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Saer en la literatura argentina

Foto: Alejandra López

"Un gran autor mejora una literatura nacional, y advertimos que un autor es un gran autor cuando, en efecto, incide en la conformación de esa literatura". Martín Prieto escribe sobre su encuentro con el autor de Glosa en Un enorme parasol de tela verde, compilación de ensayos por EDUNER.  

Por Martin Prieto.



¿Cómo se arma un lector? ¿Y cómo se arma un lector de un autor? Cuando era joven firmaba y fechaba los libros que me compraba o que me regalaban. En términos retrospectivos, es una buena base de datos (que lamentablemente excluye los libros que leía en bibliotecas o que me prestaban) para realizar algún tipo de autoanálisis en relación con esa pregunta. Entre mis dieciocho y veintiún años leí, comprados o regalados, y aun mantengo en mi biblioteca, la hasta entonces obra completa de Borges, los cuentos de Onetti, los cuentos y las novelas de Cortázar, los poemas de César Vallejo, de Bertolt Brecht, de Baudelaire, de Ernesto Cardenal, de los «poetas rosarinos» (Jorge Isaías, Hugo Diz, Eduardo D’Anna, Elvio y Francisco Gandolfo). Y muchos de los libros de Saer. Lo cuento como conjunto porque considero muy probable que unos me hayan llevado a otros, en tanto ningún lector —salvo ese lector irreal e ideal en el que a veces pensamos los profesores— lee siguiendo la cronología de las historias de la literatura. Más bien, leemos todo a la vez, Vallejo sincrónico de Diz, Saer de Baudelaire, Francisco Gandolfo de Onetti. Todo esto, en ese momento, en un contexto de efervescencia universitaria, con mis compañeras y compañeros de la carrera de Letras, rápidamente amigas y amigos, que aportaban a la conversación sus propias bibliotecas, tan modestas como la mía.

Nadie nada nunca fue el primer libro de Saer que leí «en vivo». Cuando digo «en vivo» quiero decir que es el primer libro de Saer que leí cuando se publicó, inmediatamente. Tenía diecinueve años. Ya había leído En la zona, El limonero real, Unidad de lugar, Cicatrices, los poemas de El arte de narrar. Es decir, ya tenía un vínculo con la obra de Saer que, como decía, no era sólo mío, sino también de mis compañeras de facultad Nora Avaro y Analía Capdevila. Éramos todos lectores de Saer, y también de la revista Punto de Vista, que por aquellos años, a fines de los setenta y principios de los ochenta, comenzó a reseñar, a comentar y a respaldar la obra de Saer.

Lo que nos atraía tenía que ver con la manera con que Saer practicaba una combinación muy singular de escritura y composición. Por un lado, esa sintaxis, ese uso admirable de los signos de puntuación, esas frases. Y no por otro lado, sino a la vez, una composición muy atractiva: historia, narrador, punto de vista, personajes, escenarios. No descartaría la empatía que, además, nos provocaba que ese escenario nos fuera de algún modo familiar.

Los grandes escritores, que no son tantos —escribir bien o muy bien, tener «talento», no es condición suficiente—, le agregan al mundo de todos los días un mundo nuevo. Ese mundo puede convertirse en un momento en un símbolo. Y ese símbolo simplificarse en un adjetivo. Hablamos de un universo «kafkiano». Hablamos de un razonamiento «borgeano», de una imaginación «aireana». Conversaba con un alumno, después de una clase de consulta, le pregunté por dónde vivía. Me contestó y, para darme más precisiones, apuntó: «Un barrio arltiano, cerca de la Terminal». Ya pude imaginarme cómo era. Alguien hablaba de un asado, en el mes de febrero, frente al río, todos muertos de calor. Para resumir, subrayó: «Parecía una novela de Saer». Pero no se trata solamente de una afinidad representativa sino, sobre todo, de cómo se construyen esos mundos de modo suficientemente persuasivo y convincente como para que nosotros «creamos» que, en efecto, un barrio —casas, calles, negocios reales, gente real— pueda ser equiparado a una novela; que la costa —agua, tierra, plantas, animales vivos y muertos, y personas reales también, cada una de ellas con su psicología, su ideología, sus asuntos, su dinero, sus problemas— pueda ser equiparada a otra novela. Y la literatura de Saer, como la de Arlt, como la de Borges, le agregó al mundo un mundo nuevo. Calor, conversaciones alrededor de una mesa, caminatas, política, ideas. Pero eso, en este caso, presentado con un extraordinario aparato formal: diccionario, sintaxis, signos de puntuación, estructuras, espacios, figuras retóricas, personajes, posición del narrador, ironía, descripciones narrativas y eso que los profesores llamamos «realismo de la percepción».

En los orígenes de mi libro Saer en la literatura argentina hay una tesis universitaria. Toda tesis obliga a formular una pregunta. ¿Cuál es la pregunta que la tesis busca responder? Cuando empecé a pensar la tesis (y el libro) la obra de Saer ya había sido muy bien leída y estudiada por muchos de los más importantes críticos literarios argentinos: María Teresa Gramuglio, Beatriz Sarlo, Jorge Panesi, Ricardo Piglia, Noé Jitrik, Nora Catelli, entre los maestros. ¿Qué preguntas nuevas se le podían formular a esa obra y, sobre todo, qué preguntas nuevas podía formularle yo, después de cuarenta años de lecturas, de apuntes, de libros subrayados? Y entonces reuní mi interés por la obra de Saer con mi interés por la historia y por la historiografía de la literatura argentina. Y de ese doble interés surgen estas dos preguntas que son el eje del libro: ¿Qué le pasa a esa literatura nacional cuando entra un autor? ¿Qué le pasa a un autor cuando entra en esa literatura nacional?

Un gran autor mejora una literatura nacional, y advertimos que un autor es un gran autor cuando, en efecto, incide en la conformación de esa literatura. La cambia. La mejora. Como decía, no se trata solamente de escribir bien o de escribir virtuosamente —sintaxis, concordancia, adjetivación—. Sino también, y sobre todo, de crear un mundo. Y en el marco de contención y proyección de esa literatura nacional, ver cómo ese mundo nuevo se relaciona, en términos de filiaciones y afiliaciones, con los mundos del pasado, y cómo a su vez incide en la creación de nuevos mundos, futuros. Cómo, en este caso, en primer lugar, la literatura de Saer se relaciona con la de José Pedroni, con la de Arlt, con la de Borges, con la de Juan L. Ortiz.

De ahí es que me interesó seguir la historia de las amistades literarias de Saer, de esos primeros años en Santa Fe y en Rosario. Su viaje a Esperanza cuando era un adolescente para conocer a José Pedroni. El momento luminoso, dentro de su biografía de escritor, en el que Hugo Gola le presentó a Juanele Ortiz en una librería en Santa Fe. Su amistad con algunos de los escritores e intelectuales del grupo Contorno y con los poetas de Poesía Buenos Aires. Los contornistas en esos años estaban en contra de Borges: lo consideraban un escritor brillante, pero pasatista, autor de una obra no comprometida con la realidad del país. La contrafigura de Borges, para Contorno, era Arlt. Y los de Poesía Buenos Aires afirmaban que Borges era un poeta artificial, mentalista, cerebral, con una obra desprovista de intimidad y de emoción. Y sus contrafiguras eran Oliverio Girondo y Juan L. Ortiz. Hay entonces un cruce de filiaciones y afiliaciones que se produce en esos años en el joven Saer: es arltiano como los contornistas, juanelista como los poetas de Poesía Buenos Aires y como su amigo y maestro —o hermano mayor— Hugo Gola. Pero también es borgiano, en solitario en relación con esos dos grupos de referencia. Y pedroniano, como una lectura influyente de primera juventud. En esa especie de mezcla, donde aparecen estos elementos diversos, refractarios unos con otros, se arma lo que hoy podríamos llamar la poética saeriana. Es decir, esto me resultaba muy importante: partí desde una perspectiva historiográfica y aun sociológica (sociabilidad de la literatura, amistades, grupos) para llegar a conclusiones formales. Poéticas.

Por supuesto, los intereses de Saer como lector y como escritor exceden largamente la circunscripción nacional y para corroborarlo bastan no sólo sus ensayos y entrevistas sino tal vez más íntimamente la galería de personajes-escritores de los poemas biográficos de El arte de narrar. Ahí están Dylan Thomas, Cervantes, Rimbaud, Li Po, Dante, Quevedo, Dostoievski, Fernando Pessoa: todos influyentes en su obra. En esa galería no parecería haber lugar para un escritor «menor» como José Pedroni. Un poeta posmodernista, sensible, territorial. Sin embargo, en el prólogo a una edición de los Poemas completos de Pedroni, Saer cuenta que cuando tenía dieciséis o diecisiete años llamó por teléfono a Pedroni para ir a conocerlo. Se tomó un colectivo desde Santa Fe hasta Esperanza y lo fue a visitar. Y que cuando le abrieron la puerta y lo invitaron a pasar, entró, dice Saer, «con el mismo paso inseguro, en la casa de José Pedroni y en la literatura». Es interesante esa sinonimia entre el nombre de Pedroni y la literatura. Y en efecto, la figura y la obra de Pedroni le dan mucho a Saer. Menos en términos de forma, aunque hay antiguos y juveniles poemas de Saer escritos a la sombra de la modesta forma posmodernista, que en términos de territorio y nación. Porque la de Pedroni es una obra territorial (la llanura, el río Paraná, el río Salado) pero no es una obra regionalista (en relación con tipos, rigidez, teleología). Y además es una obra de alcance nacional. Imagino que ambas cosas (territorio no regionalista y proyección nacional) deben haberle atraído a Saer.


Borges, por otra parte, es la figura principal de la literatura argentina del siglo XX. Y tal vez también de lo que va del XXI. Esa figura se constituyó, por supuesto, alrededor de su propia obra. De El Aleph. De Ficciones. Pero también alrededor de la revista Sur, que es donde se publicaron la mayor parte de las narraciones de esos libros, y además sus ensayos y reseñas en los que, de alguna manera, Borges nos enseñó a leer su propia obra. Llamativamente, en esa revista, que era una revista generosa, ancha, amplia, en términos literarios y en términos ideológicos también (publicaban desde su directora, Victoria Ocampo, hasta el boedista Elías Castelnuovo, contando sus experiencias en la Rusia soviética), hay una gran figura ausente: la de Roberto Arlt. Es probable que esa ausencia esté muy ligada a las preferencias de Borges, en términos de forma y de género. Y sobre el declive de Sur, a mediados de los años 1950, apareció Contorno. Ahí están los hermanos David e Ismael Viñas, está Noé Jitrik, está Adolfo Prieto, está Oscar Masotta. Y Contorno propicia una nueva lectura de la literatura argentina en la que la figura preponderante va a ser, por un instante, la de Roberto Arlt y, por lo tanto, va a dejar caer, como lastre, la de Borges. Entonces, en un momento dado, que tal vez hoy nos resulte raro o inverosímil, se estaba con Sur y con Borges o se estaba con Contorno y con Arlt. Esa pareciera ser la disyuntiva de la época, a finales de los años 1950 y comienzos de los años 1960. La disyuntiva para los narradores argentinos. O se era un novelista realista, en su versión expresionista, «sincero», a lo Roberto Arlt, o se era un narrador superimaginativo, argumental, discreto, refinado, incisivo, a lo Borges. Llamativamente, Saer, muy tempranamente —tenía veintitrés años en 1960 cuando publicó En la zona, su primer libro—, sutura esa disyuntiva o, más bien, no la tiene en cuenta.

Muchos de los personajes secundarios de En la zona parecen personajes de Arlt y se proyectan hacia Alfredo Barrios, de Responso, y Luis Fiore, de Cicatrices, a los que me interesó seguir. Los dos son sindicalistas, o mejor, exsindicalistas, dos caídos en desgracia después del golpe de Estado de 1955 y la intervención o el cierre, por parte de la dictadura, de los sindicatos «de Perón». Ambos pierden entidad e identidad. Están descentrados. Como dice Beatriz Sarlo, la política no es en Saer «telón de fondo», sino motor de las acciones de los personajes. Y es interesante ver la empatía de ambas novelas hacia esos personajes. No hacia sus acciones (Barrios traiciona a su mujer, Fiore mata a la suya y se suicida), sino al modo en el que la política de la dictadura de 1955 había vaciado sus vidas de sentido. Pareciera haber en Saer, que no era peronista, la misma empatía hacia los caídos en desgracia que hay, por ejemplo, en la obra manifiestamente peronista de Leónidas Lamborghini. Y, más que en Fiore, en Barrios se manifiesta esa matriz arltiana: traición, humillación, la ropa que viste, los brillos de manchas de grasa en el traje, los puños de la camisa sucios, las uñas renegridas. Parecen representaciones hiperbólicas que provienen del mundo de Arlt. Pero presentadas por una sintaxis que proviene, en cambio, del mundo de Borges. Y además, Saer incorpora a esa conversación no sólo a Pedroni, sino a Juan L. Ortiz, a quien, como veíamos, conoce en Santa Fe, en una librería, presentado por Hugo Gola, y quien, casi de inmediato, no sólo reemplaza a Pedroni en términos de filiaciones, sino que, además de un mundo (las islas, el río, el litoral), le ofrece una manera (elusión, sugerencia, simbolismo) y una forma: signos de puntuación, selección léxica. Entonces uno dice hoy, simplemente, en una clase: Borges, Arlt y Juan L. Ortiz. Pero Juan L. Ortiz no estaba en esa conversación todavía, o no estaba en esa conversación para los narradores. Digamos, imaginativamente, que a fines de los años 1950 todos los narradores argentinos estaban en el aula magna de la Universidad de Buenos Aires porque hablaba Borges. También estaba Saer, por supuesto. Pero cada tanto Saer se escabullía del aula magna y bajaba a un subsuelo (era un viaje fantástico, en el espacio, pues el subsuelo estaba emplazado en Paraná) donde estaba dando una clase Juanele Ortiz. En la oscura aula donde hablaba Juanele no había nadie, o no había ningún narrador, salvo Saer. Yo creo que ahí está el origen de «la tardanza» hacia el reconocimiento de la obra de Saer. De la tardanza, de una obra ya constituida y poderosa, en ingresar a la literatura nacional argentina. Era una obra rara de leer, rara de ver. Parafraseando a Sarmiento cuando decía que el motor para escribir Recuerdos de provincia había sido una pregunta que la sociedad se formulaba sobre él («Y ese, ¿quién es?»), tal vez la crítica literaria, y los lectores posibles de Saer se hayan preguntado, en su momento: «Y este, ¿de dónde viene?».

En cuanto al futuro. Las herencias directas nunca funcionan: son siempre batallas perdidas de antemano. El de las influencias es un tema de complejidad. No por abarrotar de sauces un poema ni por utilizar adjetivos de liviandad de modo superlativo («sutilísimo», «tenuísimo», «delicadísimo») se es discípulo de Juan L. Ortiz. Rubén Darío nos dijo a todos, hace más de un siglo: «Quien siga servilmente mis huellas perderá su tesoro personal y, paje o esclavo, no podrá ocultar sello o librea». Claro que no es sencillo para una joven escritora, para un joven escritor, desprenderse de la marca de un autor o de una autora a quien se admira y que además en un momento dado, por una concentración de razones literarias y extraliterarias, muchas veces sobre todo extraliterarias, se convierte en una suerte de símbolo de una época. Sucedió con Borges, cuya obra, finalmente, vive más en el testimonial de Rodolfo Walsh o en las novelitas y en los ensayos de César Aira que en los cuentos fantásticos o policiales de los años 1950 de sus discípulos directos, que hasta adjetivaban como él. Sucedió con Cortázar, quien, cuando le hablaban, como prueba del éxito de su obra, de su influencia en la literatura argentina de los años 1960 y 1970, decía, con pesar, «Bueno, se están escribiendo muchas “Rayuelitas”». Sucedió con Alejandra Pizarnik (de repente, todas las poetas saltaban de sí al alba). Sucedió con Juan Gelman (de repente, todos los poetas conocían mujeres que se parecían a la palabra nunca). Sucede ahora con César Aira (de repente, todos terminan sus novelitas de repente). Y sucedió con Saer. Pero su herencia entonces habrá que buscarla menos en aquellos que atiborran sus relatos o sus poemas de comas, de frases de larga duración, de escenas de calor y de conversaciones en una parrilla que en quienes toman esa base formal e imaginaria como modelo, pero también como restricción. Hay algo en la sintaxis y aun en la temperatura de la literatura documental de Sergio Chejfec o de D. G. Helder que puede vincularse con la de Saer, que era refractaria a todo afán documental. Hay algo de esa misma sintaxis y de esa misma temperatura en Sumisión, una novela fantástica, futurista y «científica» de Oscar Taborda, que también puede vincularse con la obra de Saer, refractaria, sin embargo, a toda idea de ciencia ficción.

Para muchos de quienes empezamos a escribir y a publicar en los años 1980 Saer fue una gran novedad, un enorme estímulo: y por lo tanto, también, una estricta restricción. Creo que donde mejor vive su obra es en la de quienes, de todos nosotros, supieron calibrar mejor prohibición y estímulo y construir su voz, su estilo, su programa sumando a otras autoras y autores, incluso muy distantes a Saer, y sólo armónicos en sus propias obras.

2022

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