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Tanta nieve, tan buena: a favor de las malas traducciones

Por Natalia Moret

"El error es la mecánica favorita de los descubrimientos: dos cosas que nunca antes se habían unido, se cruzan", escribe Natalia Moret en este texto que forma parte de El libro de los elogios (Vinilo Editora).

Por Natalia Moret.

     

Ocurrió en el pasado, como este texto.

La mano pequeña de mi hija pasa las páginas hasta que fija los ojos. Yo la miro expectante, fascinada por el esfuerzo de sus labios para hacer hablar a los símbolos. Fue ayer, o quizás algunos días antes, que consiguió enlazar por primera vez el sonido de una letra al sonido de otra, y de otra, y de otra, y ahora es una aprendiz de magia ensayando su truco. Pronuncia con dificultad y algún error: gema, altas, noche, lluvia. En su boca, donde falta apenas un diente de leche, los fonemas ya no son boyas solitarias. Son constelaciones. Como en esos juegos de unir con puntos, escucho el nacimiento de las palabras estremecida por el desfile del tiempo en su progresión inalterable hacia el futuro.

El cuento es de Hans Christian Andersen. Pueden buscarlo, es muy famoso. Se trata de una reina que desearía que su hijo, el príncipe, fuera suyo para siempre. Está mal, pero la entiendo.

Un día el príncipe trae a una chica y la pobre mujer idea una estrategia desesperada. Apila quince colchones duros en el cuarto de invitados, donde la hará dormir, y bajo el último esconde un guisante. Le dice a su hijo que esa es la técnica más usada para diferenciar a una princesa de una impostora, a una gema preciosa de una bijouterie de morondanga: si es una princesa, sentirá el guisante, porque solo una princesa es tan sensible. Un delirio, pero el príncipe elige creer. También lo entiendo.

Súbitamente afrancesada, mi hija pregunta: “¿Qué es un güisante?”. Culpo a la mala traducción y al lenguaje neutro de estar enseñándole a mi hija a hablar mal. Si dijera arveja, esto no pasaba. Le explico la regla de U muda después de la G con la E o con la I, y ella repite su pregunta, ahora en perfecto rioplatense.

Después digo: “Un guisante es...”. Y pregunto: “¿A qué te suena?”.

A los fines de la investigación, lo hago sonar tres veces: guisante, guisante, guisante...

Mi hija arriesga: “A guiso, a cantante, a parlante. A caminante”. Podríamos seguir. En nuestra casa, en esos años dichosos, se cultiva el arte de la rima boba.

El giro no tan inesperado de la trama es que al otro día la chica amanece ojerosa, como si hubiera dormido mal. Un miedo arcaico sacude a la reina; por un instante vuelve a sentir a su hijo recién nacido contra su pecho. Quién sabe si es su ego o todo lo contrario lo que la lleva a hacer la pregunta que podría haber evitado, pero que una vez hecha será imposible deshacer. La gema preciosa la mira a los ojos. Con algo de pudor, responde. No quiere que la señora crea que ella está criticando la limpieza de tan honrada casa, pero la verdad es que no pudo pegar un ojo. Por culpa de “esto”, dice, al tiempo que extiende la palma en la que acuna al culpable. La reina, atónita, toma el guisante y lo acerca a sus ojos. Trata de entender qué pasó, cuándo pasó, cómo puede haber perdido a su hijo por esta insignificancia terrible que ahora sostiene y examina maravillada entre sus dedos.

Príncipe y princesa se casan. Los que eligen no leer entre líneas dirán que el cuento de Andersen tiene un final feliz. No los juzgo. Yo misma ejerzo siempre que puedo la negación como medio de subsistencia. Pero mi hija y yo sabemos que el triunfo del amor puede ser algo trágico. Imaginate, si no, compartir la cama con esa loca. Mi hija se ríe de mi encuadre. Para demostrar mi punto le propongo que revisemos la suya. Es levantar la manta y vislumbrar una vida de insomnio y pesadillas: una media suelta, un par de migas, un dardo de plástico. Y esa chica... Demasiado frágil, demasiado sensible. Demasiado de nada puede ser bueno. “Qué condena”, digo, “tanto lío por un güisante”. Mi hija abre los ojos y se ríe.

Lo segundo es el viaje al sur. En casa, cuando nos fuimos una semana atrás, vi que habían brotado las primeras hojas de los fresnos, pero en estas latitudes siempre falta más para que llegue la primavera. En ese entonces mi hija ya lee de corrido, conoce y aplica correctamente varias reglas de ortografía, y casi no comete errores de pronunciación. Suma, resta, multiplica por dos cifras. Tiene ocho años.

Nuestras camperas, gorros, bufandas y guantes forman una montaña sobre una silla atrás de un parlante apagado y unas cajas de vinos. Acá todo es montaña. Quizás justamente porque falta espacio, y porque no está ni tan ordenado ni tan limpio, es que el restaurante transmite sensación de hogar, de “casa vivida”. Me gustan los techos de madera, las mantas tejidas y almohadones en la gama del blanco y el ocre, que son los colores de la cordillera. Me gusta la luz que baila en los candelabros improvisados sobre platitos de porcelana antigua. Estoy sentada en la cabecera de una mesa pequeña y rústica que los dueños apretaron en un ángulo del living. También están mi marido y un matrimonio amigo que encontramos de casualidad en estas vacaciones. Es temprano, por eso el murmullo de las conversaciones convive con la música del fuego que arde en la chimenea. La moza descorcha la botella de vino y sirve nuestras cuatro copas mientras un hombre, en la mesa de al lado, le cuenta a los suyos cómo engañó a la muerte esa misma mañana, después de rodar como un fardo en la pendiente de una pista roja. “Vengo todos los años, hace más de treinta años, y nunca en mi vida vi tanta nieve y tan buena”.

Pienso que tuvimos suerte. Hicimos este viaje para que nuestra hija conociera la nieve y nos tocó la mejor temporada. La busco del otro lado del gran ventanal de vidrio repartido, pero como están empañados solo veo sombras, así que me excuso, me abrigo y salgo. Todavía alcanza con pararme de la mesa y caminar unos metros para confirmar que mi hija está bien y a salvo.

La noche helada me despierta. Mi hija, el hijo de nuestros amigos y otros dos chicos que seguramente acaban de conocer se revuelcan en el colchón blanco y hondo que las grúas amontonaron contra las paredes. Los faroles de hierro desparraman su luz amarilla en la noche. Uno de los nenes hace una bola y la arroja contra el cuerpo que forman los otros tres. “Te llevaré a la cárcel”, le grita mi hija al que disparó, “y en la cárcel te harán dormir en un colchón duro”. La imagen parece sacada de una película navideña norteamericana. Quizás por eso es que, en lugar de irritarme, me hace gracia el uso del futuro simple, ese español neutro tan extranjero que mi hija saca de los dibujitos y las malas traducciones. Por un instante experimento la escena con la misma intensidad que se me escapa, y para no dejarme tomar por la nostalgia hundo mi mano sin guantes en la nieve que quema y hago una bola. Mi hija grita en éxtasis: “¡Nos va a tirar! ¡Nos va a tirar!”.

Lo único que quería en este viaje era jugar conmigo a la guerra de nieve.

Se juntan los cuatro. Esperan, nerviosos, ansiosos, mi ataque.

Muy seria, redondeo la munición. Los dejo saborear la espera. Jugamos al suspenso. Al fin disparo y los chicos gritan y se ríen. Disparo más bolas. Mi hija me advierte que a mí también me llevará a la cárcel y me dará un colchón duro. “Y de comer”, dice, súbita, inesperada, “de comer te daré un güisante”.

Ya está.

Es simple, aunque incomprensible, el mecanismo. Con solo nombrarla, la palabra opera el milagro secreto y mi hija y yo quedamos unidas en un tiempo cerebral, otro, separado de la línea normal de los acontecimientos. El tiempo desfila hacia atrás, deshaciendo a su paso la degradación de la que siempre hace alarde. Ya no estamos en la noche nevada, sino en la habitación donde mi hija aprende a leer. Une vocales y consonantes torpemente. Gema, altas, noche, lluvia. Yo soy más joven. La abrazo.

Los otros chicos la miran confundidos. “¿Qué es un güisante?”, dicen entre risas. Pienso que fue el mismo español neutro que odio el que puso esta palabra entre nosotras. Mi hija se desconecta del lazo sináptico que nos unía, como un cordón umbilical hecho de lenguaje, y vuelve a tener ocho años. Se va de mí, que ahora soy la reina que observa maravillada, aterrada, el guisante entre sus dedos. Esta semilla contiene en su interior el tiempo que se fue y me recuerda que el que aún no llegó también, eventualmente, se habrá ido.

Los chicos cantan: “Te daré un güisante, un güisante, un güisante...”.

Miro hacia adentro del restaurante. Veo en la mesa a mi marido, que hace su típico gesto con las manos: las une frente a su pecho arqueando los dedos como si sus manos formaran una canasta capaz de apresar y moldear las ideas. Detrás de él, veo un cuadro que no había visto. Ahora sé que voy a recordarlo siempre. Como si pudiera escuchar mi pensamiento, que lo llamaba, mi marido me mira.

¿Cómo funcionan los recuerdos? ¿Qué cadena de neurotransmisores hace que una palabra sea la llave para detener el tiempo?

Escribir es apropiarse del lenguaje y en este acto me apropio de esta palabra nacida de un error. Escribo este texto en defensa de las malas traducciones porque el error es la mecánica favorita de los descubrimientos: dos cosas que nunca antes se habían unido, se cruzan. Una diéresis fuera de lugar, mi hija y yo jugando a la guerra de nieve. Como el brillo de las partículas rozándose en el interior de las estrellas, así se agitan, al nombrarla, los instantes que componen las dos puntas de un hilo. Güisante. Ahora es mía. Después, cuando hayan pasado los años y ya no seamos jóvenes, ya no quede esta casa en la que hoy mi hija juega al dominó con un amigo mientras yo recuerdo, cuando ya nuestros perros hayan muerto y nosotros seamos otras personas, y el viento que mueve las ramas de los eucaliptos de alguna forma absurda siga haciéndolo, aunque yo no esté para confirmarlo, todavía tendré esta llave. Alcanzará con pronunciarla para que ilumine. Para que el tiempo recomponga las cenizas de todo lo que quise y que pasó por mi vida, y yo esté otra vez hundiendo mi mano en la nieve que quema, mi hija que ríe, los dedos arqueados de mi marido en medio de una idea, nosotras dos juntas en su habitación, al borde de la cama, cuando levantamos la manta y bajo ella aparece todo lo que creíamos haber perdido.

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