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Libros de largo aliento vs. formatos breves: ¿quién da mas?

Por Matías Moscardi

"La intensidad es una energía que requiere de formatos breves, mientras que la monumentalidad demanda, por definición, una escritura expansiva, de largo aliento. Las relaciones que se establecen entre intensidad y duración parecen ser inversamente proporcionales: a mayor duración, menor intensidad. Por supuesto, esto es una tonta simplificación".

Por Matías Moscardi.

 

Habría que escribir un largo ensayo sobre las duraciones en literatura y sobre las relaciones entre intensidad y duración. Oliverio Girondo comienza sus Calcomanías (1925) con un proverbio tomado del Oráculo manual y arte de prudencia (1647), de Gracián: «Lo bueno, si breve, dos veces bueno. Lo malo, si poco, no tan malo». Me pregunto si las rivalidades míticas entre poesía y prosa no involucran distintas traducciones de la relación entre intensidad y duración: ¿es más fácil sostener un poema de setecientos versos o una novela de setecientas páginas? A la vez, el proverbio de Gracián celebrado por Girondo establece algo que podríamos leer como un diagnóstico literario: la extensión parece un síntoma, una enfermedad del lenguaje; al revés, la brevedad es la buena salud de la lengua, su poder es tal que puede atenuar, incluso, los efectos de cualquier mal, hasta reducirlo por completo. En su carta de suicidio, Kurt Cobain cita una canción de Neil Young que aboga por la brevedad: es mejor arder que apagarse lentamente («It’s better to burn out than to fade away»). Gustavo Cerati invierte la máxima: «Y que durar sea mejor que arder». ¿Durar o arder?: esa es la cuestión.

En un intercambio epistolar, Thomas Wolfe es criticado por Scott Fitzgerald precisamente por escribir libros demasiado extensos. Wolfe le responde diciendo que, al revés, muchos grandes escritores lo fueron por haber expandido el volumen de sus obras. Fitzgerald tiene una concepción poética de la novela, a lo que Wolfe contrapone una concepción propiamente novelística de la novela. No es casual que Wolfe sea recordado por dos novelas larguísimas: El ángel que nos mira (1929) y Del tiempo y el río (1935). Descubrimos, sin embargo, que el lirismo característico de su prosa funciona mejor, por el contrario, en sus libros de relatos breves: Hermana muerte, Una puerta que nunca encontré, Especulación y El niño perdido. ¿Por qué se consuma en Wolfe –así como en otros escritores– el proverbio de Gracián abrazado por Girondo y Kurt Cobain? Arriesgo: la intensidad es una energía que requiere de formatos breves, mientras que la monumentalidad demanda, por definición, una escritura expansiva, de largo aliento. Las relaciones que se establecen entre intensidad y duración parecen ser inversamente proporcionales: a mayor duración, menor intensidad. Por supuesto, esto es una tonta simplificación. La broma infinita, de David Foster Wallace, tiene más de mil páginas cargadas de una sobredosis de intensidad. Pero la idea sirve, creo, para pensar ciertas experiencias de lectura. En este caso, la experiencia de leer a Thomas Wolfe en sus dos formatos: la novela larga, el relato breve. 

Hermana muerte está constituido por cuatro relatos que se corresponden con los cuatro instantes donde el narrador vio la muerte en distintas épocas de su vida. En el primer relato, la Ciudad le habla al narrador y le dice:

«Tú sudas, te esfuerzas, albergas esperanzas, sufres; yo te aniquilo en un instante de un solo golpe o dejo que te arrastres y maldigas para abrirte paso hasta tu propia muerte, pero me importa un bledo si vives o mueres, si sobrevives o si te dan una paliza, si nadas en mis grandes corrientes o te ahogas en ellas. No soy ni amable, ni cruel, ni amorosa, ni vengativa. Todos vosotros me resultáis indiferentes, pues sé bien que otros vendrán cuando hayáis desaparecido, sé bien que otros nacerán cuando estéis muertos, millones se levantarán cuando os hayáis caído. Y sé también que la Ciudad, la ciudad eterna, se erigirá para siempre como una ola gigantesca sobre la faz de la tierra.» Así me habló la ciudad aquella primera vez, cuando la vi matar a un hombre.

Esos instantes, por definición, no podrían estar sometidos al espacio de una novela extensa: tienen la forma de la iluminación profana. El lenguaje que utiliza Wolfe lleva, en estos casos, la impronta de esa intensidad, un lenguaje preciso y a la vez desbordante de lucidez: «aquellas mujeres querían tenerla cerca, confesarse ante ella, verter sus palabras en su silencio». Estamos ante una frase rumiada por mucho tiempo: como si, en un sistema imaginario de monedas literarias, este sintagma mínimo valiera veinte páginas de una novela. Pienso en ese ensayo que falta sobre la escritura y sus duraciones, el valor y la extensión, la intensidad y la brevedad: ¿cuánto tardó Wolfe en dar con esta frase, con la idea de verter palabras en el silencio de otra persona? Por supuesto, quizás la frase apareció sin la más mínima resistencia en un segundo. No sé bien por qué, sin embargo, me inclino a imaginar un tiempo invertido en ella: una duración compositiva que la frase, en su brevedad, traiciona de algún modo. Veamos otra: «La policía  siempre quiere que la multitud se disperse. Como si buscara diluir lo colectivo, el imán de los mortales, la gota humana de mercurio ante la hermana muerte». Sucede lo mismo: la ocurrencia puede aparecer de golpe –la idea de que la policía busca la dispersión de la masa– pero las imágenes convocadas generan la sensación de una plusvalía temporal invertida en ellas: «el imán de los mortales», «la gota humana de mercurio» son dos imágenes que no tienen solución de continuidad, porque si bien existen relaciones análogas entre el imán y el mercurio, a su vez implican materialidades distintas cuyo íntimo vínculo acarrea un tiempo de búsqueda para producir la coincidencia de ambas. 

En El ángel que nos mira, en cambio, y más allá de los destellos líricos, la escritura de Wolfe adopta una postura narrativa clásica, que parece deudora, sin ir más lejos, del realismo francés. Como si estas inversiones del oro simbólico de la escritura no estuvieran depositadas tanto en la frase como en el relato: distintas cuentas corrientes de una obra. En Una puerta que nunca encontré aparece una imagen oportuna: «como un hombre que domina a la perfección una lengua pero es consciente en todo momento del esfuerzo de la traducción, y por tanto nunca olvida que ese idioma no es el suyo». La duración es monolingüe, la intensidad bilingüe. Algo del orden expansivo del lenguaje implica una fe, mientras que la intensidad sobrecodificada de la brevedad articula cierta temporalidad demorada por el tanteo de la traducción: «y la gente se sentaba a beber pequeñas copas de un barro negro y amargo al que llamaban café». El gesto de desmenuzar una frase hasta dar con su forma precisa es el gesto del traductor. Ante la muerte de su hermano, en El niño perdido, el narrador reflexiona:  

En esas ocasiones un hombre sabe que ya no sirven ni la locura de la juventud ni la noche, y que ni siquiera la soledad ayuda... Y ese hombre ahora sabe que él mismo es apenas un átomo sin nombre, un átomo perdido en el vacío, una cifra irrisoria y llena de polvo que gira alrededor de un tiempo incontable, y que todos los sueños, la fortaleza, la pasión y la fe en la juventud han acabado por marchitarse.

El dolor y la tristeza, por el contrario, quedan asociados al silencio. Por eso, quizás, no encontraremos la clausura de la duración novelística en la intensidad del relato breve, sino en la imposibilidad de seguir adelante debido al interdicto de una pérdida, de un duelo que inhibe la escritura. ¿Qué podría perderse para una escritura sino cierta fe en un proyecto, en una obra? En este sentido, intensidad y duración comparten un mismo combustible: la felicidad de la lengua, su florecimiento, más allá de toda duración. De lo contrario, las palabras son excedentes, siempre sobran. Así lo resume Wolfe, con una resignación lacónica y final: «Ya no le hará falta la lengua, no se necesita la lengua para el silencio».

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