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Ensayos

Rancière y los límites de la poesía

De Argel a Bahía Blanca

"La literatura es una máquina que, a partir de la articulación de nuevos sensibles, vuelve pensable lo impensable". Sobre uno de los filósofos franceses más preponderantes de la actualidad, junto con Alain Badiou y George Didi-Huberman, escribe Matías Moscardi en esta oportunidad, para cruzarlo con los poemas del bahiense Sergio Raimondi.

Por Matías Moscardi.

Jacques Rancière (Argel, 1940) es uno de los filósofos franceses más preponderantes de la actualidad, junto con Alain Badiou y George Didi-Huberman. De hecho, en muy pocos años, se tradujeron y circularon más de veinte títulos suyos que funcionaron como referencia insoslayable del campo intelectual argentino. Una posible forma de acercamiento satelital a su teoría estética y política podría ser a partir de los siguientes libros, en este orden: El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual (Libros del Zorzal, 2007), El espectador emancipado (Manantial, 2009) y Política de la literatura (Libros del Zorzal, 2011). Quisiera esbozar, a continuación, un mínimo preámbulo a sus planteos estéticos de base, que podría resultar útil –a pesar de la simplificación reduccionista y esquemática de toda forma breve– a los fines de un acercamiento iniciático de lectura. Empecemos por un caso concreto: un poema de Sergio Raimondi, incluido en Poesía civil (Vox, 2000). Ahí va:

 

Para hacer una torta sin leche

La cocción tendrá que ver con el tipo de horno,

como todo: se recomienda un fuego mínimo, lento

de entre cuarenta y cuarenta y cinco minutos,

pero cada cocina, como cada molde, es particular

y es inútil establecer una medida exacta para todos.

Yo digo: una taza de té con leche de aceite de maíz

(no mezcla), una y media (casi dos) de azúcar, bol

y batir, batir: ladeado el recipiente y paleta el brazo

o la máquina en su punto máximo. Ah, dos huevos

además, y todo bien batido hasta espesar la mezcla.

Entonces se agregan dos tazas de agua hirviendo.

Se levantará una espuma. Se deja reposar un rato.

Mientras, se mezclan aparte tres tazas de harina

(pasada antes por el cernidor) con una cucharada

de Royal y otra de bicarbonato (puede ser menos,

más, se ve). Sumar todo y batir. Muy suavemente:

hay que lograr que la masa pierda consistencia.

El resto se sabe: enmantecar el molde, enharinarlo

y horno. Titi Trujillo le echa un chorrito de vino

oporto. Titina Lancioni a veces licor de café o esencia

de vainilla. Otros le ponen trozos de manzana,

pasas de uva, chocolate o ciruela. Eso va en gustos,

en las ganas de inventar, en lo que se tenga a mano.

 

En una reseña del libro de Raimondi titulada «El paladar de los comensales», Marcelo Díaz se pregunta ante este mismo poema: «¿Se trata acaso de una poética, de una política de lectura?». Otra pregunta aparece de inmediato cuando desnaturalizamos la asociación lúcida de Marcelo Díaz: ¿cómo leer este poema ya no como una receta sino como literatura? ¿Cómo hace la receta para significar algo distinto de sí misma, más allá del hecho de estar publicada en un libro de poesía? ¿En qué momento ocurre esta posibilidad de asociación entre receta y poética? Ésta es una de las inquietudes más importantes que atraviesa el pensamiento teórico de Jacques Rancière. No siempre todo el mundo, todas las cosas y todos los seres tuvieron la potencia de devenir arte, de devenir literatura. Por eso, Rancière postula tres regímenes del arte: el Régimen el ético, el Régimen representativo y el Régimen estético.

El Régimen ético nos remonta a los griegos. Rancière da un ejemplo que me parece esclarecedor del modo de percibir el arte en la Antigua Grecia: pensemos en las estatuas de las divinidades. En el Régimen ético, la percepción y el juicio de las estatuas aparecen subsumidas bajo preguntas de este tipo: ¿es posible fabricar imágenes de la divinidad? ¿Está bien hacerlo? ¿Es ético? La divinidad hecha imagen ¿es una divinidad verdadera? Y si lo es ¿se encuentra bien representada, como corresponde?

En este régimen, según Rancière, no hay arte propiamente dicho, sino imágenes que son juzgadas en función de su verdad. En este sentido, el Régimen ético de las imágenes tiene que ver con la idea platónica del “bien” y su repudio del arte en general. Por eso, en la República, Platón hace una crítica de las artes imitativas. Digamos que un pintor pinta una casa. Para Platón esa casa es la copia de la copia. Es decir: es la copia de una casa que a su vez es la copia de la idea de casa que tiene el hombre que construyó la casa. O sea que la casa del pintor está, para Platón, dos grados separada de la verdadera realidad. En resumen: el arte produce imágenes engañosas, apariencias, simulacros. Para Rancière habla de un Régimen ético de las imágenes en este sentido: un régimen que suprime lo artístico en función de la idea del bien como finalidad última.

Si volvemos al texto de Raimondi es fácil comprobar que las preguntas a la estatua de la divinidad rebotan contra el poema. Ante el poema, no nos preguntamos: ¿se encuentra bien representada la receta? ¿Me saldrá bien la torta si sigo estos pasos? Lo que importa no es el carácter de verdad de esa receta, su grado de identidad con una receta real, sino la posibilidad de leer ahí, precisamente, una poética. Podríamos decir, entonces, que el poema de Raimondi no podría pensarse, de acuerdo con lo que dice Rancière, bajo las coordenadas de un Régimen ético.

Hay otro régimen, dice Rancière, en donde el juicio sobre los objetos de arte no tiene que ver con los criterios de verdad y con la idea del bien que encontrábamos en Platón. En este otro régimen, las estatuas de las divinidades son percibidas como representaciones, es decir, como imitaciones de apariencia verosímil que se ajustan a reglas compositivas determinadas. Estas relaciones adecuadas entre materia y forma es lo que Aristóteles llama, precisamente, mímesis. Si revisamos la Poética de Aristóteles, vamos a ver que, para que una tragedia sea una mímesis verosímil, deben sucederse una serie de correspondencias adecuadas entre los actores representados en escena y sus respectivos actos, por un lado, y las palabras que usan como recursos expresivos. En principio hay una clasificación de las acciones en relación a los géneros: la tragedia representa una acción elevada en oposición a las acciones bajas de la comedia. Después encontramos una relación determinada entre esta acción elevada de la tragedia y un tipo de lenguaje: un lenguaje bello, es decir, equilibrado en función del ritmo, la armonía y la musicalidad. Pero además cada personaje debe expresarse de un modo determinado. Sería inverosímil que un esclavo, por ejemplo, de pronto, hablara como un rey. Por lo tanto, así como a ciertas acciones les corresponde una forma de expresión determinada, lo mismo sucede con los personajes: cada sujeto –el esclavo, el rey– lleva inscripta su forma de expresión, que el poeta debe respetar para ejercer su arte con la adecuación necesaria y no faltar a las reglas de la mímesis, que son las reglas de la verosimilitud.

Si volvemos una vez más al poema de Raimondi, vemos que el tipo de reparto es otro: por un lado, el poeta habla como cocinero; por otro, la receta, que como género remite a un texto escrito, está atravesada por marcas de oralidad. Además, no hay ficción y, por lo tanto, no hay mímesis aristotélica, sino puro archivo, pura historia: con el poema podemos hacer una receta, efectivamente. Entonces, ni el Régimen Ético ni el Régimen Representativo nos permiten explicar cómo un poema de estas características puede ser leído como una poética.

Rancière menciona un texto filosófico clave de fines del siglo XVIII: la Crítica del juicio (1790), de Kant. Este sería el primer punto de inflexión en relación a los regímenes anteriores. En la Crítica del juicio, precisamente, Kant distingue los juicios estéticos de los juicios lógicos: lo bello, dice, no tiene nada que ver con lo racional, con el entendimiento, con el saber. Por eso lo bello, para Kant, también se distingue de lo bueno: porque el bien moral depende de la razón. Para Kant el placer estético es puramente «contemplativo», no está atado a ningún interés. Por eso es «autosuficiente»: los juicios estéticos «son independientes del objeto representado», lo bello es «una finalidad sin fin», escribe Kant. Es decir: una finalidad en sí misma, que no conoce ningún otro fin más que sí misma.

Las ideas de Kant generan un cortocircuito de los regímenes anteriores: el arte ya no se percibe ni en función de su carácter de verdad ni idea del bien así como tampoco se percibe en función de pautas y reglas de composición estandarizadas y prescriptas por la idea de mímesis. Esta escisión con respecto a la idea del bien y las reglas del arte tiene, para Rancière, un nombre: el Régimen estético. No se trata, por supuesto, de un simple rechazo de la figuración, sino con una reconfiguración histórica y cultural de lo que, en palabras de Rancière, se denomina un determinado «reparto de lo sensible».

Lo que podía leerse como atisbo en algunos textos filosóficos de la Ilustración culmina, para Rancière, con el realismo francés. Cuando Flaubert proclama que ya no existen temas nobles o innobles, Rancière dice que asistimos a un «ensanchamiento de la esfera de lo representable». En el contexto de esas novelas kilométricas del realismo francés, los objetos y sujetos que aparecen en ellas, las grandes acciones y los detalles ínfimos, todo comienza a volverse «indiferenciado», atravesado por la «igualdad», por la «indiferencia igualitaria» de las cosas y los seres, porque el mundo moderno es el lugar donde todo se mezcla y se funde: lo nuevo y lo viejo, el pasado y el presente, la ruina y la civilización, el adentro y el afuera, el villano y el héroe, el amo y el esclavo, el sabio y el ignorante, la prosa y la poesía.

Escribe Rancière en un ensayo llamado «La verdad por la ventana»:

«La ruptura de la verosimilitud en el orden de la escritura es propiamente lo que se llama literatura. No es el nuevo nombre adoptado por las bellas letras en el siglo XIX. Literatura es el nombre de un nuevo régimen de la verdad. Es el nombre de una verdad que es en primer lugar destrucción de la verosimilitud: una verdad no verosímil (…) La verdad literaria es que no importa qué ocurre a no importa quién. Pero esta relación del no importa qué con no importa quién no es el reino de la fantasía creadora que inventa acontecimientos fabulosos (…). Que no importa qué le ocurra a no importa quién afirma sobre todo la igualdad de ‘lo que ocurre’, la separación de su lógica con respecto a toda la jerarquía de los caracteres y de las vidas. Con la lógica de las acciones y la jerarquía de los actuantes se desmorona también la lógica de las expresiones. El sistema de la verosimilitud implicaba un conjunto de relaciones estables entre expresiones y significaciones, entre la cólera o el miedo, el amor o el odio y los signos por los cuales estos se expresaban y se dejaban reconocer (…) Es este paralelismo de expresiones adecuadas lo que la verdad literaria desarticula».

Si volvemos ahora, por tercera y última vez, al poema de Raimondi, se advierten otros sabores: podemos, como lo hace Marcelo Díaz en su reseña, «leer en la composición, cocción, combinación de sabores y ceremonia de ingestión del alimento relaciones entre ese discurso y otros discursos: filosófico, político, económico, literario, etc.». Escribe Daniel García Helder: «En Poesía civil los datos históricos, económicos, tecnológicos, políticos y literarios participan del mismo rango de los saberes prácticos que hacen al proceso de existencia cotidiano y a la cultura popular; ver, por ejemplo, el poema ‘Para hacer una torta sin leche’, que incluye una receta». El discurso poético toma el verosímil causal y silogístico de la receta y, por medio de su fuerza de significación heterogénea, nos hace pensar ya no en una receta universal –al final aparece la singularidad, en las versiones y toques personales– sino en un modo de escribir y pensar la poesía, en una poética. Absorbida por la verdad literaria, la receta se transforma ahora en un dispositivo estético que permite imaginar una metodología compositiva: distintas cocinas de la escritura, otros sujetos, cada uno con sus distintos saberes y sus distintas prácticas de ejecución, el alero de un régimen inespecífico del arte, donde todo puede confluir y cruzarse en potencia. Algo, en el poema, invita a repensar los modos de hacer poesía. Por eso los procedimientos de la torta son, pueden ser, también, los del poema: la relación entre la cocción y el tipo de horno, la alusión al “fuego mínimo, lento”, a los “moldes”, a la ausencia de “medida exacta” para todos, al batido, a la mezcla, al reposo, a una masa que va perdiendo consistencia, a la subjetividad del gusto, a las ganas de inventar, a lo que se tenga a mano.

Por esta razón, ante la crítica, un libro como Poesía civil suscitó, casi de inmediato, la pregunta esencialista por el género «poesía» y sus límites. Y si bien esta asociación entre gastronomía y escritura puede resultarnos, hoy por hoy, un tanto obvia, lo cierto es que esa misma naturalidad ontológica según la cual «todo puede ser poesía» fue, antes, la dimensión desconocida de lo impensable en determinado momento de la historia del arte y la literatura. Precisamente, el movimiento que va de lo impensable a lo pensable en el terreno de la estética constituye, de alguna manera, una de las preocupaciones centrales de Jacques Rancière. Y quizás, por esta razón, se concentra en la literatura: porque la literatura es una máquina que, a partir de la articulación de nuevos sensibles, vuelve pensable lo impensable.

 

 

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