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La tierra natal de la literatura

Uno de los ensayos del japonés Ango Sakaguchi, miembro del grupo burai-ha junto a autores como Osamu Dazai. Tomado de Farsas y ensayos (Evaristo Editorial) que reúne cuentos y ensayos de este autor extraordinario todavía por conocer para lectores en nuestra lengua.



Por Ango Sakaguchi. Traducción de Mónica Kogiso y Matías Chiappe.




Hay un famoso cuento de hadas de Charles Perrault llamado “Caperucita Roja”. Estoy seguro de que la mayoría de ustedes lo conoce, pero permítanme recapitular la trama. Una adorable muchachita llamada Caperucita Roja (porque usa una capa roja) va a visitar a su abuela en el bosque, como hace siempre; cuando llega, un lobo enojado se ha hecho pasar por la abuela y la termina devorando. Eso es todo, de esto trata la historia.

Los cuentos de hadas en general tienen una moraleja, pero en este caso, esa lección está completamente ausente. Es por esto que en Francia se lo conoce como un cuento amoral, como ejemplo paradigmático (el más famoso) de este tipo de relatos.

Pero pensemos más allá de los cuentos de hadas. Si pegamos una mirada a todas las novelas que existen, ¿podríamos acaso decir que existe alguna sin moraleja? Desde la postura del escritor es casi imposible escribir una novela sin objetivos morales, siquiera imaginar que esa novela pudiese ser escrita.

Sin embargo, en el caso de “Caperucita” tenemos una obra sin moraleja alguna, aunque un cuento de hadas nazca a partir de la concepción de una moraleja. De más está agregar que este relato ha sobrevivido más de trescientos años y que sobrevive aún en los corazones de muchísimos niños y muchísimos adultos. Es algo tremendo.

Charles Perrault dejó muchos otros cuentos famosos, como “Cenicienta”, “Barba Azul” o “La bella durmiente”, pero yo amo leer “Caperucita Roja”. Los primeros son cuentos amados por todo el mundo por ser precisamente para niños, pero mi frío corazón de adulto percibe una belleza feroz cuando se encuentra frente a “Caperucita Roja”, como si el relato me hubiese mordido a mí.

La dulce, adorable y bienintencionada niña, poseedora solo de virtudes y ni una pizca de maldad, va a visitar a su abuela enferma en el bosque y es devorada sanguinariamente por un lobo que se hizo pasar por la anciana.

De pronto, nos sentimos expulsados fuera del cuento de hadas, confundidos ante un pacto que resultó distinto del prometido. Pero, a la vez, ¿cómo no ver allí donde nuestros ojos fueron mordidos y arrancados, en el silencio absoluto y la transparencia, la triste “tierra natal” de la literatura?

La escena que penetra mi retina y los márgenes de mis ojos es la cruel y despiadada imagen de una niña dulce engullida por un lobo hambriento. Sin embargo, por duro que sea, el modo en que mordisquea mi corazón no es impuro ni sombrío. Es a la vez tristeza y belleza, ambas dolorosas, como si uno abrazara un bloque de hielo.

Voy a darles otro ejemplo.

Hay una obra de kyōgen en que un gran señor visita un templo junto a su tarōgasha, su primer sirviente. Ni bien ingresan al templo, el señor se larga a llorar al ver una decoración con forma de demonio en el techo, razón por la cual su sirviente de inmediato le pregunta qué le ocurre. “Es que se parece muchísimo a mi difunta esposa”, responde, “y cuando más lo miro más la extraño”, continúa entre lágrimas.

Eso es todo, esa es la historia.

Ocupará cinco o seis líneas y podría escribirse en una postal. Es quizás una de las obras de kyōgen más cortas que existen. No es un cuento de hadas.

En general, el kyōgen es una breve farsa intercalada entre dos obras serias que busca brindar un respiro, hacer reír al público y renovar los ánimos entre tanta seriedad. Con que tenga esa función ya es suficiente, es cierto. Pero, luego de verla, no sabemos si debemos reírnos o si es una obra inconclusa de la que desconocemos su trasfondo. Nuestra risa ante ella nunca es inocente.

Además, el kyōgen no tiene moraleja (esto es, no tiene una configuración de sentido que haga de nuestra risa algo apropiado para el sentido moral). El señor llega al templo, ve la decoración con forma de demonio en el techo, recuerda a su esposa, se larga a llorar. Es cómico y no podemos no reírnos, pero al mismo tiempo, no podemos sino sentirnos lejos de él.

Mientras me reía, empecé a sentir que sí, que efectivamente era gracioso, pero también empecé a preguntarme qué es lo que debía hacer. Cuando el señor mira la decoración en el techo y se larga a llorar, todo en mi corazón se siente fuera de sí y me asalta una severidad que me deja estupefacto y me hace ir más allá de toda razón y sentido común. Es la sensación de haber cerrado nuestros ojos a las ideas. Y no hay escape de esto. Pues es su naturaleza el hecho de que, cuando uno se percata de la situación, ya se encuentra entre sus garras. Es una sensación que excede al destino, absolutamente inevitable. ¿No es esta también la “tierra natal” de la literatura?

No puedo dejar de pensar en ello. Cuando una obra no tiene moraleja y se distancia de la realidad, ni siquiera es considerada literatura; pero hay un momento en el camino de nuestras vidas en que llegamos a un precipicio y debemos pensar justamente de esa forma; en ese momento, la falta de moral ES nuestra moralidad.

Algo sobre Akutagawa en sus últimos años. Resulta que un granjero muy pobre que escribía cuentos solía visitarlo de vez en cuando. Cierta vez, le llevó un manuscrito y Akutagawa lo leyó. Trataba sobre un granjero pobre que tendría que criar a un nuevo hijo, pero, dado que era tan pobre, había decidido que lo mejor para todos era no sumar un nuevo hijo a la familia. Así que asesinó al niño recién nacido y lo enterró bajo unos barriles de petróleo.

Akutagawa sintió que la historia era demasiado oscura, casi intolerable, pero no pudo deducir si había nacido de la propia experiencia del granjero, de modo que le preguntó si era verdad o no. De forma brusca, el granjero respondió: “Yo lo hice”. Akutagawa se quedó atónito, por lo que el granjero preguntó, de forma aún más brusca que antes: “Entonces usted piensa que yo hice algo malo”. Akutagawa no pudo responder. El hecho de que un hombre con tanto talento para las palabras como él no pudiera decir nada es, quizás, indicio de que al final de su vida había empezado a asimilar el vivir una existencia honesta con el camino de la literatura. Cuando el granjero se fue, dejando atrás semejante “hecho”, Akutagawa se sintió de golpe lejos de todo, como si lo estuvieran dejando absolutamente solo. Subió al segundo piso y miró hacia la entrada de su casa desde la ventana, pero no vio ya al granjero, sólo el brillo de las primeras hojas del verano en las plantas.

El manuscrito de todo esto, que no es solamente una nota escrita al pasar, fue hallado luego de la muerte de Akutagawa.

La razón por la cual Akutagawa se sintió lejos de todo fue porque la situación excedía la moralidad. Esto no significa que un relato acerca de asesinar a un niño exceda la moralidad en sí; no hay necesidad de darle ninguna importancia a la historia. Fuera el relato de una mujer, un cuento de hadas, cualquiera sea su contenido… eso es lo de menos. Pero hubo una historia que Akutagawa no había podido imaginar hasta entonces, un hecho, una vida que estaba enraizada en las profundidades de la tierra. Pareciera ser que a Akutagawa lo impactó, y lo alejó de todo, el hecho de que esa vida fuera real. Quizás esto se deba a que su

propia vida estaba ya desenraizada de la realidad. Pero, aun en ese caso, el hecho de que se sintiera desapegado de todo es en sí mismo un enraizamiento en la realidad.

Dicho de otro modo, el punto no es que lo que dijo el granjero alejó a Akutagawa de la realidad, sino que percibió la vida de este último separada de la realidad. Si un escritor no tiene la experiencia de sentirse desapegado de todo como le sucedió a Akutagawa, de ver todo desde afuera, entonces jamás podrá crear algo como “Caperucita Roja” o las antes mencionadas obras de kyōgen.



No debemos pensar que no tener moral y sentirse desapegado de todo es una actitud que rechaza la literatura. Por el contrario, debemos pensar que todo aquello constructivo para la literatura (la moral, la sociedad) debe nacer de esta “tierra natal”.

Voy a mencionar otro ejemplo de fácil comprensión, esta vez del Ise Monogatari.

Hace mucho tiempo, cierto hombre se enamoró de una mujer e intentó seducirla de todas las maneras posibles, pero la mujer nunca le decía que sí. Finalmente, luego de tres años, la mujer le dijo que estaba bien, que estarían juntos, razón por la cual el hombre pegó todo tipo de saltos de alegría. Hicieron planes de inmediato y abandonaron la ciudad. Cuando llegaron a un campo tras ese lugar llamado Akuta no Watashi, empezó a hacerse de noche y también se oyó un trueno y empezó a llover. El hombre agarró a la mujer de la mano y empezó a correr a toda velocidad a través del campo. Tironeada de la mano por el hombre, la mujer se detuvo un segundo a observar el rocío sobre las hojas de los pastizales golpeados por relámpagos. “¿Qué es eso?”, preguntó. Pero el hombre no respondió y siguió corriendo. Encontraron por fin una casa destartalada y entraron rápido a resguardarse. El hombre puso a la mujer dentro de un armario y se quedó fuera de este con una lanza en la mano para defenderla en caso de que un demonio se acercara. De todos modos, un demonio llegó hasta el lugar, se metió al armario sin que el hombre se diera cuenta y se comió a la mujer adentro. Por desgracia, justo en ese momento un violento trueno resonó en el cielo y no se escucharon los gritos de la mujer. Sólo al amanecer el hombre se dio cuenta de que la mujer había sido asesinada por un demonio. Al confirmar esto, el hombre empezó a llorar y recitó el siguiente poema:


Cuando alguien te pregunte “¿qué es ese brillo?”

lo mejor es responderle que es rocío y desvanecerse juntos


(Lo que significaba que el hombre se arrepentía de no haberle respondido a la mujer en el medio del campo y morir allí juntos).

Esta historia está cargada por el sufrimiento del hombre que llora y recita el poema, de modo que el lector no se siente ajeno al mundo. Sin embargo, también estamos ante una historia alejada de toda moralidad. El ingenioso contraste entre los años que pasa el hombre hasta recibir la aceptación de la mujer y el instante en que la pierde para siempre; pero también, el contrapunto entre la mujer observando el rocío sobre las hojas de los pastizales y el hombre corriendo a toda velocidad sin poder responderle... El tener estos paisajes y un estilo poético que se conecta con el sufrimiento del hombre, todo esto le imbuye al relato la belleza de una gema preciosa.

Esto significa que, cuanto más intensos son los sentimientos del hombre por la mujer, más brutal resulta el hecho de que sea devorada por un demonio. De igual forma, cuanto más bello sea el escape entre ambos, tanto más brutal resulta el desenlace. Si la mujer hubiera sido una arpía o el hombre un mentiroso, entonces hubiera sido imposible llegar a ese nivel de brutalidad. Asimismo, de no estar la escena en que la mujer apunta al rocío sobre los pastizales y el hombre no le responde, el relato perdería absolutamente todo su valor.

Esto significa también que el mero hecho de que un relato carezca de moralidad o que nos aleje del mundo no es método suficiente para que emane de él una cruda y silenciosa belleza. Podemos escribir una infinidad de historias sobre demonios y personas malvadas, que carezcan de moralidad y que alejen al lector del mundo, sin lograrlo. No se trata de eso.

Caperucita Roja”, la obra de kyōgen, y el relato del Ise monogatari. ¿No es aquello que transmiten estas tres historias algo tan frío como una piedra preciosa, una soledad extrema, una soledad que contiene la existencia misma? En estas tres historias no hay salvación, tampoco consuelo. Intentar consolar al señor que vio en la cara del demonio la de su esposa y se largó a llorar tras ello sería un esfuerzo tan inútil como querer que las piedras flotasen en el aire. Aunque nuestra esposa sea una mujer hermosa, igual entenderíamos la esencia de este kyōgen.

Pero entonces, esta soledad de la existencia, aquello que he llamado nuestro furusato, nuestro lugar de origen, ¿es un espacio cruel donde no hay salvación posible? Creo que efectivamente es así. Nadie puede rescatarnos en esta oscura soledad. De perdernos,

nuestro ser terrenal podría encontrar el camino de vuelta a algún hogar o refugio. Pero la soledad es siempre un yermo desolado donde nos extraviamos continuamente, del cual es imposible encontrar un camino de vuelta. Y así, al final, la crueldad y la falta de salvación se convierten en nuestro único refugio. Así como la falta de moral se convertía en nuestro sentido moral, de igual modo la falta de salvación se convierte en nuestra única salvación.

Yo veo aquí el origen, la tierra natal, el furusato de la literatura, pero también, de todo lo humano. En ese lugar nace la literatura… Así lo presiento.

Pero la literatura no es solamente un conjunto de relatos amorales que alejan al lector del mundo. Para nada. Ni siquiera considero que este tipo de relatos tengan un gran valor. Porque, aunque nuestro furusato sea la cuna en que nacimos, el rol de un adulto es nunca volver a ese lugar… Es imposible pensar que existirá literatura donde no haya también conciencia y auto-conciencia de nuestros orígenes. Jamás voy a confiar en la moralidad o en la sociabilidad en la literatura a no ser que surja de esa tierra natal. Y así entiendo la literatura. Esta es mi convicción.


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