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Las manos en el barro

Los ensayos literarios de J.M. Coetzee

Las manos de los maestros (El hilo de Ariadna) reúne 13 ensayos literarios del sudafricano John M. Coetzee: Eliot, Faulkner, Philip Roth, Doris Lessing y más. El escritor, que ganó el premio Nobel de Literatura en 2003, presenta el libro hoy en Malba.

Por Patricio Zunini.
Foto: Santi Ochoteco.

Desde 2011, cuando llegó por primera vez a la Argentina como invitado del Filba Internacional, el escritor sudafricano y ganador del premio Nobel de Literatura John M. Coetzee mantiene una relación muy productiva con Buenos Aires, ciudad que visita al menos una vez por año. Hoy a las 19 se presenta en el auditorio del Malba con la conferencia “Las manos de los maestros”. Justamente ese es el título del nuevo libro de ensayos literarios que acaba de publicar por la editorial El hilo de Ariadna —dirigida por Soledad Costantini, responsable del área de literatura del Malba. Las manos de los maestros está compuesto por 13 textos críticos que van de Eliot a Arthur Miller, de Lessing a Whitman, de Nadine Gordimer a Patrick White.

Cuál es el ojo que se ve a sí mismo

Tres años atrás, a instancias de Costantini, Coetzee empezó desarrolló para El hilo de Ariadna una “biblioteca personal” con títulos como Madame Bovary de Flaubert, Tres mujeres de Musil y La letra escarlata de Hawthorne, entre otros. «Son los libros que ampliaron mis horizontes y me mostraron lo que es posible lograr como escritor», respondió en una entrevista a Eterna Cadencia. Si aquella biblioteca era una apología de los clásicos, con el primer artículo de este nuevo libro avanza directamente sobre la noción de clásico que, para él, es tautológica: un clásico es todo aquello que la crítica considera clásico. No por evidente es necesariamente simple, ya que la definición encierra una pregunta clave sobre la crítica. La respuesta, en ese caso, será un poco más larga. Tanto como el libro en cuestión.

Coetzee parte de una conferencia que T.S. Eliot dio en 1944 como presidente de la Virgil Society de Londres, en la que disertó sobre la idea de que la civilización occidental era «una sola que desciende de Roma» y que, por lo tanto, su clásico originario era la Eneida. Eliot entendía que, con el final de la Segunda Guerra, se iba a plantear un nuevo orden social cargado de oportunidades y amenazas, y que él iba a ser uno de los responsables de consolidarlo. Lo que le llama la atención a Coetzee no es, sin embargo, la pretensión de Eliot por asumirse como sucesor de Virgilio y, por ende, en el portador de la refundación, si no la incapacidad para reflexionar sobre su propia condición de estadounidense en un país europeo que honra a un poeta europeo delante de un público europeo. Coetzee avanza a través de conflictos irresueltos.

Cabe preguntarse la causa por la que un libro que tiene el centro de gravedad en Sudáfrica resulta tan interesante para un lector argentino. La crítica tiene una función política. El gran interrogante de estos ensayos sería: ¿Por qué el arte no fue capaz de desmantelar los dispositivos de dominación y violencia? Coetzee contrapone la situación de Eliot a otros escritores y artistas europeos a los que sigue a lo largo de cientos de años por sus recorridos por Africa y comprueba sistemáticamente cómo no consiguen despojarse de sus propias categorías para absorber la realidad que los circunda.

Pero esta ceguera tiene una vuelta de tuerca, cuanto menos irónica. Estética, ética y política se unen, finalmente, para preservar las condiciones de trabajo. Coetzee escribe —en 1992, dos años después de publicar la novela La edad de hierro— con las leyes del Apartheid todavía en vigencia: esas normas, dice, en realidad estaban pensadas para limitar la libertad del blanco. Dado que los hotentotes eran haraganes y los boers que entraban en relación con ellos también caían en la vagancia, el Apartheid surge para evitar que los blancos puedan «tomar una mujer oscura, instalarse en vidas más o menos ociosas, sin rumbo y carentes de previsión, y engendrar tropas de niños harapientos de todos los colores, un proceso que, si se le permitía acelerar, al final, predecían, determinaría el deceso de la civilización blanca y cristiana en la punta de África».

Los maestros se tapan los ojos

La disputa continúa en los ensayos sobre Nadine Gordimer y Doris Lessing, las otras dos sudafricanas que ganaron el Premio Nobel. Es fundamental la lectura de la autobiografía de Lessing. La autora de Canta la hierba y El cuaderno dorado, entre tantos otros, se había afiliado al Partido Comunista y cuando la invitaron a visitar Rusia —a la misma Rusia civilizada que Gordimer retoma para ayudar en la situación de los escritores negros— no contó lo que vió. Hoy sabemos que Stalin condenó a muerte a más de 20 millones de personas. Lessing necesitó de 40 años para ensayar una confesión en su autobiografía.

«Si los intelectuales como Martin Heidegger y Paul de Man merecieron ser investigados y denunciados por el apoyo que le dieron al nazismo», dice Coetzee, «¿qué merecen esos intelectuales que apoyaron a Stalin y el sistema estalinista, que eligieron creer las mentiras soviéticas contra la evidencia de sus propios ojos? Esta es la inmensa pregunta que plantea la conciencia moral de Lessing, unida con una segunda pregunta igualmente perturbadora: ¿por qué ya a nadie le importa?» Preguntas que son urgentes en el contexto actual de Argentina, con el ministro de Cultura de Buenos Aires envuelto en una escandalosa polémica por cuestionar la cifra de 30.000 desaparecidos durante la dictadura militar.

Con los ensayos sobre Philip Roth (un fabuloso análisis de Nemesis), Arthur Miller y William Faulkner va tomando forma la idea de que, en realidad, Coetzee desconfía de los escritores. Las biografías son un catálogo de traiciones, silencios, mentiras, adicciones. «Un libro», dice Faulkner en Mosquitos, «es la vida secreta del escritor, el gemelo oscuro de un hombre: no puedes conciliarlos». Con esos libros, los maestros, como Dios, nos han creado. Pero para hacernos, debieron ensuciarse las manos de barro.

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