press, 1992, p. 63).

Las lecturas filosóficas de Wittgenstein previas a la Primera Guerra fueron probablemente escasas, con San Agustín, Georg Lichtenberg y Arthur Schopenhauer como excepciones claras. Si se revisa el Tractatus, son meramente Russell y Frege los que demandan su atención.

La mala fama de Wittgenstein en las discusiones públicas se magnificó a raíz del famoso episodio de 1936 en el Cambridge Moral Science Club, cuando Wittgenstein se trenzó con Karl Popper en una acalorada discusión sobre la naturaleza de la filosofía, en la cual, según el relato de Popper, Wittgenstein terminó blandiendo de modo amenazante el atizador de la chimenea. Véase Edmonds, D. J. y Eidinow, J. A. (2001), El atizador de Wittgenstein. Una jugada incompleta, Barcelona, Península/Altaya, 2001, para una aguda problematización de las disputas en la reconstrucción de lo que aconteció en aquella velada a partir de los diversos testimonios. Alguna vez el filósofo argentino Alberto Moretti me dijo en una conversación personal: “Me animo a decir que el efecto Wittgenstein solo pudo ser posible por haber sido uno de los modos en que se desplegó la excentricidad aristocrática de Russell y Moore”. Le agradezco me haya autorizado a reproducir su voz.

Russell le escribe a su amante Lady Ottoline Morrell en 1919, en relación con Wittgenstein y el Tractatus: “En su libro había percibido cierto aroma de misticismo, pero me quedé asombrado cuando descubrí que se había convertido en un místico completo. Lee a autores como Kierkegaard y Angelus Sibelius, y considera la posibilidad de hacerse monje. Todo empezó con Las variedades de la experiencia religiosa, de William James, y fue en aumento (lo que no es de extrañar) durante el invierno que pasó solo en Noruega”.

Durante los diez años que transcurrieron entre su liberación del campo de prisioneros en Monte Casino y su regreso a Cambridge, Wittgenstein, además de ejercer como maestro de escuela primaria y secundaria (para lo cual previamente asistió a cursos de pedagogía), ejerció la jardinería y también diseñó y condujo la construcción de la casa de su hermana Margaret, en principio como colaborador de su amigo, el arquitecto Paul Engelmann, y finalmente como líder estético del proyecto.

Para una aproximación a estas influencias en el joven Wittgenstein, véase Janick, A. y Toulmin, S., La Viena de Wittgenstein, Madrid, Taurus, 1987, y Bouveresse, J., Wittgenstein. La modernidad, el progreso y la decadencia, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2006.

La traducción estuvo a cargo de Charles Ogden y Frank Ramsey, bajo revisión del mismo Wittgenstein. Moore fue quien sugirió el título en latín. Se publicó en 1922 en edición bilingüe con un prefacio, muy discutido pero crucial para la legitimación del texto, escrito por Bertrand Russell. Un año antes se había publicado en alemán, en la revista Annalen der Naturphilosophie, bajo el título “Logisch-Philosophische Abhandlung”.

 

Artículos relacionados

Miércoles 24 de julio de 2019
La sabiduría del gato

El texto de apertura de El tiempo sin edad (Adriana Hidalgo): "La edad acorrala a cada uno de nosotros entre una fecha de nacimiento de la que, al menos en Occidente, estamos seguros y un vencimiento que, por regla general, desearíamos diferir".

Por Marc Augé

Lunes 23 de agosto de 2021
La situación de la novela en la Argentina

“El problema de discutir las tradiciones de la narración en la Argentina plantea, al mismo tiempo, la discusión acerca de cómo la literatura nacional incorpora tradiciones extralocales”. Un fragmento de la primera clase de Las tres vanguardias (Eterna Cadencia Editora).

Por Ricardo Piglia

Martes 16 de febrero de 2016
Morir en el agua

La sumersión final: algunas ideas en maelstrom alrededor de Jeff Buckley, Flannery O'Connor, John Everett Millais, Edvard Munch, Héctor Viel Temperley, Alfonsina Storni y Virginia Woolf.

Martes 31 de mayo de 2016
De la fauna libresca

Uno de los ensayos de La liberación de la mosca (Excursiones) un libro escrito "al borde del mundo" por el mexicano Luigi Amara, también autor de libros como Sombras sueltas y La escuela del aburrimiento.

Luigi Amara
Lunes 06 de junio de 2016
Borges lector

"Un gran lector es quien logra transformar nuestra experiencia de los libros que ha leído y que nosotros leemos después de él. (...) Reorganiza y reestructura el canon literario", dice el ensayista y docente en Borges y los clásicos.

Carlos Gamerro
Martes 07 de junio de 2016
La ciudad vampira

La autora de La noche tiene mil ojos, quien acaba de publicar El arte del error, señala "un pequeño tesoro escondido en los suburbios de la literatura": Paul Féval y Ann Radcliffe, en las "fronteras de la falsa noche".

María Negroni
×
Aceptar
×
Seguir comprando
Finalizar compra
0 item(s) agregado tu carrito
MUTMA
Continuar
CHECKOUT
×
Se va a agregar 1 ítem a tu carrito
¿Es para un colectivo?
No
Aceptar